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Editorial
Jornada laboral: mejor partida
La jornada continua castiga a las familias con rentas bajas —ese 60% de trabajadoras y trabajadores que cobra menos de 1.000 euros mensuales— y a las mujeres en particular
La jornada continua en educación es preferible cuando se cumplen los requisitos de algunos países europeos: reconocimiento social de la docencia (por encima de las profesiones liberales), recursos económicos inmensos (gracias a las políticas fiscales), modelos pedagógicos avanzados (cada vez menos autoritarios, más intergeneracionales y con un aprendizaje más basado en la autonomía del individuo) y unos equipos pedagógicos estables e integrados en la comunidad del barrio o pueblo al que pertenece el centro escolar. Así sí.
Aquí no existe eso y sí el agravante de que se detraen recursos ingentes para la educación privada-concertada. En consecuencia, la jornada continua castiga a las familias con rentas bajas —ese 60% de trabajadoras y trabajadores que cobra menos de 1.000 euros mensuales— y a las mujeres en particular. Las familias precarias son segregadas en las actividades extraescolares necesarias para completar el horario —para quien no tiene más remedio que dejar a su hijo o hija en el centro—. Mientras las de clase media se apuntan a las ofertas de pago, las de clase popular van a las gratuitas o, directamente, al patio controlado por cuidadoras. En parejas en las que los dos progenitores trabajan, las mujeres se empobrecen, porque son ellas las que mayoritariamente reducen su jornada laboral o las que abandonan el trabajo para el cuidado del niño o de la niña que sale de clase a las dos de la tarde. Acaban cotizando menos que los hombres a lo largo de la vida laboral, lo cual supone menos derechos contributivos, peores bajas y peor jubilación.
Sin embargo, la jornada continua es defendida, también, por sectores progresistas de clase media. Se reivindican las bondades de compartir más tiempo con la familia y se denuncian los horarios desmesurados de una institución disciplinaria. El problema es que ambos son argumentos ideológicos que no abordan los problemas centrales que atraviesan la educación actual. Y, no pocas veces, hay mucho de proyección sobre la descendencia biológica. Se trata de una mirada individualista que no considera que sea el hijo o la hija propia quien necesita una escolarización más intensa, y que no pone en el centro el apoyo mutuo en la comunidad (carece de propuestas para las familias de la escuela/ikastola amenazadas por un desahucio, o cuyos niños y niñas van a clase en ayunas).
Porque la jornada continua, además, se inserta en las lógicas reaccionarias de sobreprotección y control de la infancia. En la escuela pública actual hay problemas graves, pero también, en un sentido profundo y bien entendido, procesos de crecimiento compartidos con semejantes. En la escuela la diferencia se anuda a principios igualitarios como en pocos ámbitos de la vida. Por eso, la infancia, la niñez y la adolescencia, mejor cuanto menos atadas a la familia nuclear. Cuanta más compañía de otros niños y niñas —lo más diversos posible—, más libertad, y más posibilidad de desarrollarse plenamente.