Pensamiento
Vita lenta: lo antisistema de estar presente

Quiero reivindicar el placer de hacer cosas inútiles, entendidas estas como aquellas que no llevan a nada o no tienen por qué llevar a nada.
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La edad de jubilación ha aumentado tras la última reforma de las pensiones llevada a cabo en 2013. David F. Sabadell

No sé que tienen los reels de ventanas que dan al mar con cortinas blancas ondeando al viento que me generan tantísimo placer, tal vez sea que solo soy un chico mediterráneo viviendo en Madrid, con todo lo que eso supone. O, tal vez, sea que me hacen pararme, me detienen en mitad del frenético ritmo del día y a día, me recuerdan la calma de donde vengo, de una vida pasada, puede que tan pasada que se remonte a la infancia. Me hacen ser consciente, me hacen estar presente.

Mi pareja y yo tenemos una rutina que replicamos cada día antes de irnos a trabajar: nos paramos frente al gran ventanal de nuestro piso en el barrio más periférico de Madrid y miramos la inmensidad de color verde que se extiende ante nosotros, nos cogemos de la mano, respiramos y nos recordamos que estamos aquí, que hacemos lo que hacemos porque queremos estar ahí. Puede parecer bonito, que lo es, pero hasta cierto punto también da miedo tener que recordarse a diario por qué se está yendo a trabajar, por qué abandonamos nuestra casa para pasar diez largas horas en modo autómata. Digo diez horas porque a las ocho de jornada laboral hemos de sumarle las dos horas de metro que hemos asumido con tal de alejarnos del ruido, del gris, de la masificación, de la hostilidad.

Da miedo tener que recordarse a diario por qué se está yendo a trabajar, por qué abandonamos nuestra casa para pasar diez largas horas en modo autómata

Precisamente escribo esto tras pasar la hora de vuelta en metro leyendo el libro que me regaló mi pareja por mi cumpleaños —porque sí, he de encajar mis momentos de ocio en medio del mecanismo de alienación llamado semana laboral—, en este libro se menciona la regla de los tres ochos: ocho horas para trabajar, ocho para dormir y ocho para lo que quieras. El único compartimento de esos que no varía bajo ninguna circunstancia es el del trabajo, puedes perder horas de sueño, debes dedicar horas “libres” a desplazarte al trabajo —yo ya pierdo dos a diario—, debes dedicar horas de ese tiempo libre a prepararte para el día siguiente, a hacer cosas de casa, cosas de adulto, total, que al final de todas esas magníficas horas para tu goce y disfrute solo te queda media hora que terminarás dedicando a deslizar el dedo por alguna red social con la esperanza de no tener ni un solo pensamiento productivo más.

Es increíble que la regla que cimenta y sostiene nuestro sistema sea una regla errónea por definición, pero es que es más increíble que nuestra vida sea eso que pasa de fin de semana en fin de semana, de vacaciones en vacaciones, como el juego de la oca.

Con estas palabras no pretendo insubordinar a los proletarios del mundo, o animar a un motín colectivo en las empresas, creo que lo único que pretendo es quejarme, es escribir algo que no sea un informe, un artículo para mi tesis o un correo electrónico agradeciendo la participación en un estudio. Quiero sentir que soy algo más que mi trabajo, que el paso de las horas en una oficina.

Aquello que no nos permite estar presentes será ridículo y absurdo cuando llegue el momento en el que ya no podamos seguir siendo conscientes

Quiero reivindicar la vita lenta, un modo de vida alejado del hostigamiento del tiempo, de la productividad, de la utilidad, quiero reivindicar el placer de hacer cosas inútiles, entendidas estas como aquellas que no llevan a nada o no tienen por qué llevar a nada, como dice un famoso audio de Instagram: dolce far niente, lo bonito de no hacer nada. Es un meme, pero también es una declaración política: No quiero tu sueño americano, quiero mi siesta mediterránea.

Escribo estas líneas proyectándome como un señor siciliano de avanzada edad, de piel tostada con un tatuaje en el pecho que reza Tutto pasa, y es que todo termina pasando, y las preocupaciones del hoy no serán nada en el mañana, y aquello que no nos permite estar presentes será ridículo y absurdo cuando llegue el momento en el que ya no podamos seguir siendo conscientes.

Exhorto a quien me lea, si es que lo hace alguien, a que se detenga un instante, que respire, que se recuerde que está vivo, que es el dueño de su vida —el capitán de su alma, como diría Whitman—, que el tiempo va a seguir corriendo haga lo que haga, así que: disfruta, aprovecha cada instante, estate presente y sé consciente de aquello que haces, y abraza la vita lenta, el dolce far niente.

Tal vez solo sea un chico mediterráneo en Madrid que necesita vivir en la última parada de una línea de metro para sentirse a salvo, puede que solo sea un chaval tratando de hacerse presente escribiendo, lo que tengo claro es que si solo soy la media hora de tiempo libre que tengo al día, pienso disfrutar cada uno de esos treinta minutos.

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