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Política
Grande, extraño, amenazante
Vivo al sur del sur de Europa. La calima del pasado mes de marzo dejó el pueblo donde vivo cubierto de una capa rojiza. Sé que esto es irrelevante, que una gran parte del territorio se ha visto afectado por este fenómeno. Simplemente aquí es especialmente llamativo porque la mayoría de casas son blancas. No todas, también hay ladrillo visto, enfoscados de distintos tipos, algo de piedra, algún azulejo…, pero lo más habitual son las fachadas blancas.
La mañana siguiente a la primera gran descarga de aquella lluvia turbia salí a hacer recados y comprobé cómo en las calles los vecinos y vecinas se afanaban por limpiar sus puertas, paredes, ventanas y vehículos con mangueras y compresores. Con una absoluta precisión trazaban una geografía compuesta por fronteras que a fin de cuentas siempre han estado ahí. Delimitadas con líneas claras y precisas de barro y polvo retirados de las propiedades. Cada cual limpia lo suyo. A nadie se le ocurre avanzar unos centímetros en la propiedad ajena, tampoco en el espacio común. Nadie se ofrece a pegar un manguerazo a la bicicleta o el parabrisas del otro. Sentí desconcierto frente a un quehacer huraño y sordo mientras caminaba por una calzada donde desembocaban pequeños ríos de suciedad. Las aceras solo eran despejadas por el agua y las escobas frente a las puertas y cerramientos; las aceras no son la casa de nadie y aquí la gente acostumbra a desplazarse en coche.
Un orden social que queda tan claramente expuesto cuando cae sobre él una capa de polvo deja poco espacio para entender eso de que los problemas de salud mental no son algo individual (que es la pelea en la que ando metido desde hace media vida). Y otro tanto sucede con la necesidad de redistribuir la riqueza, la existencia de bienes comunes, la sanidad pública y universal o la ecología. Cuestiones todas ellas que han acabado sencillamente por quedar demasiado grandes. Pensar también puede provocar picor en la mirada y la garganta. ¿Qué es necesario para desbordar la acumulación de diminutos marcos de referencia que construyen lo real? ¿Cuántas pequeñas y grandes catástrofes hacen falta? ¿De qué tamaño o de qué naturaleza tiene que ser la amenaza?
La parábola del sembrador
Hace pocos días acabé La parábola del sembrador, una novela de Octavia Butler que me ha provocado indigestiones e insomnios. Allí la esperanza solo emerge una vez que capitalismo y democracia se desmoronan. La idea de tener que llegar a esos pasajes apocalípticos para descubrir la potencia de la cooperación despierta la ansiedad. Sí, es una novela de anticipación, pero quizás sea muchas otras cosas a la vez. Y por eso no te deja dormir.
La economía colapsa, las condiciones climáticas cada vez son más extremas, el agua escasea, el Estado apenas existe, la crisis energética se ha consumado y la violencia es la principal forma de relación humana. Morir es muy sencillo
La protagonista, Lauren Olamina, es una adolescente que observa el mundo que cae a su alrededor y deduce que colaborar es la única estrategia de supervivencia exitosa en el contexto en el que vive y con los recursos de los que dispone. Apuesta por ello, pone la vida en ello, reflexiona sobre ello, escribe y lo predica. La economía colapsa, las condiciones climáticas cada vez son más extremas, el agua escasea, el Estado apenas existe, la crisis energética se ha consumado y la violencia es la principal forma de relación humana. Morir es muy sencillo, y la mejor forma de no hacerlo es buscar a otros como ella y apoyarse mutuamente. La trama es tan simple como cruda. Las páginas te empujan hasta un lugar donde solo puedes preguntar qué podemos hacer (hoy) para no tener que volver a descubrir (mañana, cuando todo esté más oscuro) lo que ya sabemos que nos salva. La ciencia ficción puede tener una cualidad radicalmente política.
Tiempos distópicos
Cuando antes de cumplir los veinte años comenzaron a suceder cosas en mi cabeza que me desbordaron por completo (psicosis, fue la palabra que se le puso a aquella inmensidad), no podía dejar de pensar una y otra vez que el mundo me parecía grande, extraño, amenazante. Han pasado dos décadas largas y, desde hace meses, todas las noches vienen a visitarme esas tres mismas palabras: grande, extraño, amenazante. El mundo lo es, el mundo me lo parece.
¿Por qué he vuelto a ese lugar? Hay algunas razones evidentes y compartidas: pandemia, guerra en Ucrania, amenaza climática, desigualdad al alza, precariedad laboral o incremento sostenido del número de suicidios, etc.; la publicidad, siempre con el arma cargada, pone de su parte: cuando entro en mi cuenta de Instagram mientras voy al baño, la editorial Penguin me recomienda Rebelión en la granja y 1984, de Orwell: “Libros para tiempos distópicos”. Pero hay algo más allá, ya que al fin y al cabo el escenario tampoco era excepcionalmente prometedor en los estertores del siglo XX. Aquella experiencia tan abrupta y desmesurada a la que he hecho referencia en el párrafo anterior me causó un enorme sentimiento de soledad, una ruptura de vínculos y un distanciamiento progresivo de la realidad. Salí de allí porque vinieron a buscarme y porque tuve la determinación de dejarme sacar, porque, en definitiva, pude imaginar otros futuros posibles distintos a la ingesta de 20 miligramos de Zyprexa bajo el techo de la casa de mis padres. Y hoy hurgo en ese recuerdo con el objeto de poder pensarme y buscar salidas, para saber si este colapso que nos atraviesa a tantas personas es esencialmente social y material o es ante todo un colapso de la imaginación que inevitablemente nos arrastra a distintas soledades.
“Cuando lo Real irrumpe, todo se siente como si fuera un film: no un film que estás mirando, sino un film en el que estás dentro”, dejó escrito Mark Fisher. Me vale para describir lo que me pasó entonces y me vale para describir lo que sucede ahora. Si no fuera porque invierto considerables dosis de tiempo y esfuerzo en señalar las limitaciones y problemáticas que son inherentes a cualquier clasificación psicopatológica, diría que las palabras de Fisher explican con bastante exactitud eso de la psicosis. Y también creo que dan cuenta de la sensación de hastío, desconfianza y apatía política generalizada que estamos viviendo. Si no he vuelto al mismo lugar, se le parece. Capitalismo, locura y desesperanza: un cerrojo y también, quizás, un mapa.
Buscar al otro
Cuando salí del estupor provocado por los neurolépticos volví a enredarme poco a poco con los libros, y una de las lecturas en las que encontré un profundo consuelo fue Adorno. Le tengo cariño a ese filósofo. La capacidad de resistencia como autoafirmación, su nicht mitmachen: no participar, rehusar la conveniencia para cultivar una reflexión crítica, me atrajo enormemente en su momento. Hoy veo el concepto como un eco remoto, como un fantasma que se desvanece y me dice poco o nada. No me es de utilidad para los días en que vivo, donde he aprendido que ni sé, ni puedo, ni quiero pensar solo. Ya no busco en Adorno, busco en Lauren. Hay que salir adelante en mitad de un tiempo y un lugar donde las problemáticas comunes son remitidas a las esferas individuales de cada cual y se borra constantemente la posibilidad de un futuro significativo para capas cada vez más amplias de la población, donde se impone la sensación de que nada que tenga que ver con las condiciones de existencia va a cambiar. O nos quedamos como estamos, o vamos a peor. Dos opciones ya dadas de antemano, ningún mañana.
Hay que salir adelante en mitad de un tiempo y un lugar donde las problemáticas comunes son remitidas a las esferas individuales de cada cual y se borra constantemente la posibilidad de un futuro significativo para capas cada vez más amplias de la población
¿Cómo superar tanto extrañamiento y enormidad? Parafraseando a Castoriadis, uno no puede querer otra cosa si no puede imaginar otra cosa que lo que es. Si los ojos se han llenado de arena y el paso de los meses no es suficiente para llevarse la que cubre los dedos de las manos, creo que ha llegado el momento de buscar al otro más que nunca. Al menos más de lo que hasta el momento yo lo he buscado (lo que equivale a decir: desde y en los espacios políticos que he habitado y promovido). Cuando las fuerzas escasean es más necesario que nunca compartir proyectos, recursos y potencias para desplegar estrategias compartidas con las que dar respuesta a preguntas que van desde la supervivencia material a qué hacemos con la pena que no deja de abrirse paso en nuestros pechos. Aprender a estar juntos al borde del abismo es, en última instancia, de lo que habla Octavia Butler. Y también, quizá, la cuestión más urgente a la que nos enfrentamos.