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Culturas
La quema de librerías en España o cómo las ideas superan el fuego
Hubo un tiempo en la historia de España en que ver una librería ardiendo no se salía fuera de lo común. Primero, por aquellos neofascistas testigos de cómo el franquismo terminaba y una nueva democracia nacía cuando en los escaparates volvían a exhibirse libros de exiliados o escritores censurados hasta entonces por el régimen. Después, por la banda terrorista ETA, que durante los años de la socialización del sufrimiento intentó amedrentar, también mediante boicots, aquellos establecimientos culturales que se salían de su férrea línea ideológica.
Allí donde se queman los libros. La violencia política contra las librerías (1962-2018) (Tecnos, 2023) es el título de una nueva investigación llevada a cabo por Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez que saca a la luz los 225 ataques con rastro documental en prensa, policial o judicialmente que se dieron en aquellos años. Décadas después, el mundo del libro puede mirar de frente al odio. Las tres librerías que más acoso recibieron siguen abiertas con un orgullo a prueba de bombas. Es el caso de Lagun en San Sebastián, Tres i Cuatre en Valencia y Antonio Machado, en Madrid.
La bibliofobia violenta estuvo presente en la sociedad europea desde la quema de libros que el Tercer Reich nazi empezó a utilizar en mayo de 1933
La bibliofobia violenta estuvo presente en la sociedad europea desde la quema de libros que el Tercer Reich nazi empezó a utilizar en mayo de 1933, hace ahora 90 años. Poco después, aquello tendría un nuevo capítulo en España debido al franquismo incipiente que, desde agosto de 1936, también decidió quemar bibliotecas enteras. “Una vez que termina la guerra civil y se solidifica el régimen sin enemigos internos en los años 50, la bibliofobia espontánea anterior, sobre todo perpetrada por falangistas, llega por vías institucionales”, relata el génesis de la historia el propio Gaizka Fernández. Se refiere a la censura previa o la prohibición de vender ciertos libros como aquellos de literatos exiliados denominados como “rojos”.
La entrada de la década de 1970 supuso una etapa de decadencia para la dictadura, tanto del sistema político como para el propio Francisco Franco. “Él, que siempre había sido el equilibrista entre las diferentes familias e intereses que había en el régimen, finalmente optó por formas más liberales, todo esto siempre entre comillas, pero ya no imitaban al nazifascismo como en los años 40”, añade el investigador. Tan solo cuatro años antes había llegado la Ley de Imprenta defendida por Manuel Fraga, ministro franquista por aquel entonces que llegó a firmar sentencias de muerte y, años después, fundador de lo que hoy es el Partido Popular.
Aquello supuso cierta libertad en un ámbito cultural compuesto mayormente por personas ligadas a la izquierda socialista y comunista así como a organizaciones revolucionarias o vinculadas con el nacionalismo. “Surgieron revistas, editoriales, periódicos y librerías. Se pasó de la censura previa a otros métodos que, sin ser democráticos, permitían ciertos resquicios para la oposición”, dice Fernández.
Las librerías como focos de subversión
Este pequeño espacio que se abrió mediante el que los hasta entonces perseguidos podían difundir mínimamente ideas renovadoras no fue bien visto por todo el aparato del régimen. Aquellos que estaban más a la derecha de la extrema derecha no dudaron en hacer valer sus piedras y cócteles molotov para llamar la atención de la prensa. Según el historiador, “grupos como Fuerza Nueva, de Blas Piñar, el Partido Español Nacional-Socialista y otros tantos grupos neofascistas ven cómo legalmente se venden en España lo que ellos llamaban libros de rojos o con contenido sexual”.
“Para la extrema derecha, las librerías fueron un objetivo prioritario durante unos años. En cambio, ETA empieza a atacarlas en contadas ocasiones durante la Transición, pero hasta 1995 no se obsesiona con ellas”, recuerda Gaizka Fernández Soldevilla
Extrapolando los términos a la actualidad, dieron la batalla cultural. Alejados del poder gubernamental al haber sido apartados por los tecnócratas afines al Opus Dei y la Asociación de Propagandistas Católicos, una caterva de neofascistas se dedicó durante años a atacar salas de cine, teatros, galerías de arte y, sobre todo, librerías. “Para la extrema derecha, las librerías fueron un objetivo prioritario durante unos años. En cambio, ETA empieza a atacarlas en contadas ocasiones durante la Transición, pero hasta 1995 no se obsesiona con ellas, sobre todo la librería Lagun, en San Sebastián”, remarca el experto.
El trienio 1975-1977 fue el cénit de una extrema derecha desatada contra la cultura. En aquellos años se dieron 101 atentados, lo que supone el 52,3% de la serie histórica que comprende desde 1962 hasta 2018, el periodo de tiempo estudiado en la publicación. El año en que falleció Franco, 1975, se perpetraron 42 ataques ultras contra librerías. Al año siguiente, 34; y en 1977, año de las primeras elecciones democráticas y de la Ley de Amnistía, 26. “No atentaban tanto contra librerías por tener en el escaparate a tal o cual escritor comunista o exiliado sino porque las veían un foco de subversión en las que se vendían libros prohibidos y se hacían reuniones”, reflexiona Fernández.
Pero España convulsionaba y esta violencia de baja intensidad no surtía efecto a unos fascistas ansiosos de poder. La prensa estaba copada por los cientos de asesinatos de ETA, por lo que sus acciones apenas tenían recorrido. Por eso, “los ultras, en muchos casos jóvenes que se habían radicalizado en las filas de Fuerza Nueva y sus escisiones, sustituyeron los atentados incruentos por otros que buscaban causar víctimas mortales”, recoge la monografía. Y de ahí la correlación que se establece en aquel tiempo: el descenso en el número de acciones contra librerías coincide con el ascenso en el número de asesinatos y heridos provocados por la extrema derecha.
Defender su “zona nacional”
Aunque los constantes ataques a librerías por parte del neofascismo no consiguieron cerrar ningún establecimiento de este tipo, sí lo consiguieron ETA y la izquierda abertzale, quienes también utilizaron la bibliofobia violenta contra aquellos comercios culturales que, consideraban, se salían de su base ideológica. La única librería que tuvo que echar el cierre fue Minicost tras una campaña de boicot. Otra de las similitudes entre las acciones de la extrema derecha y ETA fue atacar los comercios por estar en “su zona”.
Según recalca Fernández, “lo llamaban zona nacional, es decir, aquellas partes de la ciudad que decían ser suyas y en las que nadie podía entrar sin su permiso”. De hecho, la librería Lagun, que sufrió ataques por las dos partes de forma reiterada, se encontraba en la considerada zona nacional por ETA, en el casco viejo de San Sebastián. Tal fue el acoso recibido que, finalmente, consiguieron que la librería dejara su local para marcharse fuera del centro de la ciudad.
“Durante el periodo de socialización del sufrimiento, ETA está muy debilitada al ser incapaz de cometer tantos atentados y matar tantas personas como en los años anteriores. Para ello, utilizan a los jóvenes abertzales para esa violencia terrorista de baja intensidad denominada kale borroka, y ahí es donde las librerías vuelven a estar mayormente en entredicho”, se explaya el responsable de investigación. Si ETA incendió su primera librería en 1973, hasta los años 90 tan solo se pueden afirmar diversos casos aislados.
Dentro de la lista negra de librerías
Tal y como recuerda la publicación, “al igual que había hecho el neofascismo al señalar libreros vinculados a los partidos de izquierdas, en el caso del País Vasco los establecimientos fueron incluidos en una lista negra por la militancia de sus propietarios en el nacionalismo moderado, en formaciones no nacionalistas y/o en el movimiento pacífico y cívico”. El propio Fernández remacha: “Además de los ataques, ETA extorsionaba al librero, quien recibía cartas sobre el impuesto revolucionario o llamadas al boicot, una violencia más sutil y menos medible, pero también real”. Es el caso de un librero que dejó Irún para marchar a Valencia tras recibir la petición de un impuesto revolucionario al que no podía hacer frente.
ETA y la izquierda abertzale dejaron de atacar este tipo de comercios cuando también cesó su actividad armada, en el año 2011. De todas formas, en 2018 las librerías seguían sufriendo el asedio de la extrema derecha, como lo prueba la pintada neonazi que recibió uno de estos comercios en 2018.
Este tipo de ataques contra las librerías, asimismo, comparten que son una suerte de rito de iniciación en las organizaciones, además de la misma forma de actuar: romper el cristal, tirar pintura o cócteles molotov, o disparar dentro del establecimiento. “Los que rompen cristales e incendian librerías luego ponen bombas y matan personas. Eso sí, hay un delito que nunca cometen, y es el de robar libros”, enfatiza el investigador.
Desde el punto de vista de Fernández, los dos grandes grupos que perpetraron este tipo de violencia contra la cultura tendrían que tratarse de la misma manera: “Desde un plano ético, es tan grave quemar libros en nombre de la patria española que de la patria vasca”, aduce. A día de hoy se puede afirmar que el mundo del libro resistió los embates de la intransigencia. Las librerías, un día tras otro, levantaron sus persianas como otra forma de superar el miedo. Tanto es así que la historia continúa viva, pues las tres librerías más golpeadas por esta bibliofobia extrema siguen abiertas: Lagun en San Sebastián, Tres i Quatre en Valencia y Antonio Machado en Madrid.