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Flamenco
‘Falete’ Perona, luz y franqueza
Rafael Falete Perona (Barcelona, 1998) proviene de una familia gitana en la que el activismo no es una opción. Mojarse y posicionarse políticamente resulta ser un modus vivendi al que se acogen los Perona desde un buen principio —desde el llanto de un recién nacido que estalla al entrar en contacto con el oxígeno— para habitar en el mundo. Creció a diez minutos de La Mina, al lado del Diagonal Mar y, desde que se casó, cogió un pisito en el barrio. Era lo más lógico; su vida y ocio se habían desenvuelto ahí. Su padre, Rafael Perona (Jaén, 1965 – Barcelona, 2020), era originario de Jaén, y con un año y medio emigró a Barcelona con su familia, en busca de un futuro mejor. Aun teniendo ascendencia andaluza y habiendo tejido un vínculo de cariño con el sur, Falete, ancho y erguido de orgullo, repite “pero, vaya, yo soy catalán, yo soy catalán”.
Me han dicho que entre amigos y familiares te haces llamar Falete, pero no he querido nombrarte así por no pecar de indiscreta.
Falete viene de Rafael y en casa me llaman así desde pequeño. De hecho, la mayoría de gente me identifica más como Falete que como Rafael sin ni siquiera conocer mi nombre de pila. Rafael es un nombre con mil diminutivos: de Rafael, Rafalete, y de Rafalete, Falete. Hay quien me dice Rafalillo, Falín; otros me llaman Falo, Fale. Como mi padre era Rafael y yo era el niño, de tanto apodarme Rafalete, el nombre se acabó achicando y se quedó en Falete. Ese es el origen del mote, no tiene mucho más misterio.
Soy un afortunado porque, a diferencia de otros gitanos, conozco la historia del pueblo gitano y las atrocidades que les han atravesado gracias a que mi familia me lo trasladó con ímpetu y persistencia
El flamenco, al igual que el inconformismo, le viene de cuna. Es guitarrista, además de técnico del Área de Cultura Gitana de la Fundación Privada Pere Closa y presidente del Centro Cultural Gitano de La Mina. Cuando la salud de su padre empeoró e intuían que fallecería pronto, los miembros de la asociación pensaron en Falete para que cogiera el relevo como presidente. Todo apunta a que la decisión no fue motivada por el azar, sino gracias a su carácter dicharachero y sus dotes sociales. “Mis hermanos y yo sentíamos que no podíamos permitir que el tejido asociativo y el trabajo que había desempeñado mi padre durante toda su vida se detuviera de la noche a la mañana y se quedara en nada”. Aunque no lo expresa mediante palabras, Falete transmite que su deber era dar continuidad a un legado sublime. Al fin y al cabo, su padre también había proseguido con la trayectoria de sus propios padres, de sus tíos y de sus antepasados, implicados en el asociacionismo gitano desde sus inicios. Lo último que quería era quedarse de brazos cruzados como si toda la entrega hacia el pueblo gitano hubiese sido en vano. “Soy un afortunado porque, a diferencia de otros gitanos, conozco su historia y las atrocidades que les han atravesado gracias a que mi familia me lo trasladó con ímpetu y persistencia”, admite. Eso le creó una responsabilidad con su pueblo, además de sembrarle el deber de contárselo a sus futuros hijos y de hacer todo lo que estuviera en sus manos para que se implicasen en la causa.
La Mina se ha construido ante la alerta externa y los ojos policiales. Las leyendas urbanas asociadas al barrio y los personajes que campaban en la delincuencia —el Torete o el Vaquilla— todavía alimentan el imaginario popular. ¿Cómo fue crecer allí, teniendo en cuenta que el estigma persigue al barrio?
Sí que es cierto que la gente sigue pensando que a La Mina no se puede acudir si eres de otra zona, porque te expones al peligro y a la violencia. También se tiene la preconcepción de que no hay persona vecina que se salve de convertirse en un maleante. Al final, estas creencias alarmistas son el resultado de los estigmas y los estereotipos que, desde hace años, se han relacionado con el pueblo gitano. Digo esto porque La Mina es un barrio segregado al que fueron a parar habitantes chabolistas, mayoritariamente de etnia gitana, del antiguo Campo de la Bota y de otros suburbios.
Al margen de la representación construida desde fuera, Falete confiesa que allí nadie se mete con nadie y señala el abandono institucional como el principal causante de la realidad conflictiva que salpica a la barriada. “Tuve una infancia y una adolescencia normal y corriente. Bajaba a la calle y jugaba con los niños del barrio con los que había crecido. A pesar de ser agnóstico, puntualmente acompañaba a mis amigos al culto porque la Iglesia, aparte de tratarse de un lugar sagrado, era un espacio donde socializar”.
En la adolescencia empezó a salir con su grupo. Tanto sus amistades como él nunca fueron unos apasionados de las discotecas. Tenían en común que su concepto de la fiesta y la diversión distaba mucho del de la cultura paya. Eran del talante de disfrutar con una velada familiar y juntarse para bailar, cantar y emborracharse. La fiesta no la vivió solo con sus amigos, sino que su casa era un escenario más donde congregarse con motivo de celebrar.
¿El barrio, que puede devenir nuestro sitio de recreo, te ha influenciado a la hora de desarrollar tu gitanidad?
Yo no entendería mi vida mi gitanidad sin el barrio o, si se prefiere, una parte importante de mí se lo debo a La Mina, que es donde viven más gitanos españoles por metro cuadrado [risas]. Mi padre se refería a lo mismo, pero con diferentes palabras: “El barrio lo llevamos intrínseco al ADN”. Creo que, al haber estado inmerso en la cultura gitana desde chico, he absorbido unos valores y unos modos de pensar y actuar que no pueden desvincularse de La Mina. El barrio, ese núcleo, ese ágora donde manifiesto mi gitanidad y que, de no existir, la mayoría de los elementos identitarios que nos identifican como pueblo se hubieran perdido, o al menos disuelto, por el camino.
No se puede asumir que a todos los gitanos nos representa una única gitanidad ni cercarla en unos límites. Yo la muestro de distinta forma que mis vecinos y mis familiares, y semejante diversidad es clave para entender al propio pueblo romaní
Alba Flores, en una entrevista con la Mala Rodríguez para El País, reflexionaba: “No hay una única manera de ser gitano. ¿Acaso hay una única manera de ser payo? Es que hay muchas formas de serlo. A mí me parece que compartimentar tantísimo las identidades es un error en un mundo en el que todo se empieza a mezclar”. ¿Qué significa para ti ser gitano?
Pues acabas de preguntarme la del millón porque, realmente, no hay una respuesta concreta o correcta para eso. Yo llevo a cabo las tradiciones gitanas, desde las que se celebran en las bodas hasta el luto cuando muere un ser querido. No se puede asumir que a todos los gitanos nos representa una única gitanidad ni cercarla en unos límites. Yo la muestro de distinta forma que mis vecinos y mis familiares, y semejante diversidad es clave para entender al propio pueblo romaní. Por el hecho de compartir calle, escalera y ciudad no significa que se nos pueda englobar en un mismo saco. Mi madre es paya, con lo cual, en teoría, soy mestizo. Sin embargo, no me autodefino como tal. La esencia, el pensamiento y el trato que mantengo con la gente los he desarrollado como gitano, como mi familia paterna. Mi personalidad es gitana desde que nací. Aun así, hay quien es mestizo y opta por no tener una gitanidad tan marcada y tan fuerte como la mía. Eso ya depende de lo que uno decida.
¿Crees en el amor para toda la vida?
Por supuesto. Todos los gitanos, cuando pensamos en casarnos, y si tenemos en mente llevar un estilo de vida gitano, no creemos en la idea de un amor por un tiempo o en relaciones inestables. No, no, no, no, no. Los gitanos lo damos con el propósito de crear una descendencia y porque confiamos en que el enlace va a durar para siempre.
¿Eres una persona enraizada y apegada a tu hogar?
A mí me gusta tener una estabilidad. Habrá de todo, pero en mi caso tenía claro que después de casarme quería vivir con mi mujer, los dos solos, en una casa propia para luego ampliar la familia. No desearía ir parriba y pabajo hoy en un sitio, mañana en otro, la verdad es que no.
Falete no es un músico típico, es decir, no perpetua los clichés. Es más bien un muchacho de tierra y de raíz —a los veinte años, siendo todo un jovenzuelo, ya se había prometido con su mujer— que construye un nido sin miedo. Tampoco son de su antojo el frenetismo y el caos; no eran su predilección en absoluto, ni los necesita como estímulos para sentirse vivo.
La familia le brindaba paz, un terreno fértil, un cobijo. Iba antes que su trabajo, antes que sus amistades y aficiones. De repente, al distanciarse de su yo íntimo y agrandarse en un ente colectivo, detalla que los gitanos tienen una particularidad gracias a la cual se afianzan a un círculo familiar sólido y compacto que les aporta sentido a su vida y en el que nutren continuamente sus relaciones con los hermanos, las madres, los padres, la pareja y los hijos.
Rafael Perona murió con tan solo 55 años. No vivió de puntillas, y eso lo explican los destellos en los ojos de su hijo, avivados por la admiración que siente al hablar de su padre. Perona se dedicó en cuerpo y alma al activismo gitano. Fue presidente y fundador del Centro Cultural Gitano de La Mina e impulsor de diversas iniciativas vecinales como la Feria de Abril, el Día del Pueblo Gitano y el Festival de Cante Flamenco de La Mina. El Consejo Municipal del Pueblo Gitano de Barcelona, al presentar su pésame, lo describía como un “hombre joven con alma de viejo, de gran sabiduría, gitano de tradiciones y costumbres, pero con una mente privilegiada, siempre a la vanguardia en análisis y consideraciones, buen anfitrión y embajador de su pueblo, amigo leal, gitano de condición y respeto”.
¿Cómo recuerdas a tu padre, qué poso dejó en ti?
Mi padre murió el 27 de diciembre de 2020 a causa de un cáncer de pulmón. Justo dos días antes había cumplido 55 años. Él era una figura relevante, ya no exclusivamente dentro de la comunidad gitana de Barcelona, sino incluso de Cataluña y varias zonas de España. Desde niño iba en silla de ruedas. Fue de los últimos en coger la polio (poliomielitis) porque, cuando nació en 1965, ya existía la vacuna y los casos descendieron en picado. Sin embargo, al proceder de una familia con escasos recursos económicos —mis abuelos vivían en una chabola en el Campo de la Bota—, no disponían de medios para llamar a un médico y llevar a su hijo al hospital. Estuvo cinco días con una fiebre altísima hasta que lo vio un doctor que les dijo que tenían que ingresarlo urgentemente; el diagnóstico no pintaba nada bien. En efecto, la polio lo había hecho enfermar y, por culpa de las secuelas que le dejó, pasó toda su vida en una silla de ruedas.
Claro está que mi padre, tras haberse criado en unas circunstancias tan duras, salió reforzado de ellas y, en consecuencia, se forjó un carácter arrollador y fuerte. Yo hablo de cómo lo veía desde mi posición de hijo, pero era una persona que de veras poseía un don especial de liderazgo y de gentes. Imponía mucho respeto a quienes lo conocían. Todo el mundo dentro de la comunidad lo tenía como un referente y en un lugar y una estima importantes. Siempre fue un apasionado de su cultura, un forofo de su gente, de sus tradiciones, del flamenco. Una persona muy comprometida con el pueblo gitano. A pesar de morir joven, se había ganado que sus homólogos lo consideraran un gitano de respeto. Para nosotros, mi padre no era como cualquier otro padre. Guardo conmigo su recuerdo, al igual que la sabiduría y las ideas que me transmitió hasta que se fue, y los valores que me inculcó desde chico. Al margen de querernos e imponernos disciplina, convivir con él en casa, cosa que se traducía en un privilegio y en un motivo de orgullo, significaba estar al lado de un pilar y tener a nuestro alcance un espejo donde reflejarnos.
Deduzco que estos atributos grandilocuentes hacían que tu padre fuera una persona a quien se podía acudir en busca de ayuda. Como hijo, ¿cuál fue el mejor consejo que recibiste?
Mi padre tampoco se ponía a soltarnos sermones ni discursos. Simplemente he retenido una serie de vivencias en mi retina que me hicieron aprender y observar la capacidad intelectual que poseía para resolver conflictos. Su mente privilegiada llegaba a tal punto que nosotros, y cualquiera que lo hubiese tratado, nos quedábamos pasmados. Son las experiencias, vividas en su piel, las que me han servido como consejo y procuro aplicar en mi día a día.
¿Y cómo debía de ser Falete de chiquillo? ¿Obediente, payaso, aplicado? “Yo siempre he sido un chico con bastantes inquietudes”, dice, restándose importancia con un “aunque no me considero un estudiante excepcional”. A pesar de eso, siempre acudía a la escuela —un hábito que le habían inculcado desde que era crío— y se graduó, así como su hermana mayor y sus hermanos, al acabar la secundaria.
La asignatura que más le motivaba era música, sin lugar a dudas. “A partir de tercero de la ESO cambiaron a la profesora y esos dos últimos años tuve a un maestro de Algeciras con muy buena sombra y mucha guasa, ¿me entiendes?”, recuerda. Falete congeniaba tanto con él que cuando lo echaban de clase por portarse mal, en vez de irse a la sala de castigo, se escapaba al aula de música para hacerle compañía, mientras los alumnos pequeños igual estaban resolviendo un examen. Acostumbrado a tener profesores catalanes, este hombre andaluz recién llegado al colegio le rompió los esquemas por su brío y su distinta manera de hablar. “Recuerdo que un día me invitó a un concierto de flamenco, o sea imagínate si teníamos buen rollo”.
Aprovechando que comentas lo del concierto de flamenco, ¿cuál fue el primero al que asististe?
Durante toda mi vida he tenido contacto con la música en directo, porque he sido espectador del Festival de Cante Flamenco de La Mina. Aun así, el primer concierto al que asistí por mi cuenta y en el que me preocupé de sacarme una entrada fue de jovencito, a los doce-trece años, con mi hermana y mi primo en el Apolo. El cartel lo encabezaban Juana la del Pipa, El Torta y Diego del Morao. Fue salir al escenario y… bfffff… fue increíble, de los mejores conciertos de flamenco que he visto. El aura que se respiraba en el ambiente, la conexión con el público. Un público que, aquí en Barcelona, era muy heterogéneo. Ahora estoy acostumbrado a todo, pero me acuerdo de pisar la sala y encontrarme con el típico rastafari, con un chaval punki rapao de la cabeza en camiseta de tirantes, con una tía que yo la miraba y pensaba “tú tienes de flamenca lo que tiene un andamio”.
Falete se muestra incapaz de disimular su perplejidad ante una multitud tan variopinta: gente del barrio, hippies, peña de clase acomodada. Los flamencos con los que se había cruzado en Andalucía, que eran más bien señoritos, no casaban con los barceloneses. Después de esa experiencia, “gracias a Dios” fue al último recital de Paco de Lucía en el Fórum. Falete se acordará toda la vida, porque firmó su guitarra.
¿Siempre tuviste claro que querías ser guitarrista?
Nunca tuve la intención de dedicarme a la música o, mejor dicho, nunca me había planteado vivir del mundo del artisteo. Suelo contar que me identifico más con el cante que con la guitarra. Es decir, me he convertido en guitarrista porque no tengo buena voz. Si no, sería cantaor. Yo empecé a tocar la guitarra con doce años como un hobby. Sí que es cierto que mi pasión no fue tomada por sorpresa, porque en mi casa, desde que tengo uso de razón, se escuchaba flamenco —sobre todo del puro— y mi padre, en cuanto aficionado, cantaba y tocaba un poco. Había interiorizado un concepto equivocado de “artista”. Me imaginaba que la mayoría gozaba de una vida nocturna ajetreada y que, si no eras un fuera de serie, la música era una carrera sin salidas. Fue desde el instituto que me animaron y mis maestros me decían, a modo de indirecta: “Oye, vienes a la escuela, pero con la guitarra para tocarla durante la media hora del patio”.
Su padre se empeñó en que estudiara bachillerato, dado que creía que la opción alternativa no le abriría tantas puertas. “Sinceramente, no me gustó y ni siquiera terminé el primer año, porque lo estaba cursando obligado”, reconoce ahora Falete. Los profesores se involucraron y le aconsejaron que continuara con la guitarra, puesto que se percataban de lo mucho que disfrutaba tocando. Incluso un maestro de guitarra llamó a su padre para convencerlo de que el oficio sí tenía futuro y que él, a sus treinta y pocos, se podía mantener la mar de bien económicamente, sin angustiarse. Así pues, no tardó en entrar en una academia de música para ponerse al día con la teoría musical y después de dos años, cuando cumplió los 18, decidió abandonarla.
Entonces, ¿a los 18 ya te adentraste en el universo de los tablaos?
De hecho, antes de los 18 —poquito después de salir del instituto— ya comenzaba a tocar y a meter la nariz en los tablaos, pero no a un nivel profesional. Durante mi etapa de aficionado, mi padre me enseñó las cuatro cositas que sabía y en los meses posteriores me puse las pilas y focalicé mis energías en estudiar a fondo la guitarra. Como aprecié que para trabajar no era necesario adquirir un conocimiento de teoría musical, sino más bien del instrumento y del flamenco en sí, me enfoqué en dar con buenos profesores, y de renombre, de guitarra flamenca. Lo que buscaba era combinar una instrucción autodidacta con que me proporcionaran una considerable cantidad de información. Me mostraban piezas de flamenco tradicional y, a su vez, me facilitaban recursos para luego poder aplicarlos en el toque para el cante y el baile.
Pasito a pasito, Falete fue haciendo sus primeros pinitos en los tablaos con una base asentada que le permitió ser independiente con la guitarra. Fue recopilando y digiriendo las nociones que le impactaban desde múltiples frentes porque, a fin de cuentas, le interesaba desenvolverse partiendo de la autonomía e interpretar lo que le apeteciera sin la necesidad de recurrir constantemente a un profesor o apoyarse en un manual.
A medida que le iban saliendo bolos, llegó un momento en el que estaba metido en el mundillo sin prácticamente darse cuenta. Y es curioso porque, dos o tres años atrás, no pensaba que se dedicaría a la música y, de modo gradual y orgánico, acabó sucediendo.
Aunque no descarta retomar los estudios de teoría musical algún día —es algo que se dejó en el tintero— para obtener el título de Profesor Superior y enfocar el arte desde la docencia, Falete no ha vuelto a usar el lenguaje musical. “Yo, hoy por hoy, por mí mismo, soy capaz de defender casi cualquier palo flamenco, además de crear una falseta para acompañar al baile”, algo que obedece, desde su punto de vista, al objetivo de todo guitarrista.
Sus inicios trazan un hilo conductor con la escena del camerino. El Tablao de Carmen, en homenaje a la mítica bailaora Carmen Amaya, celebrado en el Pueblo Espanyol de Barcelona —con espectáculo y cena incluida— fue donde conocí a Falete. El gerente francés, Augustin de Beaucé, de piel tostada y cabello grisáceo, dio el visto bueno para que me infiltrase en el rinconcito, desprovisto de parafernalia, en el cual el guitarrista, de uñas largas y cuidadas, ensayaba y se evadía del ruido y los clamores. La mesa en la que nos apoyábamos estaba repleta de objetos, entre los que destacaba un desodorante de pies. En el perchero había una hilera de chaquetas colgadas sin ningún patrón que pudiese adivinar. Al notar que iba equipada, me advirtió: “No estoy acostumbrado a que me hagan entrevistas muy profesionales. Tampoco tengo una trayectoria demasiado larga. Justo ahora me están saliendo cosas”.
En tu perfil de Spotify, dentro de los artistas que escuchas de forma recurrente, hay un popurrí de nombres que van desde Camarón de la Isla, Manolo Caracol o Los Chichos hasta Tomatito, Remedios Amaya o La Tana. ¿Cuáles son tus referentes musicales?
He de decir que la lista es así de diversa como respuesta a mi curiosidad musical, que me conduce a escuchar y a enriquecerme de una variedad de tintes que se mueven alrededor del flamenco. Sin embargo, en cuanto a referentes flamencos serios, el número uno es, lógicamente, Camarón. Lo que significa para mí Camarón de la Isla… En fin, para mí es mi superhéroe. Mi padre era seguidor de Terremoto de Jerez, de Tio ‘El Borrico’, de Perrate (Tomás de Perrate), de Fernanda y Bernarda de Utrera, y te podría seguir citando un sinfín de artistas que son y han sido referentes. Cuando indagaba y curioseaba por mi cuenta me iba solo al Fnac y a lo mejor por siete u ocho euros encontraba discos. Recuerdo comprar y devorar álbumes de Raimundo Amador, de Pata Negra, de El Sordera de Jerez, de Juan Moneo ‘El Torta’, alguno de Paco de Lucía.
La capacidad de transmisión con la que conmociona Camarón está a años luz, comparada con la de cualquier otro artista
A Falete le viene a la cabeza el instante en que se fijó que pusieron en oferta la discografía completa de Camarón. “Pensé ‘¡uy! Son veintitantos discos por 80 euros’”. El precio era buenísimo y no podía desperdiciarlo. Fue corriendo a contárselo a su padre. Rafael, distraído, vaciló durante unos segundos y, de inmediato, le dio dinero para que fuera a comprarla. Falete se acuerda a la perfección de ir todo ilusionado a la tienda y de pararse a escuchar esos discos —insiste en que los ponían en casa, una y otra vez, y en que siempre los tuvo cerca— con los sentidos despiertos. “Me voló la cabeza, me voló la cabeza —reitera—. O sea, la capacidad de transmisión con la que conmociona Camarón está a años luz, comparada con la de cualquier otro artista. Después, el trabajo que realizó junto con Paco por lo que hace a la producción, la innovación, el descubrimiento de nuevas vertientes del flamenco. Es de los pocos cantaores que, al escuchar de nuevo sus canciones, me continúa emocionando”.
La devoción que Falete siente por Camarón es de tal calibre que lo cataloga como uno de los personajes más importantes de su vida sin siquiera haberlo conocido. Parece asombrarle que, a pesar de no ser coetáneo del cantaor, le haya hecho vibrar tanto su personalidad y su legado. Y es que no solo se refiere al impacto que ha causado en él a título individual, sino a lo que representa a nivel colectivo para su cultura y su gente. “Camarón ha adoptado un rango tan elevado en mi vida que no contemplaría mi panorama musical sin su existencia. Incluso te diría que yo no imaginaría mi vida sin Camarón”.
Aparte de Camarón, ¿qué otros cantaores y guitarristas te han influenciado?
Todos los guitarristas morimos por Paco de Lucía, pero me reconozco en mayor medida con el toque gitano de acompañamiento al cante y al baile que con el de la guitarra concertista. A mí me enamoraron Cepero (Paco Cepero) —de los primeros guitarristas que colaboró con Camarón—, Moraíto Chico, la escuela antigua de Los Morao, Diego del Gastor. Diego del Morao, hijo del Moraíto, es uno de mis referentes de la escena actual porque sobresale entre los músicos jóvenes por encarnar a un auténtico revolucionario en la guitarra. Centrándome en el cante, me fascina el de naturaleza gitana. Eso no quita que no me guste investigar a Enrique Morente, por ejemplo, aunque nunca me ha pellizcao, nunca me ha levantao, a diferencia de otros cantaores gitanos que sí me remueven por dentro.
Lo que transforma a Falete es que el flamenco le pegue un navajazo en el cuello. Que cuando lo esté escuchando se le revuelva la barriga y, en el momento en que la emoción llegue a su cumbre, le haga llorar. Persecución, de El Lebrijano, es para él una obra de arte y de los álbumes más sustanciales que se han elaborado nunca por su trascendencia social y por lo que supuso en cuanto a la recuperación de la memoria histórica. Félix Grande (poeta, flamencólogo y crítico), que se involucró en las injusticias cometidas contra el pueblo gitano, y El Lebrijano sacaron a la luz la persecución que los romaníes habían sufrido a lo largo de los siglos. Desgranando las letras de esta creación, a Falete se le eriza la piel y siente una ligereza en el cuerpo que lo eleva hacia el cielo como con Camarón.
Desde niño has tenido la oportunidad de conocer a grandes cantaores, bailaores y guitarristas, gracias al Festival de Cante Flamenco de La Mina. ¿Cómo lo has vivido?
Imagínate… Haberme pegado fiestas con los máximos exponentes del flamenco es un privilegio. Mi familia acostumbraba a planear una cena, ya fuese el día antes de que arrancara el festival o una vez finalizado, y los artistas se emborrachaban con nosotros. Entonces he podido estar de parranda con Diego Carrasco, Tomás de Perrate, Antonio Agujetas, Fernando Mairena, Periquín ‘Niño Jero’. Mi padre festejó con sus superhéroes, ¿sabes lo que te quiero decir? A Agujetas de Jerez lo tenía en un pedestal y pasó un fin de semana cantando y divirtiéndose con su ídolo. A Pansequito —pobrecito mío, nos dejó hace poco— lo conocimos en la Feria de Jerez. Mi padre había coincidido con el cantaor hacía más de treinta años en un festival de Suiza en el cual estaba contratado para cantar, a pesar de no dedicarse al artisteo. Al acercarse de nuevo después de tanto tiempo, mi padre lo saludó y le preguntó, discreto, si se acordaba de él. Pansequito le respondió que sí, que cómo no se iba a acordar.
La charla entre Pansequito y su padre resultó provechosa, y de ahí que lo contratase para la edición de 2017 del Festival de Cante Flamenco de La Mina. “Yo hasta la fecha no he visto a una persona de 70 años con esa calidad vocal y ese metal que eclipsa a cualquiera que esté a su lado. Es un honor haber conversado y comido con un personaje de la época dorada del flamenco en esta misma mesa y saborear una charla distendida”.
Rafael recuerda lo que relataba Paco de Lucía en una entrevista de 1988 en Buenos Aires: “El flamenco está lleno de pequeños matices y símbolos que no se pueden aprender en una escuela, sino en las fiestas y en las juergas donde hay veinte gitanos y uno te canta, otro te baila y te toca la guitarra. Y así te pasas dos noches en vela y de borrachera, y ocurren cosas”. Y él añade su propia experiencia: “Los gitanos tenemos la suerte de que estas veladas van con nosotros, pero si encima le añades el factor de compartirlas con artistas de tal calado, es un sueño. Gracias a estos encuentros permanecen en mí un montón de anécdotas que me guardo como oro en paño”.
El flamenco es una manifestación cultural inherente a muchos gitanos que venimos de Andalucía, a través de la cual canalizamos la celebración. En nuestras bodas, en nuestros cumpleaños y a nuestros niños los animamos cantando y bailando
Por cómo describes a los maestros parece que, aun habiendo triunfado, practicaban la humildad.
El buen artista flamenco tiene que llevar la humildad por bandera. Hoy cada vez se ve menos. Hay determinados intérpretes que, a causa de haber alcanzado la fama, se atreven a mirarte por encima del hombro y se creen superiores. Con los que tuve el placer de intercambiar conversaciones, que han sido los verdaderos emblemas del flamenco, no mostraban ningún reparo a la hora de sentarse contigo para comentar la jugada o comerse un arroz. El flamenco es una manifestación cultural inherente a muchos gitanos que venimos de Andalucía, a través de la cual canalizamos la celebración. En nuestras bodas, en nuestros cumpleaños y a nuestros niños los animamos cantando y bailando. Para un gitano, el cante y el baile tienen igual de mérito que lavarse los dientes. A mi corta edad soy un afortunado por haber actuado con cantaoras de la talla de La Tana, quien estuvo en la compañía de Paco de Lucía y cuyo disco fue producido por él mismo. Acompañé a Duquende en un tema o dos, y conmigo contactó la familia de Parrita para que, en una fiesta, tocara al son de su voz. ¿Te crees que por haber tocado la guitarra junto con monstruos y monstruas puedo adoptar una actitud arrogante? No dejo de ser un gitano más que toca el instrumento como otros tantos. Si es que pegas una patada a una piedra y das con cinco mil gitanos que tocan mejor o igual que yo.
¿Encuentras el éxito en la cotidianidad?
Cada uno mide el éxito según criterios distintos. Hay personas cuyo concepto de éxito se traduce en alcanzar la cima mediática, en manejar vastas cantidades de dinero. Sin embargo, en lo que me focalizo yo ahora mismo —esto también lo sostenía Paco de Lucía— es en estar tocando encima del escenario y que un gitanillo de la primera fila suelte un “ole” espontáneo. Si llega el día en el cual mi música y mi propuesta logran que un teatro esté a rebosar, pues lo celebraré. Mientras el círculo flamenco, con el paso de los años, me aprecie como un buen guitarrista, se me tenga en estima dentro del circuito reducido de Barcelona y pueda ir ganando suficiente dinerito con el que llenar mi nevera yo no necesito nada más.
Los gitanos tendemos a no obsesionarnos con los premios o los éxitos mediáticos. Le otorgamos un valor muy preciado a que nuestra gente nos reconozca el talento y salga con un: “Este niño toca de locos”. Tocamos más para el disfrute de nuestros compañeros que para recibir halagos de la crítica. Cuando coincidimos unos cuantos en una fiesta, si te pegas una letra y los quince o veinte gitanos que están escuchándote se desviven por ti en jaleos y se rompen la camisa contigo, te pones así de gordo y piensas que ya has tocado el techo. No cabes en la silla, al menos es lo que a mí y a varios gitanos nos ocurre.
Al preguntarle si ve posible dedicarse a la música el resto de su vida, los titubeos e incertidumbres se verbalizan de una manera tan transparente como deambulando por sus pensamientos, los cuales se estrechan y vuelven a su cauce. “No sé si cuando ronde la cincuentena habré aborrecido el oficio, no sé si encajaré encima de los escenarios. Siendo honesto, lo veo un poco difícil, pero porque también desconozco qué va a ser de mí y de mi vida en un futuro. No me he trazado ninguna ruta de aquí a sesenta años, ¡si no he averiguado ni lo que quiero hacer dentro de cinco! La vida ya deparará”, concluye con franqueza y desprendiendo una tranquilidad hogareña frente a los vaivenes.