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Serbia
Balcanes: la herida abierta de las fronteras identitarias
“Estamos llegando, pasados unos metros cruzaremos lo que denominamos la línea administrativa”, explica nuestro acompañante. Un término que usa el gobierno serbio para referirse a “la frontera” que lo separa de Kosovo, cuya independencia no reconoce. Al controlar los pasaportes, el funcionario vecino entrega unas pegatinas al conductor de nuestro vehículo. Este tiene la obligación de cubrir los símbolos de la República de Serbia visibles en las placas de la matrícula del coche. Una decisión tomada por las autoridades kosovares desde abril de 2022, como respuesta a la obligación similar que imponía Serbia a los coches con matrícula de Kosovo que circulaban en el país. Un conflicto de carácter simbólico que demuestra que las tensiones siguen vivas en este territorio que fue escenario de una guerra cruenta a finales del siglo XX.
A medida que nos adentramos, las banderas albanesas se hacen más numerosas. No la de Kosovo. De repente, al entrar en la ciudad de Gračanica, aparecen las banderas de la República de Serbia, que ondean por las calles. Atadas a las farolas, encima de cada tienda y comercio, por todas partes se distinguen sus colores: el rojo, el azul y el blanco.
Kosovo fue parte de la República Socialista de Serbia cuando a su vez esta última pertenecía al conjunto de seis entidades geopolíticas que componían la República Federal Socialista de Yugoslavia. Pero como todo el bloque socialista europeo a principios de los años noventa, el país balcánico fue golpeado por la ola separatista. Primero Eslovenia, Croacia y Macedonia del Norte, que se independizaron en 1991. Más tarde, la República Socialista de Bosnia y Herzegovina, lo que desató una resistencia más fuerte del Estado central, cuya sede estaba en Belgrado. Las llamadas “Guerras yugoslavas” entraban en una fase de expansión y se posicionaban como un asunto europeo de primer orden. Al mismo tiempo, la cobertura mediática dominante centraba su crítica contra el mal llamado gobierno “serbio” (cuando en realidad seguía siendo el Estado yugoslavo) y su dirigente Slobodan Milošević, acusado de planificar una limpieza étnica a favor de los serbios. En 2001, el dirigente fue extraditado para ser juzgado en el Tribunal de la Haya por crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra en Kosovo.
“La idea era que si los serbios no derrocaban ellos mismos a Milosević, entonces es que éramos todos malos, ni siquiera humanos”
“Una vez que Occidente elije un bando, empieza a demonizar al bando opuesto”, explica la periodista Ljiljana Smajlović, quien trabajó para el reconocido periódico The New York Times durante el conflicto. “La idea era que si los serbios no derrocaban ellos mismos a Milosević entonces es que éramos todos malos, ni siquiera humanos”. La OTAN se puso enseguida del lado de las fuerzas separatistas. A partir de 1997-1998, su atención se centró en la provincia meridional de Serbia, Kosovo, donde un grupo guerrillero albanés denominado Ejército de Liberación de Kosovo (Ushtria Çlirimtare e Kosovës o UÇK, en albanés) multiplicaba los ataques contra la población serbia y las autoridades yugoslavas. Su objetivo era unificar el territorio, mayoritariamente poblado por albaneses, con Albania.
Apoyado por los países occidentales, entre los cuales estaba EE UU, Kosovo recibió fondos, materiales y entrenamiento para poder enfrentarse a las tropas enviadas por Belgrado. Como se esperaba, la represión del gobierno yugoslavo contra las comunidades albanesas favoreció el discurso mediático internacional que difundía la noticia de una operación de limpieza étnica por parte del gobierno de Milosević. El 24 de marzo de 1999, la OTAN inició una campaña de bombardeo de Serbia que duraría 78 días y sellaba así el conflicto a favor de los nacionalistas del UÇK. Derrotado, el gobierno de Belgrado se veía obligado a retirar sus tropas de Kosovo mientras la provincia pasaba a estar bajo el mandato de la Misión de Administración Provisional de las Naciones Unidas en Kosovo (MINUK). El 17 de febrero 2008, de manera unilateral, la región declaraba su independencia de Serbia. Una situación de facto que no reconoce Belgrado ni tampoco unos pocos países europeos, entre los cuales España (aunque esta última por razones internas ligadas a las tensiones con Cataluña).
“Los conflictos por la tierra, siempre son largos y crueles”, sentencia Aleksandar Gudzić, profesor de historia y habitante de Gračanica. “Fue una guerra civil en la cual no hubo ni inocentes ni culpables”. El hombre nos recibe en el Centro Cultural de la ciudad, cuyo objetivo es, según él, “la difusión y mantenimiento de la cultura serbia”. Situada a unos pocos kilómetros de la capital de Kosovo, Pristina, la ciudad de Gračanica es un ghetto serbio. “Después de 1999, los serbios fueron expulsados de sus hogares, los que quedaron quisieron reagruparse y preservar su identidad”, explica. Al finalizar la guerra, 50.000 tropas extranjeras de la llamada KFOR (Fuerza de Kosovo) fueron desplegadas en el territorio con el fin de interponerse entre las diferentes comunidades enfrentadas. A pesar de su carácter de neutralidad, la mayoría de los serbios denuncian su ineficiencia para protegerles frente a las represalias de los separatistas albaneses, cuya victoria había sido posible gracias a la intervención de la OTAN. “Cerca de 235.000 serbios salieron de Kosovo, y eso ante los ojos de las Naciones Unidas y del civilizado Occidente”, ironiza Aleksandar.
Más de veinte años separan el presente de los años más sangrientos que ha vivido la región. Aun así, Kosovo no supo curar las cicatrices. Las comunidades serbias y albanesas siguen enfrentadas
En el patio exterior del centro, lucen enormes letras de metal que deletrean la palabra Missing (desaparecidos). Al acercarse a la estructura, se ven numerosas fotos pegadas. Todas son rostros de personas, hombres y mujeres. “Son desaparecidos, todos victimas del terrorismo”, comenta el periodista Živojin Rakočević a medida que va iluminando las fotos con una linterna de bolsillo. Reconocido escritor y poeta entre las comunidades serbias de Kosovo, el hombre usa la palabra “terroristas” para referirse a los miembros del grupo paramilitar UÇK quienes han sido acusados de cometer numerosos crímenes contra los habitantes de Kosovo a finales de los años 1990; no solamente contra los serbios, sino incluso contra los albaneses fieles a las autoridades yugoslavas. “Han creado aquí un régimen étnico y totalitario”, denuncia el periodista. “Sólo podemos sobrevivir en los ghettos, no es que no queramos integrarnos, es que ellos no quieren”. ¿Ellos? Los albaneses. Al finalizar la guerra, muchos dirigentes del antiguo grupo paramilitar obtuvieron puestos de gran importancia en el gobierno de Kosovo. Entre ellos Hashim Thaçi, ex-guerrillero y jefe negociador por parte de UÇK durante el conflicto, quien fue primer ministro y presidente de la república antes de su renuncia, en 2020, tras ser acusado de crímenes de guerra y detenido por orden del Tribunal de la Haya.
Más de veinte años separan el presente de los años más sangrientos que ha vivido la región. Aun así, Kosovo no supo curar las cicatrices. Las comunidades serbias y albanesas siguen enfrentadas. Según las cifras de la Unión Europea, el 93% de la población de Kosovo (1,8 millones de habitantes) es de etnia albanesa. Lo que implica una posición extremadamente minoritaria para los serbios, cuyas comunidades se concentran en la parte norte del territorio. La presencia de 4.500 soldados de la KFOR no ha impedido que las tensiones hayan perdurado. Cada año se registran ataques o actos de violencia entre los dos bandos. El mayor de ellos fue la ola de violencia de marzo de 2004, durante la cual albaneses atacaron e incendiaron centenares de casas y varios monasterios ortodoxos, obligando a numerosos serbios y gitanos a huir de sus pueblos. Según Human Rights Watch, 19 personas habrían sido asesinadas durante este suceso cuyo origen habría sido el rumor del ahogamiento de tres niños albaneses a manos de serbios.
El último hecho de gravedad fue el 24 de septiembre 2023: un enfrentamiento entre la policía kosovar y un grupo armado de unas treinta personas (todas serbias), en los alrededores del monasterio de Banjska, casi a la frontera con Serbia. Todavía sigue siendo un misterio el objetivo que perseguía dicho grupo. Varias personas resultaron muertas durante el tiroteo, entre ellas, un policía kosovar de etnia albanesa. Pristina rápidamente acusó a Belgrado de haber sido responsable de la tragedia, denunciando una voluntad desestabilizadora por parte del vecino. Entre los sospechosos de haber iniciado el operativo, se encuentra Milan Radoičić, hombre de negocios y político miembro del partido nacionalista Lista Serbia en el norte de Kosovo. El hombre se encuentra bajo custodia a la espera de su juicio.
La desintegración de Yugoslavia no sólo dejó heridas abiertas en Kosovo, sino también en otras partes de antiguo estado socialista. Situada en el corazón de los Balcanes, la República Federal de Bosnia y Herzegovina es hoy un centro de tensión geopolítico preocupante para la Unión Europea. En base a los Acuerdos de Dayton, firmados en 1995, el país quedó dividido en dos entidades subnacionales: la Federación de Bosnia y Herzegovina (el 51% del territorio) y la República Srpska (el 49%). Desde hace varios años, esta última está siendo acusada de querer independizarse totalmente del resto del país, lo que probablemente desencadenaría un conflicto regional. En su capital, Banja Luka, Dusan Pavlovič nos cita frente a un monumento situado al pie de la Asamblea Nacional: una escultura metálica hecha en homenaje a los muertos dentro del campo de concentración de Jasenovac.
“Uno no puede entender nada de lo que pasa hoy si no conoce la historia”, afirma de manera categorica el señor Pavlovič, director de un centro de estudios sociopolíticos. Según él, la historia de la República Srpska “empieza con la Segunda Guerra Mundial, cuando los nacionalistas croatas quisieron eliminar a los serbios”. Mucho menos conocido que los campos alemanes, el campo de Jasenovac fue un campo de exterminio situado a las orillas del río Sava (que separa hoy Croacia de Bosnia) administrado por la Ustacha, milicia radical croata aliada de los gobiernos de Hitler y de Mussolini. En él se asesinaron a miles de serbios, judíos y gitanos. “Al salir de la guerra, el gobierno comunista de Tito, para evitar la desunión de Yugoslavia, favoreció un discurso de apaciguamiento entre las naciones balcánicas, pero todavía a finales de los años 90, todas las familias serbias de aquí tenían un familiar que había muerto durante este genocidio”.
Durante este período, las fuerzas de ocupación alemana también obtuvieron ayuda por parte de sus auxiliares musulmanes, agrupados en la 13a división SS “Handshar”. Todo este pasado tuvo su eco en la guerra de 1992, que supuso una lucha a muerte entre croatas, bosniacos (bosnios musulmanes) y serbios; los tres grupos étnicos que forman hoy los pueblos constituyentes de Bosnia y Herzegovina. En el país se enfrentan memorias colectivas opuestas, cada una nutrida de rencores por los crímenes de antaño. Entre ellas destaca la masacre de Srebrenica, en julio de 1995, en la que miles de musulmanes fueron asesinados por las tropas del ejército yugoslavo, mayoritariamente compuesto por serbios. Acusados de fomentar un genocidio contra los bosniacos musulmanes, los serbios percibieron la guerra, a su vez, como un renacer del intento de exterminio que habían sufrido en los años 40 por parte de los nacionalistas croatas. “La República Srpska es una respuesta frente a este peligro”, concluye Dusan Pavlovič.
El gobierno de la República Srpska mantiene un pulso con las instituciones centrales de Sarajevo a las que acusa de no respetar los Acuerdos de Dayton y de ser intervenidas por fuerzas extranjeras
Desde hace varios años, el gobierno de la República Srpska mantiene un pulso con las instituciones centrales de Sarajevo a las que acusa de no respetar los Acuerdos de Dayton y de ser intervenidas por fuerzas extranjeras. Su presidente, Milorad Dodik, ha sido sancionado por los EE UU debido a las medidas aprobadas por su gobierno que tienden a ampliar las competencias de la pequeña república frente al poder central. Para el gobierno de Banja Luka, la independencia es una cuestión de supervivencia, o por lo menos así lo defiende. Sin embargo, los discursos nacionalistas o identitarios no responden a las aspiraciones económicas de la juventud. “Yo nunca tuve problemas en relacionarme con croatas, bosniacos ni con nadie”, explica Biljana, una serbia de 28 años. Antigua estudiante de idiomas en Banja Luka, la mujer está actualmente en el paro y critica la falta de oportunidades en su país. “La independencia o no de la República Srpska no es algo que me preocupe, ni a mí ni a mis amigos, muchos se quieren ir de aquí”. Según el Informe sobre las Migraciones en el Mundo de 2020, Bosnia y Herzegovina es el segundo país europeo que experimentó la disminución poblacional más importante (después de Lituania) entre 2009 y 2019.
¿Volverá la guerra a los Balcanes? Lo seguro es que las fronteras siguen siendo puntos candentes; no obstante, sería un error ver las tensiones como resultados del enfrentamiento entre naciones incapaces de convivir. La destrucción de Yugoslavia y de su modelo multiétnico no habría sido posible sin la participación de las grandes potencias europeas y de los Estados Unidos. Ignorando las consecuencias, trazaron nuevas fronteras favoreciendo a unos a costa de otros. “Occidente quería controlar la región y acercarse a Rusia”, analiza el historiador Aleksandar Gudzić. Como muestra de ello, la base militar estadounidense Camp Bondsteel, construida en junio de 1999, situada en Kosovo y que proporciona una posición geoestratégica de gran importancia al país. Mientras tanto, los odios se acumulan. Como un aviso, en las paredes de algunas ciudades del norte de Kosovo, puede leerse “¡Fuera OTAN, esto es Serbia!”