Radical Magazine
El regreso de Hartza

Hartza, el oso, personaje central del carnaval vasco y figura fundamental de la mitología de la antigua Europa, que sobrevive misteriosamente en el arte y el folklore, ha sido recuperado en los cuentos infantiles y como metáfora política, en forma de modelo protofeminista e icono contra el calentamiento global.

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Hartza Nikolas perseguido por Hartzazain en el carnaval de Arizkun de 2020. Ione Arzoz
21 jun 2020 08:00

¡Solo osos y fantasmas!”

Heinrich Heine. Atta Troll

Lunes, 27 de enero. En la pequeña localidad de Ituren, en el valle navarro de Malerreka, se desata como cada año el pandemónium del carnaval rural más punki y bizarro de Euskal Herria. Una tribu de traviesos mozorroak disfrazados de sorginak y de semidesnudos orcos irrumpe en la plaza a lomos de ruidosas minimotos, acompañando a dos coches cubiertos con pieles de oveja, que chocan contra el frontón. Mientras, un grupo de guardia civiles zombis porta en su ataúd a Patxiku-Franco haciendo el saludo romano. Un surrealista hombre-árbol cargado de nidos cruza las calles, mientras llueve estiércol contra los turistas. Al mismo tiempo, precedida por el sonido del cuerno, desfila la comparsa del zanpantzar, los 78 ioaldunak de Ituren, Auritz y Zubieta, con sus pulunpak o grandes cencerros y sus ttuntturroak, los sombreros cónicos, marcando un ritmo hipnótico y solemne. Entonces hace su aparición Hartza, el oso, seguido de hartzazain, su cuidador. Cubierto con pieles de oveja latxa, a falta de piel verdadera del animal, y tocado con retorcidos cuernos de carnero, se abre paso entre la multitud, anunciando que ha despertado de su hibernación y que comienza una temprana primavera...

Entre finales de enero y finales de febrero —a partir del 2 de febrero, la Candelaria— y más allá de Ituren, Auritz y Zubieta, Hartza hace de las suyas en numerosas localidades: Amaiur, Altasu, Luzaide, Arizkun, Eibar, Antzuola, Segura, Bergara, Auritz-Burguete, Leitza, Markina-Xemein, Hazparne, Beskoitze, Lesaka, Ermua, Azparne, Zalduondo, Salinas de Añana o Elorrio, el Hartzaro en Ustaritze y el Hartzaren Eguna en Donibane-Lohizune. Asombra cómo sobrevive o se ha recuperado —en otras se perdió, como en las Maskaradak de Zuberoa— para disfrute de txikis y aitites. Pero Hartza no es solo patrimonio del folclore vasco: carnavales similares se celebran en numerosos pueblos de los Pirineos y de la cornisa cantábrica —como la espectacular Vijanera cántabra— y en zonas montañosas de toda Europa. ¿Cuál es el secreto para que este plantígrado en riesgo de desaparición mantenga su aura?

Un vínculo sagrado

Ya no quedan osos pardos autóctonos (Ursus arctos) en nuestro territorio. El último cazado en Bizkaia —un macho de 95 kilos— fue abatido por fusiles carlistas en 1871, y su piel disecada con fiero gesto se expone en el Centro de Interpretación del Parque de Urkiola. Hubo, sin embargo, un tiempo en que los bosques estaban repletos y se pagaban sustanciosos sueldos a los cazadores. Sancho el Fuerte fue asesinado en 1039 en Peñalén (Funes) mientras cazaba osos… y ahora los únicos que sobreviven en la Ribera navarra son los ejemplares sirios que languidecen encerrados en el parque Senda Viva.

Antes de ser una codiciada pieza de caza, el oso fue el centro simbólico de la Europa antigua, que lo consideraba una suerte de dios ancestral, inspiración del basajaun, y progenitor de una raza de seres mitad ser humano, mitad animal

Pero, antes de ser una codiciada pieza de caza, el oso fue el centro simbólico de la Europa antigua, que lo consideraba una suerte de dios ancestral, inspiración del basajaun, y progenitor de una raza de seres mitad ser humano, mitad animal. El animal más anatómicamente semejante al ser humano, junto al simio de otras latitudes, representó, en tanto que estadio intermedio, un vínculo sagrado entre la naturaleza y la civilización, que en la cultura vasca ha sobrevivido al cristianismo.

Txomin Peillen recoge a finales del siglo XX el testimonio de Pette Prebende de Sainte-Engrâce (Zuberoa): “Lehenagoko hüskaldün zaharrek erraiten zigüen gizuna hartzetik jiten zela. Bai gizuna hartzetik fabrikatürik düzü” (Los antiguos vascos decían que descendían de los osos. Sí, el hombre proviene del oso). Y ya en La rama dorada, el pionero tratado antropológico de 1890, J. G. Frazer anota la creencia vasca sobre las almas intercambiables de humanos y osos: “La creencia primitiva en la posibilidad de tal cambio se patentiza en la historia de un cazador vasco que afirmó haber sido muerto por un oso, pero que el oso, después de matarle, le insufló su propia alma dentro del cuerpo de modo que el oso quedó allí muerto y él era el oso mismo, ya que estaba animado por el alma del oso”.

El folclorista Juan Antonio Urbeltz en Bailar el caos. La danza de la osa y el soldado cojo ha estudiado el folclore vasco en torno al oso como maestro y señor de los animales, rescatando las danzas ursinas como Hamalau yautziak, y relacionándolo con carnavales de Alpes, Tatras, Cárpatos, Balcanes o Cáucaso. Folclore que ha sido vinculado a su vez con la centralidad de la cultura ursina entre lapones, pueblos siberianos o inuits e, incluso, en las remotas Diabladas de Oruro (Bolivia), en el personaje del Jukamari, el oso andino.

Por su parte, la vascóloga norteamericana Roslyn M. Frank, estudiosa pionera de los sarobes y quien más en profundidad ha investigado su presencia en la psique vasca a través de la figura de Hamalau o Hartzkume, le confiere un papel todavía activo en nuestro inconsciente colectivo. Este hijo de oso y mujer, de extraordinaria fuerza, es el testimonio de una cosmovisión ursina de carácter chamánico, propia de pueblos cazadores-recolectores, en la que reinaba como criatura intermediaria entre el ser humano y los animales, sobre algunos de los cuales ejercía su influencia directa. Y lo más inquietante: aún hoy en día se nos aparece en ciertas pesadillas, relacionadas con el fenómeno de la sleep paralysis o parasomnia.

Testigo elocuente de esta cosmovisión son las constelaciones de la Osa mayor y la Osa menor, vinculadas a las leyendas protagonizadas por Juan el Oso, que el folclorista Antonio Rodríguez Almodóvar califica como “el cuento más antiguo de Europa”. En las versiones euskaldunes, Joan Hartza, fruto de rapto de una muchacha por un oso, conserva la fuerza del padre y la inteligencia de la madre. Un emblema de la fertilidad primordial, sin descartar su aspecto sexual, y que evoca el delicado clásico erótico Oso, de Marian Engel.

Del arte prehistórico al medieval

Para apoyar estas sugerentes teorías, la prehistoria del arte rupestre, también en Euskal Herria, testimonia la presencia de su figura pintada en las cuevas de Ekain, Santimamiñe, Venta Laperra, Altxerri o Erberua, e incluso, en opinión de Urbeltz, en el Idolo de Mikeldi que se exhibe en el patio del Museo Vasco de Bilbo, similar a las figuras ursinas de Armagh (Irlanda). Justamente el cartel de la gran exposición en el Musée d’Archéologie francés en 2017, L’ours dans l’art préhistorique, muestra la sonriente cabeza del oso hallado de la cueva de Isturitze.

Sigue abierta una discusión arqueológica sobre si en aquella época remota existió un ‘culto al oso’ pero lo cierto es que la cultura ursina se fue extendiendo por toda Europa. Lo testimonian no solo el arte y el folclore, sino la exaltación de su filiación entre reyes míticos como Arturo, “el rey oso”, o dinastías reales como la merovingia. Y no escasean precisamente las casas nobles que tenían a gala descender de tan fiero antepasado, y que demuestra la raigambre de apellidos con la raíz euskaldun artz- (vinculada a la raíz onomatopéyica de un gruñido: rks-, arks-, orks-) como Arza, Yarza, Galarza e incluso el popular García. Entre los escudos del Libro de Armería del Reino de Navarra del siglo XVI, se recogen una docena de escudos ursinos, uno tan curioso como el de los Ategui: un oso encaramado a un panal peleando con las abejas por su botín de miel. Igualmente, desde numerosos municipios vascos a grandes capitales europeas como Madrid, Berlín o Berna, todavía conservan escudos ursinos. En la ciudad suiza todavía perdura su célebre fosa de osos pardos.

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Detalle ursino en el pórtico del Monasterio de Leyre. Ione Arzoz

No obstante, y como señala el medievalista Michel Pastoureau en su investigación fundamental El oso. Historia de un rey destronado, en algún momento pasó de ‘rey de la selva’ a figura diabólica —iracunda, glotona y lúbrica—, siendo desplazado por el león como representación canónica de Cristo triunfante. La escultura románica y gótica, también en Euskal Herria, ilustra su nueva categoría como criatura terrible y, por ello, objetivo predilecto, de la caza cortesana. Así aparece en la Virgen del Campo de Maeztu, Sainte-Engrâce, la Catedral de Santa María de Tudela o la enigmática Porta Speciosa del Monasterio de Leyre, donde una cabeza de oso protege una de las jambas y otra asoma entre las arquivoltas en pleno rugido. Motivo ambivalente que en la Catedral de Iruñea tanto aparece luchando por la primacía contra el león cristiano en un capitel como se esconde, transfigurado en bello humanoide velludo, entre la floresta de una ménsula.

Pero la cultura del oso no solo forma parte de un pasado más o menos mítico o como fósil folclórico, sino que ha conseguido sobrevivir infiltrándose y transformándose en nuestra modernidad tecnológica. Sus rastros son numerosos en varios ámbitos, algunos inéditos.

El refugio de los cuentos

El cobijo contemporáneo por excelencia de la mitología ursina ha sido la literatura infantil, el lugar donde todavía sobreviven los sueños y la magia. A cuentos clásicos como Ricitos de oro y Piel de oso, se añade una poderosa tradición protagonizada por el cachorro de oso como trasunto del niño salvaje por humanizar en clásicos modernos ilustrados como Michka, Prosper, Rupert, Gronounours, Petit Ours Brun, Paddington, Winnie The Pooh, u Osito, ilustrado por el genial Maurice Sendak, autor de la célebre fábula ursinoide Donde viven los monstruos. O de dibujos animados como el travieso Oso Yogui, El niño y la bestia, el anime de Mamoru Hosoda, o la popular serie Somos Osos. Por otro lado, el oso también aparece como una suerte de daemon protector: el Baloo de El libro de la selva, de Rudyar Kipling, Lorek, el oso acorazado de La materia oscura, la serie de novelas juveniles de Philip Pullman, o Ben, en la serie televisiva Grizzly Adams. Literatura infantil conectada, sobre todo a partir de principios del siglo XX, con el advenimiento de los peluches mascota de osos. Los célebres Teddy Bears, o los Margarete Steiff —Kamiltxo o Ronky, mascota del basket navarro, nuestras versiones— cuidan de nuestra infancia, y aún de la frágil adolescencia fetichista de medio mundo, lo cual merecería una tesis académica entre la antropología y el psicoanálisis.

Una tradición que arranca literariamente con el cantar épico Beowulf (el ‘lobo de las abejas’), y continúa en las novelas más naturalistas de los norteamericanos James Oliver Curwood y William Faulkner, la fantasía del francés Prosper Mérimée, o las sátiras del finlandés Arto Paasilinna y de la japonesa Yoko Tawada.

Un feminismo latente

La cultura ursina ha ido desvelándose también como cultura protofeminista, que ya estudiara Marija Gimbutas en la cultura Vinca en relación a la Diosa Madre y al controvertido matriarcalismo. Entre los númenes ursinos destacan las diosas del bosque y de los animales como Artemisa/Diana, Artio, Artahedeo, Arduino, Freya u Orsel; papel que heredan las santas cristianas, amansadoras de osos, como Santa Úrsula, Santa Odilia o Santa Orosia, con numerosas ermitas en nuestra tierra.

El oso, según recoge el experto en bestiarios Ignacio Malaxecheverría, es un animal lunar, maternal y femenino —según Jung, symbole terrifiant de la madre—, del cual se “quiere ocultar lo terrible del sentido profundo”

Hay que recordar que los santuarios griegos de Artemisa en Braurón o el célebre de Artemisa Brauronia junto a la Acrópolis ateniense, estaban dedicadas a la protección de las mujeres embarazadas y del parto, y acogían a las ‘ositas’, las servidoras de la diosa en su proceso de iniciación. El oso, según recoge el experto en bestiarios Ignacio Malaxecheverría, es un animal lunar, maternal y femenino —según Jung, symbole terrifiant de la madre—, del cual se “quiere ocultar lo terrible del sentido profundo”. En este sentido, Txema Hornilla coincide que los disfraces de piel de oso revelan procesos iniciáticos, de regreso al útero, “una epifanía de la Gran Madre”. La cultura ursina es, en verdad, cultura de la osa, feminista avant la lettre, que también se muestra primariamente queer, ya que reivindica el salvajismo dionisiaco de las ménades y su hirsutismo freak, estudiado por la escritora Pilar Pedraza, y vinculado explícitamente a la cultura de los peludos ‘osos gays’. ¿Qué es el feminismo si no un deseo de ser osa: salvaje, sin depilar y rugiendo por sus derechos, libre de la cadena del patriarcado?

Políticas ursinas

La relación del oso también guarda una sorprendente conexión con la política. En los países eslavos, donde todavía son abundantes, se los identifica con Rusia, y su ‘abrazo del oso’ se ha convertido en expresión popular. Recientemente, los medios ironizaban acerca de que el presidente Putin hubiera enviado al primer ministro Dmitri Medvédev (medvev, oso en ruso) a ‘hibernar’, es decir, que lo había cesado. O las repúblicas exsoviéticas se quejaban del ‘poder blando’ rusófilo que ejerce la serie animada Masha y el oso.

El ensayista polaco Witold Szablowski acaba de publicar Los osos que bailan. Historias reales de la gente que añora vivir bajo la tiranía (Capitán Swing, 2019), donde relata la vida de los últimos domadores de osos bailarines de Bulgaria y su nueva vida en libertad en el parque de Belitsa. Cada vez que ven a un humano, se yerguen para bailar, igual que la población del antiguo bloque soviético gusta ahora de ‘bailar’ al son de nuevos gobiernos autoritarios.

El oso como paradigma, tanto de la fuerza como de la sumisión. O del irreductible salvajismo político, como en la fábula ilustrada de Dino Buzzati, La famosa invasión de los osos en Sicilia —recientemente llevada a la pantalla por Lorenzo Mattotti—, sobre el comunismo y el colonialismo.

Cada país con cultura ursina vive la ‘ursinidad’ de su carácter nacional a su manera. En la nuestra, durante años disfrutamos de las viñetas de Oroz —recogidas en el volumen Camille y otras fieras— con la osa roncalesa Camille ejerciendo de contrafigura cómica a la presidenta navarra Yolanda Barcina. Pero quizá la encarnación más fiel sea, curiosamente, la epopeya poética Atta Troll. El sueño de una noche de verano, fruto de la estancia de Heinrich Heine en el balneario de Cauterets allá por 1847. Entre carlistas, brujas y agotes, destaca la dramática figura del oso bailarín fugado a una cueva de Roncesvalles y transfigurado en agitador libertario y defensor de los derechos animales… ¿En el bestiario geopolítico, Hartza, el oso vasco, sigue siendo una criatura salvaje o ha retornado para ser un oso bailarín?

Recuperando el trono

El culto al oso, cultivado durante milenios, se ha convertido en (in)confesable fascinación cultural que moldea nuestra infancia de peluches y ositos Haribo, nutre nuestro imaginario de fábulas y avatares ursinos, y guía matriarcalmente nuestra noche en un nuevo ciclo emancipatorio. Paradójicamente, justo cuando el oso se halla en riesgo de extinción, y el Ártico ha dejado de ser la arcadia de los osos…

Una fascinación por nuestro lado salvaje, que tiene su vertiente humorística en Who wants to be a Polar Bear? (Hatje Cantz, 2019), la recopilación del coleccionista Jochen Raiss de fotos amateurs entre las décadas de 1920 y 1960 de gente que gustaba disfrazarse de oso polar en hoteles o estaciones de esquí, en compañía de muchachas de vacaciones. Y su vertiente tragicómica en Grizzly Man (2005), el impactante documental de Werner Herzog sobre Timothy Treadwell, el documentalista que fue devorado en Alaska por los osos a los que tanto amaba.

Al mismo tiempo, el oso se ha convertido en icono contra el calentamiento global
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Manifestación en Pamplona de la Huelga por el Clima convocada por Fridays for Future el pasado 27 de septiembre.

Al mismo tiempo, el oso se ha convertido en icono contra el calentamiento global. En la localidad siberiana de Ryrkaypiy, ha aparecido recientemente una manada de osos polares hozando en la basura, ya que el deshielo de los polos les ha privado de su medio natural. Al igual que en las grandes manifestaciones ecologistas en todo el planeta, en la Huelga por el clima celebrada en Iruñea en 2019 convocada por el movimiento Fridays For Future, junto a la silueta de Greta Thunberg con sus características coletas, un manifestante disfrazado de oso polar encabezaba la marcha. El oso, ese rey desterrado, recupera poco a poco su trono, y protagoniza junto a la adolescente ecologista el rescate simbólico más sorprendente de nuestra posmodernidad vintage. Aunque un apesadumbrado Pastoreau señale que “al matar al oso, su pariente, su semejante, su primer dios, el hombre ha matado desde hace tiempo su propia memoria y simbólicamente se ha matado un poco a si mismo”, quizá los rastros que hemos recogido en nuevos ámbitos demuestren que el retorno de Hartza es un hecho…

Martes, 25 de febrero. En Arizkun, Valle del Baztán, Hartza Nikolas baja del monte para cerrar el ciclo carnavalesco tradicional. Entre sagardantzariak, al ritmo del zortziko, persigue a los niños y ataca al hartzazain, revolcándose en el suelo, borracho como una cuba. Feroz, salvaje, irreductible, quizá no sabe que es la primera y última deidad de nuestro pasado que ha hallado una vía imaginaria de supervivencia. Como gritaba el oso rebelde Atta Troll: “Hijos, ¡el futuro es nuestro!”.

EL OSO EN NAFARROA

La jornada celebrada a finales de noviembre de 2019 La presencia del oso pardo en el Pirineo navarro mostró que el oso no es solo una figura relevante en nuestra cultura antropológica. Y la nutrida afluencia de 120 asistentes en el Baluarte de Iruñea —de ganaderos a ecologistas, pasando por guardas forestales y miembros de la Benemerita— demostró que, al menos en Nafarroa, sigue siendo una realidad polémica. Tras la muerte en 2010 de Camille, la última osa autóctona, la reintroducción en 2018 en la muga con Francia de dos osas eslovenas, Claverina y Sorita, ha reavivado el desencuentro de la administración navarra con los sindicatos agrarios y el Valle de Roncal.

Las diferentes ponencias de José Vicente López Bao, de la Universidad de Oviedo, y de Guillermo Palomero, de la Fundación Oso Pardo, demostraron no obstante que la convivencia entre oso y ganadería es no solo posible en la cordillera Cantábrica (350 osos) y el Pirineo Oriental (50 osos), sino hasta beneficiosa como desarrollo turístico, pero no convencieron a gran parte de ponentes y público. Patxi Zabalza, del sindicato ganadero EHNE, se mostró reticente y negó esta posibilidad en el Pirineo occidental, mostrándose muy crítico con las medidas adoptadas para minimizar o reparar los daños de los inevitables ataques al ganado —geolocalizadores, collares antidepredadores, pastores de apoyo, cercados virtuales, mastines—, considerando la presencia de las osas la puntilla para el sector de la ganadería extensiva, abandonado a su suerte.

Los datos y argumentos de Gloria Giralda, representante del Gobierno navarro, se convirtieron en munición para un tercer grado por parte de pastores roncaleses que preguntaban por perdidas concretas al tiempo que rechazaban toda ayuda preventiva. Por otra parte, la expresiva intervención de Jone Alastuey, presidenta de la Junta del Roncal, que se dolió de la desatención del valle, caló entre el público: “¿Cómo es posible que no podamos tener a una pediatra navarra, y nos envíen dos osas eslovenas?”.

A los ojos de un espectador ajeno parece claro que una política decidida —basada en la transparencia, la participación, la agilidad y la generosidad en las ayudas— que hasta ahora ha brillado por su ausencia, puede minimizar daños y hasta revertir la percepción sobre grandes carnívoros como el oso pardo. Y que una atención real en todos los órdenes, destinada a la recuperación de los valles de montaña —parte de la Nafarroa vaciada— podría cambiar la situación radicalmente. Esta jornada fue un primer paso positivo en esa buena dirección, aunque queda todavía lejos de la excelencia de Asturias o Aragón, cuyo estudio Reinventar los pirineos. A propósito del conflicto del oso (2011), está repleto de sugerencias replicables.

Según declaró en enero Itziar Gómez, consejera de Desarrollo Rural y Medio Ambiente, el Gobierno de Navarra ha gastado 132.000 euros (de los 150.000 presupuestados) en el Plan de Acción Oso pardo, entre medidas preventivas y la compensación de los 13 ataques acaecidos desde noviembre de 2018 (16 ovejas y 4 corderos muertos), al tiempo que anuncia que su departamento trabaja en un plan para la ganadería extensiva en el Pirineo. Mientras, desde los sindicatos agrarios se sigue arremetiendo contra el oso, como Gonzalo Palacios de UAGN, que declaró —en un alarde de humanización llena de viejos resabios antiursinos— que el oso “está asesinando nuestro ganado”. La complicada convivencia de milenios entre el oso y la población vasca no puede acabar con el exterminio de este plantígrado, central en nuestra cultura antropológica y también para la actual sensibilidad ecológica, que además sancionan, por una vez contra toda lógica burocrática, las directivas y programas europeos como Life y Red Natura 2000.

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