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Racismo
Al final del verano
Al final del verano, en su último día, desokuparon La Quimera, en Lavapiés.
Casi 300 policías entraron el 21 de septiembre las 5h de la mañana por las escaleras de sus tres pisos de casas, con nombres y fotos de algunas personas que allí vivían y ordenando a todas las demás que se tirasen al suelo para proceder a interrogarles. Algunos estuvieron hasta tres horas retenidos.
Tres horas y 13 detenidos más tarde, el que tuvo suerte pudo recoger sus cosas antes de marcharse, el que no la tuvo ni siquiera eso. La razón esgrimida esta vez eran las quejas de los vecinos por la venta de droga en su interior.
Hace no tantos años nos emocionaban las imágenes de los desahucios, la gente llorando aferrada a las puertas, las vecinas solidarias gritando enfervorecidas, las redes de solidaridad que se creaban… Pero ese miércoles Madrid siguió su ritmo de cada día, indiferente al dolor de sus vecinas. No hubo concentraciones ni gritos ni pancartas ni lemas.
La Quimera era una casa okupada en mitad de Lavapiés, el nuevo barrio a gentrificar. También un posible punto de venta de droga, pero también, y sobre todo, el hogar de 70 personas
Apenas una hora más tarde de la desokupación, la ciudad comenzaba a levantarse en un miércoles cualquiera, con su ducha y su café, su metro, su autobús, sus atascos y sus filas de coches de progenitores a las puertas de los colegios. Todo normal en su jornada laboral de mitad de la semana, cuando empieza ya a saborearse el viernes. Nada raro pasaba ese día, o sí: decenas de madrileños en situación de vulnerabilidad y exclusión social esperaban en esos momentos en el parque El Casino de la Reina una solución a la desokupación que acababa de dejarles sin casa. Porque es cierto que no pagaban alquiler ni tenían escrituras, pero convengamos también que esa era su casa. El lugar al que llegaban por la noche y donde desayunaban, se duchaban y dormían cada día.
La Quimera era una casa okupada en mitad de Lavapiés, el nuevo barrio a gentrificar. También un posible punto de venta de droga, aunque es seguro que, de ser así, la policía, que hacía guardia en su puerta continuamente, no acababa de enterarse. Pero también, y sobre todo, el hogar de 70 personas. Un portal de vecinas como cualquier otro, con sus tres pisos de amistades, confidencias, rencillas y celos.
Así pues, parte de esas vecinas esperaban una solución tiradas al sol en El Casino de la Reina esa mañana de miércoles en la que Madrid ni se inmutó. Y la solución llegó, pero, como siempre, no lo hizo de la mano de las instituciones públicas, teóricas encargadas de velar por nuestro bienestar, sino del corazón de algunas madrileñas, que hicieron suyas las preocupaciones de sus vecinas y abrieron con generosidad y esperanza las puertas de sus casas.
La Quimera era una casa okupada y no una casa okupa. Es por eso que no había abogados de guardia, instrucciones o consignas preparadas y la mayoría de las que allí vivían se vieron sorprendidas pues desconocían completamente sus derechos.
No puedo ni imaginar el susto de ser levantada una mañana por la policía en mi propia casa mientras me pregunta a gritos por mis vecinos. No puedo ni imaginar la situación traumática por la que tuvieron que pasar estas personas. El miedo, la impotencia y la desesperación de encontrarte una mañana aún más vulnerable de lo que te acostaste la noche anterior: sin papeles, sin trabajo fijo y, ahora también, sin casa. Justo, justo cuando empieza el frío, al final del verano.
Aunque de frío en La Quimera se sabía ya mucho. Sin calefacción en los duros inviernos de Madrid, también en pleno temporal de Filomena, con medidas de hacinamiento insalubres para una capital europea, de día y de noche rodeada de policía… Al fin, una aldea gala en el corazón de la nueva gentrificación de la capital.
La Quimera simboliza e implica muchas cosas, también como laboratorio, experiencia e imagen social de resistencia.
El problema con La Quimera no son las drogas, por mucho que algunos medios se conformen con esa explicación simplista, sino la Ley de extranjería y las nefastas consecuencias que tiene para muchas de nuestras conciudadanas
El Ayuntamiento de la capital dijo ese mismo día que ninguna de las personas desahuciadas necesitó una solución habitacional. No porque fuera cierto, sino porque la solución habitacional que se les ofrecía era una cama en los servicios del Samur social, es decir, un albergue para indigentes de larga duración que tienen problemas de dependencia o mentales y porque la red solidaria de acogida funcionó, como siempre y una vez más, al margen de las instituciones oficiales, aquellas que son nuestras, nos pertenecen, pagamos y deben rendirnos cuentas. No se trata ya de hospitalidad sino de justicia.
El problema esta vez no son las drogas, por mucho que algunos medios se conformen con esa explicación simplista, sino la Ley de extranjería y las nefastas consecuencias que tiene para muchas de nuestras conciudadanas. Ese laberinto con pocas y estrechas salidas por el que se ven condenadas a vagar durante años personas que no han cometido otro delito que desplazarse más allá de las fronteras que les vieron nacer y que aman y respetan las ciudades que habitan muchas veces más que otras que no valoran la belleza de su cotidianeidad.
Y amar la ciudad es también hacer barrio en y de ella; de lo que saben mucho los africanos, que dan olor, color, sabor y sonido a cada espacio que habitan.
La indiferencia no puede frenar la solidaridad, son y serán nuestras vecinas y, si Madrid quiere seguir siendo “el pueblo grande”, es decir, respetándose a sí misma, no queda otra que darles sal la tarde de domingo cuando todo está cerrado. También aunque sea al final del verano.