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Contigo empezó todo
El incendio de mujeres obreras de Nueva York
Kate Leone miró de reojo el reloj de la pared. Las 16.30 todavía. Llevaba solo tres semanas y aún no se había acostumbrado a las largas jornadas, que dependían de las necesidades de la empresa. Este día, 25 de marzo de 1911, llevaba casi diez horas trabajando y calculaba que, con suerte, aún tenía dos o tres horas por delante. Cuando el encargado pasó a su lado con su típica mirada de malas pulgas, redirigió la vista hacia la máquina de coser y siguió trabajando. Llevaba solo tres semanas en la fábrica y ya estaba harta. Odiaba coser y odiaba la fábrica.
Lo que de verdad le gustaba a Kate, de 14 años de edad, era dibujar. Sus padres decían que lo hacía muy bien. Los domingos, o incluso el resto de días tras la jornada laboral, si no estaba demasiado cansada, dedicaba largos ratos a practicar. Retrataba a miembros de su familia, a quienes luego regalaba sus dibujos, o a gente de la calle que llamaba su atención. Nueva York estaba repleta de gente de rostros interesantes y variados, resultado de las sucesivas oleadas de inmigración.
Ella era una de esas personas. Kate había nacido en Estados Unidos, pero su padre, Vito, era italiano. Los padres de su madre, Louise, habían venido desde Alemania. En Nueva York había trabajo. “Ojalá no lo hubiera”, pensaba a veces Kate, quien sin embargo era consciente de que, para poder tener un futuro mejor, tenía que aportar dinero al ser la mayor de ocho hermanos. Ella ganaba tres dólares a la semana desde que había empezado a trabajar en la fábrica de ropa de la empresa Triangle Waist Company, en el barrio de Greenwich Village. La rodeaban otras 500 personas, en su gran mayoría mujeres jóvenes, pobres e inmigrantes judías e italianas. Dos de ellas eran sus primas Annie y Michelina.
A Kate le llegó olor a humo. Era un olor habitual en la fábrica. Se supone que estaba prohibido fumar allí, pero algunos hombres lo hacían igualmente. La fábrica no destacaba precisamente por su respeto a las normas. El año anterior, una huelga textil en Nueva York había conseguido mejoras de las condiciones laborales, pero Max Blanck e Isaac Harris, los dueños, no se habían dado por aludidos. Ni siquiera tenían un período de descanso para poder comer algo.
La joven notó que el olor era más fuerte de lo normal. Era raro, porque a su alrededor, en la novena planta donde trabajaba, no veía a nadie que estuviera fumando. Yetta, una trabajadora judía muy simpática que había bajado al piso inferior para hacer un recado, confirmó sus malas vibraciones cuando regresó corriendo por las escaleras gritando: “¡Fuego!”. Muchas de sus compañeras entraron en pánico y salieron disparadas en todas las direcciones.
Ella trató de mantener la compostura, en algún sitio había leído que en este tipo de situaciones lo mejor era no perder los nervios. Rápidamente se reunió con sus primas, quienes también trabajaban en la planta novena. “Vamos a Greene Street”, les dijo. Era una de las dos escaleras interiores del edificio. Había otra que desembocaba en Washington Place, pero normalmente la puerta que llevaba a ella estaba cerrada, como medida de seguridad que tomaba la empresa para evitar robos de las trabajadoras. Cogidas de la mano para no perderse entre la multitud, comenzaron el descenso. No pudieron siquiera llegar al piso octavo porque la gente que iba por delante empezó a retroceder aterrada. Las llamas bloqueaban el camino. El incendio ya había llegado hasta allí, si es que no había comenzado en esa planta.
Ahora la gente se agolpaba en el acceso a la escalera de incendios. Kate aseguró a sus nerviosas primas que saldrían, pero no hubiera apostado su magro sueldo semanal por la resistencia de esa vía de escape. Siempre le había parecido una estructura bastante vieja que hubiera preferido no tener que utilizar. Impedidas temporalmente para bajar por la escalera por la cantidad de muchachas que se apelotonaban delante, ella y sus primas vieron espantadas cómo el hierro cedía y varias personas se precipitaban hacia las aceras.
Annie, que le doblaba la edad, empezó a gritar y llorar. Kate quería tener la oportunidad de volver a dibujar y no tenía tiempo para eso, así que arrastró al grupito hacia los ascensores. También sabía que utilizarlos en un incendio no era buena idea, pero era la última opción de escapatoria.
Los operadores de los dos ascensores eran Joseph y Gaspar, dos chicos italianos dicharacheros y sonrientes. Kate esperaba que no les fallaran. Al llegar, vieron que la gente se apiñaba en el ascensor de Joseph, mientras este informaba a voces de que el otro ascensor se había averiado y aseguraba que él volvería en cuanto se vaciara en la planta baja. El elevador descendió. En ese momento las presentes observaron cómo el fuego ya había alcanzado su planta. El humo lo inundaba todo. Una joven perdió la paciencia y, en vez de esperar el regreso de Joseph, se agarró a los cables para descolgarse a pulso. Otras personas siguieron su ejemplo, pese a que Kate y alguna más intentaron disuadirles. Era imposible que todas ellas aguantaran nueve pisos sin caerse. Los fatídicos golpes no tardaron en escucharse. En los segundos siguientes, el ascensor no se movió. Los cuerpos lo habían bloqueado.
Las tres chicas corrieron a las ventanas, huyendo de las lenguas de fuego que se encontraban a pocos metros. Kate se subió al alféizar. Las vistas de Nueva York eran lo único bueno de trabajar en la fábrica. “Os haré un retrato en cuanto llegue a casa”, les dijo a sus primas. Se rodeó la cabeza con los brazos, cerró los ojos y se dejó caer.
Kate Leone se convertiría en la víctima más joven de las 146 —123 mujeres y 23 hombres— del incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York.