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Es evidente, con el lenguaje se cuelan, muchas veces de manera sutil, diagnósticos. Siempre es así, y la economía no es una excepción. Todo lo contrario, los términos —en apariencia técnicos, neutrales y asépticos— del discurso económico convencional contienen un relato de la crisis, de su origen y de la hoja de ruta a seguir para su superación.
Un ejemplo: el informe publicado por el Banco Central Europeo dedicado a analizar los procesos de convergencia en la zona euro. Entre un buen número de asuntos, de indudable interés, que se desgranan a lo largo del texto, selecciono el último párrafo de la página 83 y el primero de la 84.
En él se dice “en el mercado de trabajo, las rigideces incluyen un alto grado de protección al empleo y sistemas de negociación salarial que no estimulan el ajuste de los salarios”. Algo mas adelante se puede leer “...(estas rigideces) aumentaron el coste del ajuste en términos de desempleo y pérdida de renta”.
En esa frase hay toda una declaración de principios e intenciones que parecerían formar parte del sentido común, que, por supuesto, ningún economista que se precie debería cuestionar, pues haciéndolo se situaría directamente fuera de la economía.
Se habla, en primer término, de “mercado de trabajo”. Es moneda común en el debate económico utilizarlo; tan aceptado se encuentra que figura en el plan de estudios en infinidad de universidades. Pero ¿tenemos que aceptar que la esfera laboral se organiza o se debe organizar con criterios mercantiles? ¿Su funcionamiento es asimilable al de cualquier otro mercado? ¿El trabajo necesario para que funcione el metabolismo económico se sitúa en el perímetro del mercado?
Estas preguntas, y otras de índole similar, abren un debate imprescindible, que la economía convencional omite por completo. Entrar en él obliga a situar los procesos económicos en el espacio más amplio del mantenimiento y la reproducción de los ecosistemas y de los cuidados; y también obliga a hablar de derechos y de instituciones como piezas básicas del engranaje socioeconómico.
En la frase encontramos asimismo la expresión “rigideces”. Su utilización también apela al sentido común, pues el opuesto sería la “flexibilidad”. Enfrentados al dilema de instalarse en la rigidez o avanzar hacia la flexibilidad, creo que la mayoría de nosotros se inclinaría por la segunda alternativa. Pero ¡ojo! cuando se menciona la rigidez referida a las relaciones laborales, en realidad se está diciendo que es necesaria su desregulación. Formarían parte del paquete “rigidez laboral” una negociación colectiva fuerte y centralizada, una prestación por desempleo “desincentivadora” de la búsqueda de empleo, un salario mínimo “demasiado elevado”, unas retribuciones de los trabajadores que erosionen la competitividad de la empresa, una regulación protectora de los trabajadores en materia de contratación y despido... Hablamos, pues, de derechos y de trabajo decente, y se está suponiendo, sin mayor problema, que su preservación empeora el funcionamiento de la actividad económica.
Avanzando todavía más en el párrafo, se desliza otro de los argumentos estrella del neoliberalismo, abrumadoramente dominante en las instituciones comunitarias: la existencia de una relación de causalidad entre las (supuestas) rigideces laborales y el aumento del desempleo o su permanencia en niveles elevados.
Nadie puede negar a estas alturas que el desempleo (y el empleo de pésima calidad) es un problema crucial, pero establecer ese nexo e intentar colarlo como evidente es simplemente inaceptable. Existe una abundante evidencia empírica que rechaza ese planteamiento y que, sobre todo, invita a introducir complejidad en la reflexión.
Pero, claro, poner las instituciones laborales en el centro del diagnóstico es muy útil para consolidar un proceso de acumulación basado en la sobreexplotación de la fuerza de trabajo; en una perspectiva más amplia, la estigmatización de lo público como ineficiente, abre al camino al “todo privado, todo mercado”.
Con el lenguaje tramposo e interesado que impregna los textos de economía convencional nos quieren dar gato por liebre. Si lo damos por bueno, si no lo cuestionamos, si pretendemos construir un relato alternativo a partir de esa matriz, nos estaremos equivocando.
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Muy buena reflexión, ojalá se difundiera más el pensamiento crítico, más necesario que nunca. El capitalismo es incompatible con la democracia, por más que intenten convencernos de lo contrario. Todavía a estas alturas en las aulas universitarias es impensable hablar de economía crítica sin que haya alguien que lo interprete como un ataque personal.
En la misma línea, pero desde la perspectiva feminista, lo explicaba bien la filósofa Amelia Valcárcel cuando decía que hay cosas que ya deberían ser de dominio público y no estar continuamente recomenzando los debates.
Neolengua tecnocrática: “en el mercado de trabajo, las rigideces incluyen un alto grado de protección al empleo y sistemas de negociación salarial que no estimulan el ajuste de los salarios”. Algo mas adelante se puede leer “...(estas rigideces) aumentaron el coste del ajuste en términos de desempleo y pérdida de renta”.
Hablando claro: "en las relaciones entre empleadorxs y asalariadxs, las normas y convenios que defienden a estos últimos dificultan el abaratamiento de los salarios" (....) "Estas normas en favor de lxs trabajadorxs nos obligan a desarrollar políticas que nos favorezcan (a ricos y empleadorxs) a costa de despedir gente y bajar los salarios reales".
¿A que de esta última manera lo entendemos cla-ri-ne-te y casi no nos hacen falta economistas (incluidos los "críticos")?