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Crisis climática
Senegal y la tierra que desaparece
“Papá, llévame a la playa”. Hace apenas unas horas que Ousmane acaba de aterrizar en su lugar de origen. Es 2019 y vuelve a su tierra con su hijo y con su pareja. Salió de Saint Louis (Senegal) en 2008 y entremedias apenas volvió una vez, en 2011. Con las maletas aún sin deshacer, salen a la calle a buscar un taxi que, tras recorrer el famoso puente Faidherbe, les adentrará en la isla y luego les depositará a orillas del Atlántico.
Conocida como la Venecia africana, Saint Louis se extiende como un conjunto de tierras inconexas divididas por el gran río Senegal. A un lado del río, el continente; en medio un arañazo de tierra conocido como la Isla que se considera el núcleo histórico, vestido de casas coloniales y abrazada por el cauce fluvial. En la otra margen del río se extiende la Langue de Barbarie, una estrecha línea de tierra que separa el continente del mar Atlántico, del que cada mañana parten los cayucos para faenar en sus aguas.
Cuando el taxi finaliza su recorrido, Ousmane camina de la mano con su hijo en dirección a la playa, antaño lugar de encuentro con sus amigos, plaza fundamental durante su niñez y su adolescencia. Mientras se aproximan, las manos de Ousmane van subiendo hasta depositarse encima de su cabeza. “¿Dónde está la playa?”, exclama en alto, mientras observa cómo las olas del Atlántico han invadido el lugar y azotan fuerte contra el malecón. Ni pizca de arena hay ya bajo sus pies. La crisis climática ha borrado de un plumazo los restos de sus tardes de partidos de fútbol, de música y ataya, como se conoce al té senegalés. A su lado, algunos cayucos desafían el paso del tiempo atados a una farola.
“Papá, mira esos niños, ¡hay que salvarles!”. El hijo de Ousmane no se hace las mismas preguntas que su padre, está preocupado por otras cosas. Nervioso, señala a la juventud, que hoy disfruta tirándose al agua desde las paredes del malecón, desafiando a unas olas que les empujan contra los edificios. El “hay que salvarles” del pequeño lanzado al aire es un bumerán que, esparcido en el lugar, cobra otras dimensiones mientras las olas del cambio climático chocan contra la realidad de la tierra.
De vuelta al barrio de Corniche, donde vive la familia de Ousmane, los recién llegados se enfrentan a otra sorpresa: las calles se han cubierto de enormes charcos con agua estancada. Es época de lluvias y este año un fenómeno torrencial ha hecho que el río Senegal, que baña esta zona de la ciudad por uno de sus márgenes, se desborde. Hace ya semanas que el vecindario rumorea que unas máquinas vendrán a esparcir tierra. Pero las máquinas no llegan mientras en el agua proliferan amenazas. La malaria o el dengue son como un ruido de fondo al que no hay que hacer mucho caso, el presente se centra en convivir con los charcos, creando puentes con ladrillos para poder acceder a algunos establecimientos. Tras hacer equilibrios para comprar el pan, Ousmane vuelve a tierra firme. Tampoco recuerda haber visto así su barrio, cosas de los cambios que precipitan el consumo energético de Occidente y que en los países del sur ya moldean desastrosas realidades. “Hijo, tenemos que salvarnos”, le dice al pequeño, mientras la humanidad sigue fabricando grandes charcos.