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Temporeros
Todos lo saben
Decir que la grave situación humanitaria que, verano tras verano, se repite en la plana de Lleida es un secreto a voces es quedarse corto. Muy corto.
Ya bien avanzada la última película del director iraní Asghar Farhadi, al personaje interpretado por Ricardo Darín por fin se le revela el secreto que todos en el pueblo conocen menos él. Su pose cariacontecido típico del forastero descolocado que no acaba de entender muy bien qué es lo que está pasando es seguramente uno de los momentos más destacados del por otro lado algo fallido film Todos Lo Saben.
Decir que a estas alturas la grave situación humanitaria que, verano tras verano, se repite en la plana de Lleida es un secreto a voces es quedarse corto. Muy corto. Más que a voces, es un secreto “a gritos”. Aún así parece que a algún que otro “forastero” despistado le ha pillado por sorpresa una realidad que lo es desde hace ya casi treinta años.
Para contextualizar bien qué es lo que está ocurriendo en la capital de Ponent es importante entender que buena parte de la economía de la zona depende directa o indirectamente del cultivo de fruta dulce. Un sector económico azotado por la crisis y los bajos precios que tiene su momento álgido en los meses de junio a septiembre, cuando alrededor de 30.000 personas se trasladan a la plana para participar en la campaña de la recogida de la fruta.
Si bien es cierto que la gran mayoría de agricultores han hecho un importante esfuerzo para garantizar condiciones de trabajo y alojamiento dignas a estos nómadas del siglo XXI, aún son muchos los casos en que esto no es así
Si bien los irrisorios precios que los grandes distribuidores están dispuestos a pagar por la fruta hacen mella en la estabilidad económica del agricultor, son los temporeros que acuden en busca de trabajo los que se llevan la peor parte. Llegan a una región desde todos los rincones de España que no está preparada para poder recibir con dignidad a muchos de ellos, que se ven precipitados a unas condiciones de vida impropias de un país de la Unión Europea. Una compleja realidad que recoge de manera muy honesta el magnífico documental El Cost de la Fruita de Clara Barbal y Pablo Rogero.
Si bien es cierto que la gran mayoría de agricultores han hecho un importante esfuerzo para garantizar condiciones de trabajo y alojamiento dignas a estos nómadas del siglo XXI, aún son muchos los casos en que esto no es así. Además, todo el mundo en el sector conoce a ese pagès espabilado que para ahorrarse unos euros completa su cuadrilla contratando para el día en negro. O, quien más, quien menos, se ha encontrado al volver de madrugada a casa escenas en la céntrica Plaça del Dipòsit más propias de otras épocas en las que personas en furgonetas seleccionan a trabajadores para luego trasladarlos a sus fincas.
Esta situación, más allá de mejorar, se ha ido agravando con el paso de los años sin que ello haya destapado apenas ruido mediático fuera de Ponent. El agujero de pobreza extrema y exclusión social no ha hecho más que crecer llevando al límite en esta época del año a un barrio ya muy castigado por la desigualdad y la necesidad per se como es el del Casc Antic.
En el momento que escribo estas líneas son 14 los focos de infección activos en la región: 10 de ellos están relacionados con la empresas hortofrutícolas
Finalmente, este mes de junio se dio la tormenta perfecta. Primero, el asesinato racista de George Floyd provocó una ola de solidaridad antirracista a nivel mundial que acabó por fijar su interés en Lleida. Seguramente lo que hizo atraer más miradas fue la viral conversación entre el actor Paco León y el trabajador de la fruta Serigne Mamadou. En ella, el temporero acababa quebrándose y abandonando la transmisión al contar las durísimas condiciones de vida que debía afrontar día tras día. Esto llamó la atención de muchos medios de fuera de la Plana que por primera vez empezaban a denunciar qué era lo que allí acontecía. Aunque, como toda noticia en esta era informativa, al poco cayó de nuevo en el olvido.
Tuvo que ser ya el covid-19 el que finalmente hiciera estallar del todo la problemática a nivel mediático y social. El rebrote que provocaba el cierre perimetral de la comarca del Segrià hacía que por fin la situación saltara a la primera plana de todos los informativos nacionales. En el momento que escribo estas líneas son 14 los focos de infección activos en la región: 10 de ellos están relacionados con la empresas hortofrutícolas, 2 con residencias de ancianos, uno con un albergue que acoge a personas sin techo y otro con un bloque de pisos del Casc Antic.
El retrato robot de los ingresados que hacía el jefe de la planta dedicada a pacientes de coronavirus del Hospital Arnau de Vilanova ya no dejaba lugar a dudas: la población más castigada por el rebrote era toda aquella relacionada directa o indirectamente con la crítica situación socioeconómica provocada por la campaña de recogida de la fruta. Sin ir más lejos, más de la mitad de las personas que ocupan esa planta son trabajadores de empresas agroalimentarias, tanto de explotaciones hortofrutículas como de (los también muy precarizados) mataderos. La situación laboral de las personas que trabajan en estos segundos daría también para escribir otro extenso artículo.
¿Con qué autoridad moral podemos exigir “responsabilidad” y “civismo” a una persona a la que sistemáticamente se los hemos denegado como sociedad?
Lo delicado en este caso es que cualquier chispa puede encender la mecha de un racismo que luego es muy difícil de sofocar. Sin ir más lejos tenemos los casos de Ripoll o Salt donde la extrema derecha ha conseguido incluso penetrar en sendos consistorios. Por eso es muy importante que como sociedad entendamos que estas personas son las mayores víctimas de todo esto. Que el culpable de su situación y, a la postre, de la del resto de habitantes del Segrià es un sistema que aboca a un estado de exclusión social perpetuo a seres humanos que le sobran, que no tienen hueco en sus planes. Quizá una de las personas que mejor ha conseguido retratar esta realidad ha sido David Simon a través de su multipremiada serie The Wire.
Y es que estos días no paramos de pedir responsabilidad y civismo para reducir los contagios, el famoso “distància, mans, mascareta” repetido hasta la saciedad por la consellera de sanidad Alba Vergés. Pero, ¿con qué autoridad moral podemos exigir “responsabilidad” y “civismo” a una persona a la que sistemáticamente se los hemos denegado como sociedad? ¿De verdad podemos culpar a un joven de 25 años que sabe que como esté contagiado es posible que pase días sin comer de no querer someterse a un test PCR? ¿O a la persona que por miedo a represiones penales no quiere revelar quiénes han sido sus contactos porque es probable que acaben en un CIE? Seguramente unas buenas dosis de empatía nos irían bien a todos estos días.
Otro de los asuntos que más revuelo ha causado estos días en la Plana ha sido la forma en la que se ha gestado este confinamiento. Seguramente el comentario más repetido entre los ilerdenses desde el sábado sea el de “si esto pasa en Barcelona, no se atreven”. Y es que muchos no dejan de ver con suspicacia una decisión que, si bien sanitaria, también tiene mucho de política. “Con nosotros es fácil porque no les jodemos el turismo”, me decía una amiga. “Me siento como en un capítulo de la docuserie aquella en la que visitan cárceles en Latinoamérica”, añadía sobre un cierre perimetral que en sus términos iniciales parece más destinado a evitar que la gente del Segrià vaya a molestar a Salou que a resolver la grave situación interna.
La consellera admitiría ese mismo sábado que su secretismo había sido para evitar un posible “éxodo” de personas al conocer la noticia. El enésimo ejemplo de esa antidemocrática práctica de tratar a tus ciudadanos como si fueran niños pequeños
La circunstancias en las que se produjo el anuncio del cierre tampoco es que ayuden mucho a desactivar la desconfianza hacia la decisión de la Generalitat. Y es que el 3 de julio la consellera Vergés se dejaba caer por la región para informar de una situación que se podía agravar, pero sin siquiera insinuar la posible aplicación de medidas más drásticas a corto plazo. Todo esto para que en menos de doce horas el president Quim Torra apareciera en rueda de prensa anunciando ese confinamiento que la tarde anterior nos habían negado. La consellera admitiría ese mismo sábado que su secretismo había sido para evitar un posible “éxodo” de personas al conocer la noticia. El enésimo ejemplo de esa antidemocrática práctica de tratar a tus ciudadanos como si fueran niños pequeños. Una tomadura de pelo, como bien lo define Josep Grau en su pieza para el diario Segre.
Muchas son también las dudas acerca de que este cierre perimetral pueda ser realmente efectivo. De entrada sabemos que cuenta con unos límites claramente porosos, en su totalidad para temas laborales, pero se suma además la complejidad geográfica del propio territorio. El Segrià es la tercera comarca en superficie de toda Catalunya, de hecho solo el municipio de Lleida es más del doble que el de Barcelona. A esto hay que sumarle una orografía muy llana casi en su totalidad y con una densidad urbana baja en la que los caminos rurales y agrícolas se cuentan por centenares. Resumiendo: quien quiera salir de la comarca lo podrá hacer sin mayor dificultad. Los 200 agentes de Mossos en más de 25 controles de carretera que anunció Miquel Buch a bombo y platillo se antojan claramente insuficientes para la acción que se pretende.
Pero, a pesar de los numerosos recelos, con los datos en la mano, está claro que la opción adoptada era más que necesaria. Aunque la forma en la que se ha gestionado su toma y anuncio no ha podido ser más calamitosa. Los ilerdenses volviendo a corre-cuita de la playa sin saber bien si podrían llegar a su casa o el alcalde de la ciudad de Lleida, Miquel Pueyo, conociendo la medida media hora antes de ser anunciada son claros ejemplos de ello.
Una decisión que, igualmente, parece a todas luces insuficiente. Básicamente porque sigue sin proponer un plan contundente contra la principal causa del rebrote: la precariedad de laboral y habitacional de centenares de personas en la ciudad. Así como en marzo asistimos a la construcción de hospitales de campaña y refugios para personas sin techo en tiempo récord en la ciudad de Barcelona, el único aporte que hasta ahora ha hecho la Generalitat en ese sentido es el una carpa inflable que ejerce de sala de espera premium.
Todos en Lleida sabíamos lo que ocurría cada año en nuestra ciudad cuando la primavera toca a su fin. Ahora, todos lo saben, también los forasteros. En nuestras manos, las de todos, está el poder trabajar codo con codo con administraciones y entidades sociales para empezar a revertir una situación enquistada que hace demasiado que dura. No será fácil, requerirá tiempo, esfuerzo y paciencia; pero, si algo podemos sacar de todo esto, es que no podemos esperar más. Es el desafío más urgente al que se enfrentan les Terres de Ponent.
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Mientras los señoritos dueños de las tierras del Segrià necesiten negros (alegórica y literalmente) para recoger sus fresas, Catalunya será una tierra de oportunidades abierta a todos; cuando acabe la temporada y no queden trabajos con los que explotarlos, se les echa otra vez a su tierra y hacemos como que no ha pasado nada. Todo muy normal en el capitalismo tardío de la Catalunya interior.
Excelente artículo. Ciertamente "todos lo saben" porque la situación no es nueva, ésta es la realidad desde hace cuarenta años sin que apenas hayan cambiado las cosas.