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República del Sudán
Sudán, la guerra del futuro que aplastó la revolución
“La población de #Khartoum se despertó con sonidos de bombardeos y tiroteos entre el ejército y las milicias de las FAR. En menos de unas horas, el tiroteo se produjo en diferentes zonas de Jartum y se intensificó con ataques aéreos”. Así reflejaba el dibujante sudanés Khalid Albaih el inicio de la guerra en Sudán el 15 de abril de 2023 en su cuenta de Instagram. Al breve texto le acompañaba una viñeta del autor: dos rivales hipermusculados se encaraban, exhibiendo su fuerza. En medio, un joven escuálido y desnudo les observa. Solo puede mirar. Los forzudos tienen la cara visible de las dos facciones que se disputan el poder en el país: el general Abdelfatah al Burhan, al frente de las Fuerzas Armadas de Sudán (FAS) y líder del Consejo Soberano de Sudán, y su antiguo aliado, el general Mohamed Hamdan Dagalo —más conocido como Hemedti—, entonces vicepresidente del Consejo Militar de Transición y líder de las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR).
La guerra llevaba tiempo fraguándose. La toma del aeropuerto, el palacio presidencial y la televisión por parte de las FAR durante aquella jornada de abril era el desenlace de un choque respecto a la integración de estas milicias en el ejército nacional, un proceso que Al Burhan esperaba concretar en dos años, mientras Hemedti aspiraba a contar con 10 o 15 años para la disolución de su milicia. Este era el principal escollo de un acuerdo firmado en diciembre de 2022 con el que se pretendía retomar cierta entente entre militares y civiles para continuar el proceso democrático truncado con el golpe de Estado de octubre de 2021. Reticentes a su disolución, con el control de las comunicaciones con el extranjero, la sede del poder ejecutivo y los medios de comunicación estatales, las fuerzas de Hemedti mostraban su músculo y se iniciaba un camino del que nadie ha encontrado aún la senda de regreso: la guerra entre las fuerzas armadas sudanesas y las fuerzas de apoyo rápido es, sobre todo, una guerra contra el pueblo sudanés y sus anhelos de democracia.
“Tras el estallido de este conflicto, la población se ha convertido en víctima. Sufren la falta de alimentos y el aumento de las enfermedades, mientras que miembros de las FAR han irrumpido en diferentes ciudades del país, incluida la capital, Jartum. Atacan, saquean y matan a la gente dentro de sus casas”, resumía Omayma Elmardi, integrante de la Marcha Mundial de las Mujeres en Sudán, en un artículo en la revista feminista Capire. El ejército contestaba a las FAR bombardeando con su fuerza aérea. “Los ejércitos beligerantes de Sudán están mostrando un temerario desprecio por las vidas civiles al utilizar armas imprecisas en zonas urbanas pobladas”, denunciaba Mohamed Osman, investigador sudanés de Human Rights Watch, en un informe de la organización publicado semanas después del inicio de la guerra.
La capital se hacía así escenario de lo que llevaba décadas pasando en la periferia en los muchos años de guerra que ha vivido Sudán desde su independencia en 1956. Las mismas calles tomadas por la gente en diciembre de 2018, cuando lograron la caída definitiva de Al Bashir el 11 de abril de 2019 y sostuvieron el pulso con los militares avanzando hacia el inicio de una transición democrática, se llenaban de tanques, milicianos y cadáveres. Desde entonces, la guerra se ha extendido al resto del territorio:
A un año de la guerra, según recogía el 14 de abril la misma agencia de Naciones Unidas, son 25 millones de personas, de los que 14 millones son niños y niñas, las que necesitan ayuda humanitaria para sobrevivir: es decir, prácticamente la mitad e la población del país. Más de un tercio — 17.7 millones de personas— enfrentan inseguridad alimentaria grave— con 4,9 millones al borde de la inanición. Por otro lado, 8,6 millones, han tenido que dejar sus hogares en el último año, para refugiarse en otras áreas en el país o en los estados vecinos. Con estas cifras, Sudán representa la mayor crisis de población desplazada del mundo.
Combatientes sin reglas
Desde el inicio del conflicto son múltiples los medios de comunicación que hablan de una guerra civil, algo que activistas como la defensora de derechos humanos Enass Muzamel han negado desde el principio, recordando que los contendientes responden a sus propios intereses. Y es que, aunque una vez estallada la guerra, los medios internacionales se afanaban por explicar quiénes eran estos dos actores de un país habitualmente fuera de foco, para los sudaneses ambos contendientes son sobradamente conocidos, los han padecido durante décadas: al ejército que lleva casi desde la independencia manejando el destino del país, y a las FAR, conocidos previamente como Janjaweed, grupo armado que ya mostrara sus brutales métodos en Darfur en la primera década de los 2000, contra los manifestantes democráticos en la capital, o durante la guerra de Yemen. Un informe de Naciones Unidas documentaba vulneraciones de los derechos humanos por parte de ambos actores, algunos de ellos podrían ser considerados crímenes de guerra.
Ninguna de las dos partes está cerca de imponerse: tras hacerse con Jartum, las FAR tomaban la iniciativa los primeros meses de la contienda haciéndose con la mayoría de Darfur, región de la que proviene esta fuerza paramilitar y donde se encuentran las minas de oro que la alimentan financieramente. El ejército, por su parte, establecía su base de operaciones al Este, en Port Sudán. Aun haciéndose con gran parte de Darfur sin resistencia, a casi un año de que empezará la guerra los de Hemedti no han conseguido tomar la capital administrativa de Darfur Norte, Al Fasher, donde se concentran las fuerzas rebeldes contra las que lucharon a principios de los años 2000 en alianza con el régimen de Al Bashir. Así, si bien las FAR se han beneficiado de la debilidad del ejército en Darfur, tienen que plantar cara a la población, que no olvida su pasado genocida en la región, llegando a aliarse algunos de sus líderes con los militares.
Lo mismo sucede en Al Gezira, estado que las milicias de Hemedti tomaron el pasado diciembre, una región que, además de ser el principal granero del país, acogía a cientos de miles de refugiados provenientes de otras zonas de guerra como Jartum, especialmente en su capital, Wad El Madani. La toma de esta región supuso un varapalo para el ejército sudanés, pues evidenciaba su incapacidad de proteger a la población. La situación ha paralizado los cultivos, hecho que, según denunciaba en marzo Naciones Unidas, contribuye a la hambruna que amenaza el país, siendo casi cinco millones las personas en riesgo de inanición, en lo que podría ser la mayor crisis alimentaria del mundo, tal como alertaban en marzo las cabeceras internacionales. Ambos bandos han sido señalados recientemente por condenar al hambre a las poblaciones afectadas por la guerra impidiendo la entrada de ayuda. En marzo, un informe del Proyecto de Datos de Eventos y Ubicación de Conflictos Armados (ACLED) mostraba un descenso de las batallas entre los contendientes de la guerra y un notable incremento de los ataques contra civiles: Kordofán —sito entre Darfur y Jartum—, la capital y Gezirah eran escenarios de este tipo de violencia. Mientras, las FAS, que han fijado su base de operaciones en Port Sudán, al este, controlan además el centro del territorio. El ejército retomaba el pasado marzo posiciones en Jartum, entrando en una de las tres ciudades que componen la capital, Ondurman, y penetrando en Bahri. La recuperación de las instalaciones de televisión supuso una victoria simbólica para unas tropas cuestionadas por su debilidad ante las FAR. El ejército refería encontrar entre las personas detenidas en la operación a mercenarios chadianos y de Sudán del Sur, reclutados por las FAR.
El fantasma de una resolución a la libia ha estado planeando sobre el país desde los primeros días de la guerra: la posibilidad de que Hemedti —como su aliado Khalifa Haftar, que domina el este del país vecino con el apoyo de los Emiratos Árabes Unidos— pretenda gobernar el oeste del país con el apoyo del mismo estado. Para ello, las milicias deberían ser capaces de suplir las necesidades de las poblaciones en las zonas en las que están presentes, aliarse con milicias y grupos rebeldes, y ser capaces de sancionar los crímenes cometidos por sus efectivos, algo que, según explicaba el analista sudanés Muhammad Torshin en el medio The New Arab, no parece probable: “No es fácil para Hemedti copiar el modelo del general Haftar. La visión final de todas las partes aún no ha cristalizado del todo, por lo que la guerra en Sudán continuará durante mucho tiempo”, pronosticaba.
Mientras el país se fragmenta y las armas circulan, la economía entra en quiebra: todos los sectores productivos están bloqueados y la moneda ha sufrido una devaluación severa, mientras que el PIB enfrenta una contracción del 40%, revelaba el economista Abdul-Khaliq Mahjoub a la agencia de noticias china Xinhua. La drástica reducción de las cosechas, el alza de los precios de los alimentos, la caída de las exportaciones, el aumento del desempleo y la inflación componen un paisaje aciago de indicadores que dibujan una gran crisis económica.
Una guerra nutrida desde afuera
Un año después del inicio de la guerra, hoy 15 de abril de 2024, se celebra una conferencia en París, impulsada por Francia, Alemania, y la Unión Europea, con el objetivo de apoyar las iniciativas regionales e internacionales de paz, una encuentro internacional al que no ha acudido ninguna representación oficial de Sudán. El incremento de ayuda humanitaria es otro de los propósitos anunciados por los convocantes de la Conferencia.
Si la paz parece lejana es también porque múltiples agendas externas chocan en el país. El escenario sudanés pone en evidencia las garras neocoloniales de los Emiratos Árabes Unidos (EAU) en África, el cuarto inversor en el continente que, a través de la apuesta por controlar los puertos de las costas africanas y establecer lazos comerciales, ha ido cultivando importantes relaciones militares y de defensa en la región. Este pequeño Estado es el aliado principal de Hemedti, que le suministra oro o milicianos para apoyar su agenda en la región, y del que recibe armamento a través de las fronteras de Libia o la República Centroafricana, países donde los Emiratos tienen influencia, como documentaba un extenso reportaje del medio Middle East Eye el pasado enero. La apuesta de los EAU por Hemedti incluyó el plan de modernizar su imagen y la de las milicias a su mando: ya en 2019 facilitarían un contrato con la agencia canadiense Dickens and Madson, dirigida por un ex espía israelí. Los Emiratos son, además, artífices del reclutamiento de jóvenes sudaneses por parte de una compañía de seguridad emiratí Black Shield, con el fin de enviarles a luchar del lado de este líder en su pulso por el poder en el país vecino, hecho por el que algunos reclutas denunciaron posteriormente al país. Si bien Al Burhan se había mostrado inicialmente reticente a señalar públicamente a los Emiratos Árabes por su apoyo a sus oponentes, cuando en diciembre las FAR tomaron el estado de Al Gezira, el ejército alzó finalmente la voz, expulsando a 15 de sus diplomáticos del país.
Por otro lado, el grupo paramilitar Wagner —ahora reconvertido en African Corps, presente en Sudán desde 2017— también forma parte de este intercambio de armas por oro. Wagner llega a Sudán para proteger los intereses de M-Invest, la empresa de su líder, el recientemente fallecido Yevgueni Preghozin, encargada tanto de hacer prospecciones como de explotar minas de oro. En 2019, mercenarios de este grupo contribuyeron al control de los manifestantes en apoyo al ejército. Progresivamente, el grupo se alió con Hemedti, un apoyo que se estrecharía tras el golpe militar de 2021 que acabó con la transición democrática. El oro sudanés contribuye a financiar la guerra contra Ucrania al tiempo que ayuda a una economía rusa sujeta a sanciones por parte de la comunidad internacional. Además, Rusia cuenta con Hemedti para facilitar la implantación de una base militar rusa en el país. Para contrarrestar la presencia rusa en el país, Ucrania habría enviado soldados a combatir contra miembros de Wagner incrustados en las FAR, según documentaba el periódico ucranaino Kyiv Post en noviembre, abriendo un nuevo frente internacional en el conflicto.
Pero los intereses extranjeros en Sudán van más allá de lo económico. Tanto los Emiratos como Arabia Saudí han compartido una agenda en la región: torpedear cualquier intento de democratización, pues esto supondría un cuestionamiento frontal a sus respectivos regímenes. En 2011 la primavera árabe puso nerviosas a las dinastías gobernantes del Golfo, cuyas políticas conservadoras chocaban con una calle que exigía un cambio, por lo que apostaron por la represión de las revueltas, no solo en sus propios territorios, sino también en Bahrein, Omán o Egipto. De hecho, Abdel Fattah al-Sisi es uno de los apoyos fundamentales de Al Burhan en el descarrilamiento del proceso democrático sudanés. La entente antidemocrática de la región es, además, aliada de Estados Unidos e Israel, y forzó el inicio del proceso para la entrada de Sudán en los acuerdos de Abraham en 2020 a pesar del consenso antisionista de la población sudanesa. Al inicio de 2023, el país, con los militares al frente, anunciaba su compromiso para concluir ese mismo año el proceso de normalización de las relaciones con Israel, Estado que apuesta por gobiernos militares que garanticen buenas relaciones bilaterales. Acercarse al Estado hebreo permitía a Sudán salir de la lista de países que financian el terrorismo, consiguiendo el fin de las sanciones economicas. Pero también facilitaba la expulsión a Sudán de refugiados sudaneses y etíopes que no eran bienvenidos en el Estado sionista.
Tres inviernos para una misma primavera
En su guerra contra el pueblo sudanés, los militares y las milicias han apuntado contra un mismo objetivo: los comités revolucionarios de resistencia, agrupaciones locales que, desde diciembre de 2018, fueron las encargadas de coordinar las movilizaciones civiles que presionaron hasta lograr primero la destitución de Omar Al Bashir, y después, a pesar de las traiciones del ejército y la salvaje represión orquestada por las FAR —con la masacre del 3 de junio de 2019—, la transición democrática en el país. También estuvieron al frente de la respuesta contra el golpe militar que acabó con el proceso de transición democrática en octubre de 2021.
Cinco años después de la revolución, con el estallido de la guerra, los comités constituyen redes de apoyo mutuo que, desde el territorio, intentan cubrir las crecientes necesidades de la población mientras denuncian las vulneraciones de derechos humanos cometidas por ambos bandos. Mientras las FAR detienen y atacan a integrantes de estos grupos, el ejército los prohibía el pasado enero.
Atacados por las milicias y perseguidos por el ejército, ante los intentos de diversas coaliciones de partidos y organizaciones para llegar a un acuerdo con los actores enfrentados que permita acercarse al final de la guerra, la sociedad civil desconfía de soluciones en falso: “Tenemos que respaldar lo que la población sudanesa pide: ‘que no haya injerencias extranjeras y que los militares vuelvan a los cuarteles’”, explicaba la activista e investigadora Mahder Habtemariam Serekberhan, especializada en el movimiento prodemocracia, en el medio All Africa. En este mismo artículo, un miembro del comité de resistencia de Burri, barrio de Jartum, daba cuenta de lo difícil que es seguir defendiendo la democracia en medio de la guerra e interpelaba a “los miembros honorables de las fuerzas armadas para insurgir contra sus líderes”, ante un horizonte en el que ninguno de los contendientes parecen abiertos a acabar con el conflicto.
Sudán como sombrío oráculo
En los cinco años que median entre su histórica revolución y su caída en una guerra que, de momento, parece irresoluble, Sudán ha mostrado cómo las élites locales, las potencias extranjeras, los intereses comerciales, las políticas migratorias europeas, la creciente privatización de los ejércitos o la agenda sionista dibujan escenarios geopolíticos frente a los que choca cualquier aspiración democrática, al tiempo que se dinamitan las instituciones estatales, creando territorios de sacrifico, inhabitables e ingobernables durante décadas. Ciudades arrasadas, hambruna estructural y gobierno de las milicias parece ser el único escenario previsto a corto plazo en un Estado que en 2019 despertó admiración por la perseverancia de su población para poner fin al régimen de Al Bashir, tras tres décadas en el gobierno, e imponer a través de la resistencia pacífica un gobierno democrático.
De momento, la guerra en Sudán afecta en grados diversos a los Estados que conforman toda la región: el Cuerno de África, el Sahel, el Norte de África y el Mar Rojo, al tiempo que estimula la expansión de armas, explicaba un informe del International Crisis Group del pasado enero. No son solo las milicias de Hemedti, hiperarmadas por los Emiratos y Rusia; el ejército cada vez es más dependiente de grupos paramilitares, mientras elementos del régimen de Al Bashir van cobrando más influencia. Al Burhan, además, ha emprendido una campaña para armar a la población. Mientras, los enfrentamientos han provocado enormes movimientos de civiles en la región, así como una crisis en cadenas de suministro críticas. “Es un desastre, la infiltración continua de armas solo está empeorando la guerra. El hecho de que las armas fluyan mientras la ayuda humanitaria no lo hace lo dice todo”, explicaba Dalia Abdelmoniem, una analista política sudanesa a The New Arab.
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