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Pequeñas grandes victorias
Si creen
Si hemos cantado todas las canciones; si hemos coreado “sanidád, publicá”, con ese acento cambiado para anudar el ritmo; si lo hemos dicho todas las veces: “La sanidad no se vende, se defiende”; si nos sabemos la teoría, que es la práctica; si hemos comprobado que la atención primaria es la forma de lograr una población más sana, reducir la desigualdad y acompañar al paciente a lo largo de todos sus procesos vitales y que sin la visión abarcadora de cada médica o médico de familia acierta menos la intervención aislada de los especialistas.
Si al subir al autobús y oír “la ruta está desviada porque hay una manifestación”, dos mujeres que iban a trabajar han dicho: ahí deberíamos estar; y si hemos contestado “allí vamos, iremos por vosotras”, y ellas han levantado la mirada y han asentido. Si al día siguiente hemos preguntado al camarero del bar por su fin de semana: “Estudiando”, ha dicho, “poco ocio”, “me habría gustado ir a la manifestación”, si hemos sumado a todas las personas que quisieron ir y no pudieron.
Si hemos cantado todas las canciones. Si creían que íbamos a ser menos pero hemos sido más. Si pensaban que nos aburriríamos; si no sabían que la pasión, el entusiasmo y el enardecimiento podemos fabricarlos con pico y pala una y mil veces para defender lo público.
Si hemos buscado a personas de entre quince y treinta años y nos ha parecido que, aunque había, faltaban más. Si hemos pensado: el tiempo aún no les dice lo que grandes medios de comunicación callan; la vida les lleva desde la intensidad a la angustia y vuelta a empezar. Si nos hemos dicho: también, quizá, no vienen por lo que hicimos, y por lo que no hicimos, por los cartuchos quemados, por las veces en que pareció que se harían transformaciones y luego no se hicieron. Si nos hemos dicho que, siempre, en el error de las de abajo hay dos errores: uno, el de todo lo que estuvo fuera, los empujones, el juego sucio, la desventaja. Y otro, lo que sí pudo haberse hecho bien.
Si hemos soñado con la rectificación de los representantes y de esa parte nuestra que representan. Que alguien saliera, que muchas y muchos salieran para decir: malgastamos los apoyos, lo intentamos con afán pero no siempre como mejor supimos, se interpuso la soberbia nuestra o nos dejamos engañar, y no reconocimos que nadie es, que ningún representante público es en sí mismo solo: es siempre una pizca de quienes le sostienen, de quienes están y de quienes aún no han venido. Si hablar así tuviera que ver con el humus de la tierra que somos, con la humildad, sí, pero no, nunca, con la debilidad de quien acepta críticas impuestas con violencia comunicativa o física. Si la humildad está también hecha de orgullo, porque el orgullo es distinto de la soberbia. Porque la soberbia nace al creer que tú te lo ganaste, y el orgullo al ser parte de una cadena inextricable de luchas y de todo lo que consiguieron.
Si, camino de la plaza desde donde salía una de las columnas, hemos visto el cartel de una niña pintado con ceras y decía: “Yo defiendo a mi pediatra”. Si hemos querido rezar de modo laico cada pancarta —“cuántos más deben morir”, “ahora, Madrid, ahora hay que aplaudir”, “la vocación no justifica la explotación”—, y aquella de una campaña francesa que sigue en pie: “Porque cuando todo sea privado, seremos privados de todo”.
Porque hemos salido a la calle a construir, porque estamos sosteniendo la vida. Podríamos dejar de cantar y construir pero no, nunca, para resignarnos. Y han de temer que pase
Si hemos cantado todas las canciones. Si creen que nos cansaremos, han de saber que sí: podríamos cansarnos del cansancio; si no hay respuesta justa a la reclamación podríamos no cantar y no volver. Y han de temer que pase. Porque hemos salido a la calle a construir, porque estamos sosteniendo la vida. Podríamos dejar de cantar y construir pero no, nunca, para resignarnos. Y han de temer que pase.
Y si creen que no nos cansamos del cansancio, han de saber que podríamos hacerlo. Y que el resultado no será la resignación.