Transporte público
Película 'El 47': 50 años después y el bus sigue sin llegar

La historia de Manolo Vital nos recuerda que cada viaje esconde historias de esfuerzo, y que a veces un autobús puede ser el único puente hacia la dignidad de un barrio olvidado.
Autobus pasajero
Pasajero en el bus.

Socióloga  y Demógrafa.

13 nov 2024 07:15

“Del dolor que al món no expliquen, I del camí que cada dia es complica”.

Hace dos meses se estrenó la película “El 47”, dirigida por Marcel Barrena, una de las obras más profundamente conmovedoras y humanas que haya llegado a la gran pantalla. La historia de Manolo Vital, un autobusero de corazón y, sobre todo, un vecino alma del barrio de Torre Baró en Barcelona, nos recuerda que las historias del pasado pueden tocarnos el alma y reflejar el pulso de la vida cotidiana. Nos hace sentir que, en cada trayecto y cada esquina, llevamos dentro ecos de quienes han dado forma a nuestra historia compartida.

Memoria histórica
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La historia, basada en hechos reales y encarnada por Eduard Fernández, nos transporta a la Barcelona de los años 60, una ciudad que recibió cantidades ingentes de migrantes, muchos de ellos expulsados de sus tierras en Extremadura y Andalucía. Llegaban con la esperanza de encontrar una vida digna, y en esa búsqueda fueron empujados a la lucha diaria por sobrevivir en Torre Baró, un barrio más allá de la Sierra de Collserola, levantado desde la nada con las manos de sus propias gentes, en el extrarradio de la ciudad. 


Torre Baró no figuraba siquiera en el mapa oficial, pero para sus vecinos era un mundo propio, una comunidad tan tangible para ellos como invisible para el resto. En cada esfuerzo por construir una vivienda, por tener agua, por asfaltar sus calles, por tener acceso a la educación, la historia de estos hombres y mujeres palpitaba con la esencia de quienes crean un hogar donde antes sólo había tierra.

La película nos sumerge en la inspiradora historia de cómo Manolo, quien, en un acto de desesperada esperanza, “secuestra” el autobús número 47, el mismo que condujo durante años y que conoce como su propia vida. Manolo, frustrado tras incontables intentos fallidos de llevar las demandas de su barrio a un Ayuntamiento de Barcelona, recién salido de la dictadura y que pregonaba democracia. ¿Su petición? Hacer que la línea del 47 llegue al Barrio de Torré Baró.

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Decide dar un paso audaz. Su misión es sencilla pero esencial: hacer comprender que mejorar las condiciones de un barrio obrero comienza con algo tan básico como el tener una línea de bus que les recuerde que ellos existen y que pertenecen. 

Cincuenta años después de aquella victoria de un héroe que nunca buscó serlo, el bus sigue sin llegar en los barrios del sur de Madrid

Con este acto, Manolo convierte un gesto cotidiano en un grito de justicia y esperanza para los vecinos de Torre Baró, recordándonos que los pequeños cambios son capaces de encender una chispa en las vidas de muchos: “A problemas, soluciones”.

Hacia el final de la película, en uno de los momentos más desgarradores, vemos a un Manolo Vital de pie en el tribunal, enfrentando las consecuencias de su acto de secuestro del autobús. A petición popular, fue puesto en libertad, pero antes de que el juicio terminara, nos deja una de las frases más impactantes y memorables de toda la historia: “Donde ustedes ven un secuestro, yo veo una necesidad.”

Cincuenta años después de aquella victoria de un héroe que nunca buscó serlo, el bus sigue sin llegar en los barrios del sur de Madrid. Madrid, una ciudad extensa y diversa, presume de su sistema de transporte, que ciertamente ha mejorado, pero cabe preguntar: ¿para quiénes ha mejorado realmente? Mientras Barcelona, acotada entre mar y montaña, se enfrenta a sus propios límites, Madrid sigue expandiéndose sin freno, y esa expansión exige redes de transporte que acompañen su crecimiento. Sin embargo, ¿todos estamos igual de conectados?

La historia del mítico autobús 47 parece lejana, pero para quienes viven en los barrios del sur de Madrid, el acceso a un transporte accesible y digno sigue siendo un desafío. En esta era, el tiempo es un recurso invaluable, y en una ciudad como Madrid, donde las personas viven al ritmo frenético de una metrópoli que nunca duerme, el tiempo parece estar al alcance de unos pocos.

Mientras más te acercas al centro, la frecuencia y accesibilidad del transporte se vuelven palpables: autobuses que pasan con apenas minutos de diferencia, paradas cercanas una de otra, y un flujo constante que alivia la espera.

Pero en el sur, la realidad es distinta. Las personas deben elegir, como en un juego imposible, entre esperar un autobús que tal vez tarde más de lo deseado o caminar largos minutos para llegar al metro más próximo a quince minutos de tu portal. Aquí, la frecuencia no es una certeza; es una espera que parece eterna, una promesa que nunca termina de cumplirse. El transporte sigue siendo desigual, y aunque la ciudad avanza, no todos avanzan al mismo paso.

Mientras en los barrios acomodados de Madrid, como Salamanca o Cristo Rey, los habitantes disfrutan de una red de transporte privilegiada, con múltiples líneas de autobús y el metro a tan solo unos pasos, en la periferia de la ciudad la realidad es otra. Un ejemplo claro es Vallecas, donde hasta hace solo treinta años la zona de El Pozo ni siquiera tenía acceso a transporte público. Finalmente se habilitó una única parada de cercanías, que, a cualquier hora del día, va llena hasta el límite, sin un asiento libre para sus usuarios habituales. En contraste, en el centro de Madrid, la línea 2 de autobuses, que recorre la Gran Vía, transita frecuentemente vacía, una comodidad pensada para que los turistas se desplacen sin problemas, en un entorno sin aglomeraciones.

En estos barrios, donde reside en su mayoría la clase obrera, el transporte público es más que un servicio: es una necesidad urgente que permite a miles de personas, tanto locales como migrantes, llegar a sus trabajos, muchas veces lejos de casa

En el sur de Madrid, la demanda de transporte público es mucho mayor. En estos barrios, donde reside en su mayoría la clase obrera, el transporte público es más que un servicio: es una necesidad urgente que permite a miles de personas, tanto locales como migrantes, llegar a sus trabajos, muchas veces lejos de casa. En un lugar donde los empleos con flexibilidad y la opción de teletrabajo son escasos, el transporte no solo determina el acceso a oportunidades, sino que representa largas horas perdidas cada día. Irónicamente, este es el sector que enfrenta el peor acceso al transporte digno en la ciudad, un servicio que para ellos no es opcional, sino fundamental para conectar sus vidas y sus medios de subsistencia. Cada mañana me despierto con el impulso de secuestrar el autobús de mi barrio, como si así pudiera generar el mismo impacto que la lucha vecinal de Manolo Vital. Porque, al final, como dice la canción de Valeria Castro, El borde del mundo “Tantos ojos que solo miran a un punto, solo se busca, solo se quiere lo necesario y justo”.

Asegurar el acceso equitativo a los recursos, y eso empieza por conectar. Conectar el sur de Madrid. Porque si no accedes, no conectas; y si no conectas, simplemente no existes. Para que el transporte público sea un derecho real, primero hay que comprender que el tiempo es hoy la moneda más valiosa. En esta era de velocidad, decir “no llego a tiempo” no es una frase sin peso: puede costarte el trabajo, hacerte perder una cita médica o impedirte recoger a tu hija en la escuela. Para muchas personas, sobre todo en los barrios del sur de Madrid, esta realidad marca el ritmo de su día a día. El acceso desigual al transporte en estos barrios no es solo un problema aislado; es una barrera que afecta las oportunidades, la estabilidad y la calidad de vida de miles de personas.

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