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Feminismos
Algo incapaz de pinchar
Este es un intento de escribir nuestra genealogía, de sacar la foto de familia que la historia nos niega, de no perder de vista nuestro origen.
Tuve la suerte de nacer feminista. Asistí en la barriga de mi madre a las I Jornadas Feministas Estatales celebradas en 1978 en Granada. Grité en las manifestaciones proabortistas mucho antes de saber de todos los cadáveres que el sistema escondía debajo de la alfombra, mucho antes de entender cómo cada grito compartido tiraba de la manta, desenterrando lo que el poder tan cuidadosamente había ocultado.
Soy hija de las primeras feministas de la democracia estatal, las que cargaron con el estigma de marimachos, amargadas, malfolladas. Las que emprendieron la revolución sexual y se reclamaron dueñas de sus cuerpos por encima de la Iglesia y de las leyes. Las que se reivindicaron en público lesbianas, las que dijeron alto y claro que el derecho al voto o al trabajo no nos había convertido en iguales, que aún quedaba por recorrer un camino muy largo. Soy hija de las mujeres que salieron del pozo oscuro del franquismo, de hogares obreros, demasiadas veces pobres, donde desde niñas se precisó de su trabajo reproductivo, donde se las cargó con los cuidados de los demás y se les dijo que ese modo asfixiante de ser para los otros era su único destino.
Soy hija de quienes a su vez fueron hijas y nietas de aquellas pioneras que alzaron su voz juntas, de las que lucharon contra todas las imágenes misóginas que desde los relatos bíblicos y homéricos habían recorrido ubicuas la literatura y el arte occidentales, las que se rebelaron contra los arquetipos enfrentados del monstruo y el ángel, de la puta y la santa con los que el patriarcado nos había construido a lo largo de los siglos. Las nietas de quienes pelearon para que fuésemos consideradas sujetos de derecho, para que pudiésemos votar. Para que, como mujeres obreras, dejásemos de estar doblemente explotadas. Las que entendieron la trampa de una “Ilustración” que las dejaba fuera. Las que comprendieron la conexión entre el capitalismo y el patriarcado, y se supieron doblemente oprimidas: Alejandra Kolontai, Flora Tristán, Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Jane Austen, las hermanas Brontë, Virginia Woolf, Emma Goldman. Soy hija de las hijas de Simone de Beauvoir, de Betty Friedan, de Kate Millet. De quienes muy pocas veces (y reconocerlo es importante) incorporaron como referentes a Sojourner Truth, Assata Shakur, Angela Davis, Leila Khaled.
Y esto no es solo una retahíla de nombres, es un intento de escribir nuestra genealogía, de sacar la foto de familia que la historia nos niega, de no perder de vista nuestro origen. Y, de la misma manera que a nuestras madres les tocó recoger el legado de sus madres y, tomándolo en las manos con cuidado, sin voluntad de romperlo, nombrar todas sus trampas, nosotras hemos de seguir señalando los cepos. Ser críticas con nuestras madres y con nosotras mismas. Ver los peligros del feminismo hegemónico, neoliberal, blanco y clasista. Denunciar que, para derribar este sistema imperialista, racista, patriarcal, capitalista y homofóbico, o acabamos con todos los ejes de explotación/opresión que lo sostienen o nuestra lucha jamás será realmente transformadora. Decir alto y claro que el feminismo no es uno sino muchos, escuchar a las otras invisibles y entender que de su triple opresión nosotras también obtenemos beneficios. Escuchar atentamente, sin condescendencia, al feminismo negro, decolonial, gitano, indígena, islámico, indio, chino. Apostar por los feminismos revolucionarios contra esta posmodernidad chiclosa que va a tratar a toda costa de convertir nuestra lucha en mercancía, de arrancarle los pinchos y volverla una bola de algodón entre sus manos: algo incapaz de dañar, incapaz de socavar sus estructuras.
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