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Violencia machista
Herencia de la herida
Pocas cosas más crueles que cuando se cumple la amenaza del determinismo social. Tú estás ahí, en el centro para víctimas, como el oráculo de Delfos, diciendo cosas inconexas para no ofender, para no dañar, para cuidar un poco… Pasan mujeres, todas con una tragedia, muchas con varias, cuidadosamente seleccionadas solo por una de ellas, una que a veces es causa, pero en la mayoría de las veces, consecuencia. ¿Quién viene que tenga una buena familia, un trabajo estable, una casa propia? El amor querida, el piso a su nombre, el coche a su nombre, porque él lo usaba más, nos queríamos, dejé Galicia para estar con él, dejé el trabajo para cuidar al niño…
Hasta que ella aparece, cruza el umbral con su notita en la mano, ya no tan niña, ya no tan guapa, ya no tan divertida. Ya no viene como aquel complemento alucinado, que no entendía porqué ha cambiado de casa, que se reía por cualquier cosa y aún echaba de menos al monstruo al que llamaba papá, porque no sabía todo, porque solo conocía eso, y su madre que aseguraba que ella había puesto el cuerpo y estaba segura, (o no tan segura, pero se sentiría tan culpable de no estarlo) de que aquella violencia atroz la sobrevuela pero no la toca.
Ella aparece, cruza el umbral con su notita en la mano, ya no tan niña, ya no tan divertida. Ya no viene como aquel complemento alucinado que aún echaba de menos al monstruo al que llamaba papá, porque no sabía todo
Y tú que la tenías que decir: “Sí la toca, siempre la toca, hay que trabajarlo, nadie sale indemne de esta guerra. No es tu culpa, tú no podías evitarlo, pero siempre marca”. Y la madre, “que no, que yo lo he hecho todo, que no se ha enterado de nada, que la distraía cuando él se ponía… Ya sabes…” No verbaliza, porque si no lo nombras no existe, porque no se atreve a reconocer de dónde viene. Y tú: “Pero aunque sean casi bebés, lo sienten, sienten que su madre tiene miedo, notan que su padre da miedo…No eres tú, no es tu culpa, tu lo hiciste lo mejor que pudiste, pero nadie sale indemne de un infierno”. Ella continúa: “Te aseguro que no, que es una niña alegre ¿no la ves? Ella está perfectamente”.
Y sin embargo, le había entrado dentro, hasta la boca del estómago, y ahora cruza la puerta, con sus ojos tristes, con su embarazo prematuro, y se sienta en la sillita a rellenar documentos, al principio bien, lo fácil, “nombre, apellidos, alergias, estado civil…” Y tú empiezas a contarle la dinámica del centro y entonces te interrumpe y te dice: “No, si ya la conozco” y traga saliva y se le cae una lágrima que dará paso a un torrente y te cuenta que estuvo aquí, aquí mismo, 8 años antes, que no la reconoceríais, claro porque la vida la ha cambiado mucho, y los pendientes, y un tatuaje de un infinito, y el pelo rubio sólido que no encaja con su carita morena...
Le había entrado dentro y pensaba que la única forma de escapar de un hombre violento era ser protegida por otro más violento aún, uno que la quisiera a ella, y que fuera capaz de defenderla, que empezase a demostrárselo, aunque fuera, en la puerta de los bares, porque si la quiere, claro, si la desea, si la cela, si la busca, si está obsesionado con ella y le escribe todo el rato y controla con quién va, donde está, es obviamente porque se preocupa, eso es que la quiere, le han dicho que eso es que la quiere y que los hombres de verdad son así, quieren así, como papá quería a mamá, como se ve en las películas, y que el amor es una debilidad para un hombre, y eso la hace responsable así que accede a decirle los cuándos, los cómos, los quiénes, los dóndes, los números, las claves… Porque tiene que cuidarlo, que protegerlo, para que él la proteja a ella Pero no funciona. No basta. Quiere más, quiere que se quede en casa, que se esté quieta, que no moleste, que no sonría, golfa, que no llore, que no esté loca, que se puto calle, que no la aguanta… Esto no te lo va a contar ahora, no así.
Te dice que no tiene ropa, que vino con lo puesto, que no sabía qué hacer, a quién buscar, que él la iba a matar, que no tiene a dónde volver.
Y te dice que no tiene ropa, que vino con lo puesto, que no sabía qué hacer, a quién buscar, que él la iba a matar, que no tiene a dónde volver. Que se escapó de casa de sus padres para vivir con él, que su madre volvió con su padre, que no están bien, que si regresa, su padre la mata. Que qué iba a hacer, que porqué no se sacaría el instituto, y te cuenta que no se droga, que solo alcohol, que solo hachís, le pregunto que cuánto y le tengo que decir, qué difícil, que eso no es consumo ocasional, que está todo el día intoxicada, que qué hacemos…
Y en esta circunstancia ridícula lo único que podemos hacer es coger la bata, la mascarilla, la pantalla, los guantes, para así, manteniendo todas las barreras físicas que la higiene obliga, poder abrazarla, dejándola llorar un rato eterno, a deshora, en una habitación que ya conoce. Y escuchar, con horror, fingiendo que no lo percibes, la afirmación aberrante de que alguien te diga que este agujero triste donde profesionales aleatorias tratan de paliar el desastre manteniendo una distancia prudencial, es lo único que ha sentido como su casa.
A veces es muy difícil no llorar en el trabajo.