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La vida y ya
Enciende la luz
Los pasteles saben a una ciudad con laberintos. Todos son perfectos y tan iguales que las niñas y niños que están jugando por allí no pierden el tiempo tratando de buscar el más grande. Nos dijeron que habían tardado más en hacerlos porque solo tienen luz algunos días. Comenzaron con cortes puntuales y luego ya se convirtieron en permanentes. Las mujeres que los han hecho viven en la Cañada Real, en Madrid.
La historia de este barrio, en realidad de cualquier barrio, se puede contar a partir de lo que narran sus vecinas y de lo que cuentan las paredes. Sentadas en el centro sociocomunitario donde se junta la gente del barrio, con un sol de invierno demasiado cálido para ser marzo, varias mujeres hablan de que ya han colocado sus raíces en este lugar y que por eso no se marchan. Es su tercer invierno sin luz.
Cuentan una historia que ya conoce mucha gente. Que les cortan la luz para que se vayan porque este terreno ahora tiene mucho valor económico, que quieren empujarlas apagándoles la luz a un desalojo forzoso
Cuentan una historia que ya conoce mucha gente. Que les cortan la luz para que se vayan porque este terreno ahora tiene mucho valor económico, que quieren empujarlas apagándoles la luz a un desalojo forzoso para que la especulación inmobiliaria pueda colocarse en ese lugar. Las vecinas y vecinos afectados son 4.000. Casi la mitad son niñas y niños.
Tres años sin luz es mucho tiempo. Mucho. Dicen que les ha dado tiempo a plantearte muchas cosas. Que llevan tres años resistiendo. Las mujeres al frente. Cuentan que muchas de las adolescentes que viven en la Cañada quieren estudiar medicina o enfermería. Si no hay luz para cocinar mucho menos la hay para atención sanitaria.
Quizás los que pretenden echarlas no saben lo que significa colocar tus raíces en un lugar. Quizás no conocen el tesón de estas mujeres.
Quizás los que pretenden echarlas no saben lo que significa colocar tus raíces en un lugar. Quizás no conocen el tesón de estas mujeres.
Después de caminar por las calles de este barrio y de escuchar lo que cuentan las mujeres que las habitan, pienso que me gustaría que se me pegase la fuerza que se respira en este lugar para construir vidas dignas. Pienso que me gustaría conseguir que mi cuerpo estuviera en otra parte. No me refiero a estar tumbada en la playa o echando un baile de final de noche de fiesta. No me refiero a eso. Me refiero a estar rodeada de gente. Pero no de cualquier gente. No de gente tumbada en la playa o de gente de fiesta. Podría ser esa misma gente a la que le gusta el mar, pero querría que sus cuerpos y el mío estuvieran en otro lugar. Por ejemplo, frente a la casa de uno de los directivos que deciden, desde sus despachos calientes, que haya personas que tienen que pasar frío y vivir sin luz. Ahí es donde me gustaría que estuviera mi cuerpo. Junto con todos los demás cuerpos. Y que de una entráramos. En su casa. Todos los cuerpos a la vez. No para pegar al directivo que estaría sentado en su despacho caliente. No para destrozar su bolígrafo caro con el que firma las resoluciones para que la gente siga pasando frío y tenga difícil poder cocinar o estudiar. Todos esos cuerpos entrarían a su casa solo para quitar, una a una, todas las bombillas de todas las habitaciones y desconectar todos los radiadores y el frigorífico y la lavadora y la cocina y el tostador y el microondas y la máquina de afeitar y la plancha y el agua caliente y…
Y luego, si acaso, después, nos iríamos todos los cuerpos juntos a celebrar la noche bailando.