Pensamiento
Luciana Cadahia: “Frente a la idea de nación oligárquica hay que pensar la de una nación plebeya”

La estigmatización del término populismo se ha extendido en los últimos años. La profesora Luciana Cadahia defiende la vigencia de esa idea, que emparenta con el socialismo en su búsqueda de la igualdad de todos los seres humanos.
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Luciana Cadahia, docente despedida por motivos políticos del Departamento de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá. David F. Sabadell
21 jul 2019 06:12

El despido de la profesora Luciana Cadahia (Buenos Aires, 1982) suscitó una carta de protesta y una reflexión sobre la represión en el interior de las universidades en la Colombia de Iván Duque. En un contexto de retorno de la derecha en América Latina, esta profesora de Filosofía Política en la Universidad Javeriana de Bogotá fue expulsada por su posicionamiento político de un claustro formado por una inmensa mayoría de hombres.

Sus investigaciones en el campo del pensamiento político no han cesado a partir del despido y algunas de ellas se han visto reflejadas en El círculo mágico del Estado (Lengua de Trapo, 2019), una reivindicación política del populismo. Se trata de una apuesta complicada, ya que el término es objeto de las críticas más feroces por parte de los poderes establecidos —y de amplios sectores de la izquierda— tras la irrupción de Podemos en el año 2014. Pero Cadahia tiene las bases suficientes para defender su validez.

Esta profesora aventura que “a veces, el problema de la izquierda es que ha quedado en un rol testimonial, y no digo que todo el mundo, pero mucha gente se siente muy cómoda en ese rol de ser una resistencia que nunca va a gobernar”. Cadahia, que se considera parte de la ‘academia militante’ defiende la necesidad de inventar “formas de gobernabilidad, asumirnos e imaginarnos como formas de gobierno feministas, pluralistas, igualitarias que traten de pensar una alternativa de futuro porque lo que está haciendo el fascismo y la socialdemocracia neoliberal, es llevarnos, como decía Marx, a la autodestrucción”.

El populismo es una etiqueta que se usa para tratar de mezclar proyectos antagónicos, de izquierda y de extrema derecha. ¿Por qué crees que tiene sentido salvar una categoría que tiene esta carga tan negativa?
Cualquier fuerza política que ha surgido en la historia, desde la modernidad hasta ahora, y que ha amenazado los poderes realmente existentes ha sido una fuerza estigmatizada. De hecho, en el Manifiesto Comunista, Marx lo dice claramente: las fuerzas de la reacción llaman comunismo a todo lo que temen incluso aunque eso sea de derecha o de izquierdas. Todo lo que amenazaba al orden capitalista establecido era una amenaza. Por tanto, si queremos, le podemos cambiar el nombre, pero si le ponemos otro nombre y sigue siendo una fuerza política capaz de alterar el statu quo y posibilitar una transformación social, automáticamente va a ser un término estigmatizado. Por eso, la labor de lo que me gusta llamar la academia militante es encontrar la manera de explicar y mostrar lo que han sido las experiencias populistas y, sobre todo, lo que han sido las experiencias populistas en América Latina. Creo que haciendo una pedagogía del término podemos romper el sentido común estigmatizante alrededor del mismo.

Por parte de ese establishemnt se denuncia la “antipolítica” y por otro lado hablas en tu libro de la “postpolítica”. ¿Cómo chocan esos dos conceptos —antipolítica y postpolítica—?
El término de la postpolítica es un término que ha posicionado bien Chantal Mouffe; consiste en entender que la socialdemocracia europea se ha convertido en una socialdemocracia neoliberal y eso ha implicado una desafección de la política. Ha producido un corte entre lo que sucedía en las instituciones y lo que le sucedía a la gente. Se asume que el político era un profesional que simplemente seguía un procedimiento y que eso no tenía nada que ver con la vida de los ciudadanos. Esa desafección es lo que Mouffe llama “la pospolitica”. Lo que ha sucedido con la crisis de 2008 en Europa es que la gente se ha empezado a dar cuenta de que estos políticos profesionales estaban perjudicándoles la vida. Si bien el desmantelamiento del Estado de bienestar por parte de estos políticos se venía configurando desde hace algunas décadas, lo cierto es que la crisis de 2008 manifiesta ese desmantelamiento. Eso implica un despertar de la política.

Ante ese despertar, y en eso hay reminiscencias con los años 30, surgen dos fuerzas. Una es la que algunos llaman populismo de derechas, yo prefiero no llamarlo así, prefiero llamarlo literalmente fascismo. Esa fuerza fascista vuelve a conectar la dimensión afectiva con el ámbito de la política. Lo que pasa que este fascismo es un fascismo que, si bien reactiva la fuerza pasional de los sectores populares, tiene como finalidad recrudecer el neoliberalismo. No es que quieran crear ese vínculo para volver a un Estado de bienestar o volver a dar derechos y posibilidad de participación política a los ciudadanos. Es un despertar político que crea un vínculo emocional pero que no necesariamente va a permitirle a la gente hacer un desarrollo crítico de la política.

Surge también otra fuerza, que es a la que a mí me gusta llamar populista. Esta piensa que el vínculo entre los afectos y la política va a servir para una transformación social en un sentido igualitario y de recuperación de las instituciones. En el caso del fascismo es para recrudecer el neoliberalismo y en el del populismo es para repensar la democracia, propiciar la igualdad, recuperar las instituciones y radicalizar las cosas: problematizar el capitalismo. Algo que la socialdemocracia neoliberal ha olvidado por completo.

¿No es más apropiado hablar de neofascismo, habida cuenta de que hay diferencias clave con respecto a los años 20 y 30 del siglo XX? Una de las primeras diferencias es la ausencia casi total de milicias o fascios vinculados a los nuevos partidos de extrema derecha.
No soy muy partidaria de poner los prefijos ‘neo’ o ‘post’, porque me parece que el mismo término puede ser resignificado para nuestra época. Si lo llamamos fascismo es porque hay algo del orden del pasado que se reitera. También hay una transformación: en la medida en que el pasado frota con el presente se generan cosas nuevas. Cuando una habla de que hay un retorno del fascismo, lo que dice es que hay una lógica de lo político identitaria que tiene una manera de construir lo político a partir de la exclusión y eliminación del otro. Creo que, en términos de Carl Schmitt, esa es la esencia de la lógica política del fascismo. Por eso yo prefiero hablar sencillamente de fascismo. No desestimo que pueda surgir otro término pero, dado que todavía no encontramos la manera de nombrarlo y, dado que se reitera esa lógica excluyente de lo político, me parece que es apropiado llamarlo así.

Si nos desmarcamos del contexto europeo y pensamos que la lógica fascista es una lógica que opera en todo el mundo —y si nos vamos al contexto latinoamericano, y pensamos por ejemplo en Colombia— vemos cómo el paramilitarismo es una forma de milicias fascistas. Es decir, son grupos armados paraestatales pero que dependen del Estado y que hacen acciones criminales, organizaciones que matan a líderes sociales y territoriales. En Europa no se da esa forma política, porque las dinámicas son otras, pero en lugares donde sí las necesitan, las vemos renacer.

Igual que en el 20 o 30 estos partidos cumplen una función respecto al statu quo.
Efectivamente. Tengo una obsesión con pensadores de los años 20 y 30. Hay resonancias que hay que escarbar de ese pasado para entender qué es lo que se repite y que aparece nuevo. Hay tres pensadores que, desde que irrumpió la crisis de 2008, considero claves: [José Carlos] Mariátegui en América Latina, [Walter] Benjamin en Alemania y [Antonio] Gramsci en Italia. Ellos ven esa crisis a nivel europeo pero también global, que tuvo lugar en los años 20 y 30, y cómo esa cierta forma de socialdemocracia o de liberalismo da lugar a esta irrupción fascista para contrarrestar al comunismo de aquel entonces.

Esa socialdemocracia o ese liberalismo termina pactando con el fascismo porque le da más miedo la transformación que pudiera propiciar el socialismo o el comunismo que la lógica de muerte o la necropolítica que propiciaba el fascismo. Y hoy pasa algo parecido: a Ciudadanos, que se declara un partido de centro, le da más miedo pactar con la izquierda española —con el progresismo, ya sea Más Madrid o Podemos— que pactar con Vox. Eso se repite. De nuevo, si vamos al contexto latinoamericano hay cierto liberalismo que está más dispuesto a apoyar a figuras como [Jair] Bolsonaro o Iván Duque que a apoyar a fuerzas progresistas como pueden ser Lula Da Silva, Cristina Kirchner, etc. De alguna manera, el fascismo de los años 30 y el fascismo actual son un gran medida un invento del liberalismo. Como un monstruo que se les sale del control pero que ellos ayudan a crear.

Reivindicas la validez de lo nacional-popular y experiencias como las de Bolivia, Ecuador o Venezuela. Con una historia colonial, de racismo, como la que tenemos en España y en el continente europeo, puede rechinar esa reivindicación de lo nacional. ¿Qué diferencias ves con Latinoamérica y qué posibilidades de transformación ves en ese sentido? 
Estamos en una crisis humanitaria, ante una crisis civilizatoria, y la estructura que organiza el mundo es una estructura global. Creo que, como intelectuales, tenemos que tener un pensamiento internacionalista. Tenemos que tratar de entender cómo unas cosas pueden resonar en otros lugares, entendiendo que en cada lugar hay singularidades. En ese sentido, creo que necesitamos un internacionalismo plebeyo, en el que podamos encontrar los puntos comunes de los explotados en el mundo. Me parece que el feminismo es una de esas pocas experiencias plebeyas que están adquiriendo ese tinte internacionalista, y el populismo también lo es.

Esas experiencias, el populismo, el feminismo, son experiencias nacional populares. Y ahí me gustaría hacer una distinción que el pensador argentino, que radica aquí en España, Jorge Alemán, ha hecho y yo la he hecho propia, y es que Europa necesita entender algo que la misma Europa nos enseñó a los latinoamericanos —porque lo dijo Gramsci— y es que hay dos formas de entender la idea de nación. Hay una idea de nación construida por las élites tanto en Europa como en América Latina, donde está acompañada de un proceso neocolonial.

Hasta que no se entienda cuánto dependemos los unos de los otros, no vamos a crear una verdadera solidaridad internacionalista y de abajo, tan necesaria en este momento de crisis humanitaria

Vienen las independencias latinoamericanas y las élites construyen una idea de nación oligárquica cuya finalidad es hacer desaparecer aquello que no resuene a la cultura europea. Entonces, el negro desaparece, el indígena desaparece, el campesino desaparece; y es una construcción de nación excluyente por un lado, que también intenta construir una identidad. Pero es una “identidad identitaria” porque, para construir ese imaginario de nación necesita reprimir, matar y excluir de la memoria y de la historia a los de abajo. En ese sentido, la bandera española del franquismo es un símbolo nacional oligárquico que necesitó excluir a los republicanos o la izquierda española.

Frente a esa idea de nación oligárquica hay que pensar una noción de nación plebeya. Una nación construida por los de abajo, una identidad no identitaria construida por los excluidos: por el negro, por el indígena, por el campesino, por la mujer, por las comunidades diversas. Esa identidad de los de abajo posibilita una forma de reconocimiento no identitaria que permite articular y construir un sujeto político para la emancipación.

Lo que creo es que hay que reactivar esta vocación internacionalista del pensamiento y reactivar una experiencia nacional-popular internacionalista. Construir identidades de abajo desde las distintas naciones populares —porque ahí es donde está la singularidad— pero que, a su vez, eso pueda articular con los de abajo de otros países. Es una idea de lo nacional-popular muy diferente.

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Luciana Cadahia es Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid con mención Europea para reconocimiento de la Unión Europea David F. Sabadell
¿Cómo se relaciona el populismo con los otros proyectos de emancipación, en primer lugar con el socialismo?
El populismo nace como una doble anomalía. Nace como una anomalía con respecto al liberalismo y nace como una anomalía con respecto al socialismo. Hay una tensión ahí, entre populismo y socialismo, que pertenece a una misma matriz igualitaria, y eso es lo que me parece que quizá el socialismo tiene más dificultades para reconocer. Creo que el populismo es heredero del marxismo, es heredero del socialismo, en un sentido muy sencillo y es en pensar un proyecto político que garantice materialmente la igualdad en el mundo. La igualdad en la diferencia, es decir, que cada uno ejerza su singularidad en sociedades igualitarias. La tensión está en cómo hacer material esa igualdad. No creo que populismo y socialismo estén en las antípodas, aunque hay una tendencia del socialismo a ponernos en las antípodas.

Trato de sacar a la luz determinado discurso político liberal contemporáneo que ha intentado crear una disociación entre afectos y política

En caso el latinoamericano, esa tensión, hoy en día, no se explica tanto como podía darse en los años 60 y los 70 y 80, sino que se manifiesta sobre todo en los debates académicos, porque luego en la praxis la cosa está más unida. En lo académico, es una tensión entre el autonomismo y el populismo alrededor de una cuestión básica como es el papel del Estado. El autonomismo tiende a rechazar la presencia del Estado como un mecanismo de emancipación social, y el populismo considera que el Estado y las instituciones son un actor más en la construcción de la emancipación frente al gran capital.

En Europa, salvo en el ámbito de los debates académicos, todavía no se ha terminado de explicitar esa tensión entre cierta pulsión autonomista y la pulsión populista. Estoy pensando en posturas como la de Toni Negri, que es autonomista y contrario al populismo, o la de [Jacques] Rancière, que piensa en una democracia directa frente a una democracia representativa.

En el caso español hay símbolos como la bandera de España, que en los 2000 pudo tener una cierta resignificación pero que, a raíz de la vuelta de discursos fascistas y del debate en torno a Catalunya parece difícil que vuelva a cuajar. ¿Desde dónde plantearías un posible cambio acorde con esa idea de lo nacional popular? 
Creo que esa es la encrucijada en la que se encuentran, porque en el fondo no es una idea de nación identitaria si no es cómo resignificar determinadas cosas para construir un sujeto político plebeyo, un sujeto emancipador. Lo nacional popular es el sujeto político emancipador, y eso lo enseñaron las experiencias de principios del siglo XX en España. Estoy pensando la manera en que los anarquistas entendían el cine para construir una sensibilidad nacional popular, en las Misiones Pedagógicas... hay un montón de experiencias de este tipo en Europa, de principios del siglo XX, de las que los latinoamericanos hemos aprendido. De hecho, lo nacional popular en América Latina en países como Argentina es construido por muchos migrantes españoles e italianos, comunistas, anarquistas, que fueron expulsados por el franquismo, por el fascismo europeo.

Voy a recoger una idea de José Luis Villacañas: creo que es importante que España entienda que hay una inteligencia latinoamericana que en cierta medida es una inteligencia española. Y hasta que eso no se vea, hasta que no se entienda cuánto dependemos los unos de los otros, no vamos a crear una verdadera solidaridad internacionalista y de abajo, tan necesaria en este momento de crisis humanitaria. Porque el neoliberalismo actual impide imaginar futuro.

El ensayo propone el reestablecimiento de los afectos como protagonistas de la política. ¿Cómo se reflejan los afectos en la política?
Por lo general se dice que remitir a los afectos en política es algo peligroso y que por lo tanto, como el populismo reactiva la dimensión de los afectos, el populismo es una experiencia peligrosa que nos puede remitir a lo peor del pasado, sobre todo europeo, que son las experiencias totalitarias donde las pasiones y los afectos estaban a la orden del día como política de masas. Lo que intento hacer en el libro es, en primer lugar, preguntarme quién es el que dice eso, por qué se naturaliza esa afirmación, la de que los afectos son peligrosos. Trato de sacar a la luz determinado discurso político liberal contemporáneo que ha intentado crear una disociación entre afectos y política. Es el discurso de la postpolítica, que propicia la desafección y considera que la política es una elección racional, de cálculos, beneficios, etc. 

Doy un segundo paso que es tratar de mostrar que la anomalía no son los afectos, que la anomalía es pensar que los afectos no deben estar. Lo hago mediante una genealogía, sobre todo desde el romanticismo en adelante, que muestra que en el pensamiento político moderno y contemporáneo siempre han estado presentes los afectos. Incluso, Hegel dirá que nada grande se ha hecho sin pasión. Esa dimensión de lo dizque “irracional” siempre ha estado presente. En el caso de América Latina nunca han desaparecido, en el caso europeo, está desafección de la política en realidad ha sido una sublimación de los afectos. Porque los afectos, en lugar de estar asociados a un partido político estaban asociados al programa del corazón, a la telebasura... lo que se produjo con la irrupción de Podemos es que se desveló los afectos colectivos estaban siendo controlados por el neoliberalismo en España a través de la telebasura y de un montón de otras cosas. No es que hubiera desaparecido sino que se habían desplazado desde el campo de la política hasta el campo del mercado. Podemos mostró que esa afección colectiva tenía que reencauzarse políticamente para que pudiera problematizarse críticamente. Pero el control de los afectos siempre ha estado, y la construcción colectiva de los afectos, también. 

¿Es el feminismo una garantía para conseguir esa democratización de las sociedades, que en 2011 parecía tan urgente y que ha quedado ahora sepultada por otro tipo de urgencias? 
Ha quedado sepultada pero, si uno ve lo que es el 8M en España y la capacidad de las mujeres para explicar —y esto es algo que piensan mucho las feministas en España— cómo la reproducción de la vida es un problema político del capitalismo, y se ve cómo cada 8M se hace más explícita esa dimensión, creo que ahí hay algo, hay una tecla que todavía no se ha tocado del todo y que es una reserva de futuro no solo en España sino también para el mundo. El 8M español es inspirador, lo ha sido en América Latina, por ejemplo. En España se olvida que más allá de las tensiones, los fracasos, se ha inspirado al mundo en estos cortos años de convulsiones políticas en el ámbito feminista y en el ámbito de la política más institucional.

La diversidad es otro de los demonios de esa reacción fascista. ¿Funciona también como garantía de sociedades más libres y democráticas? 
Si en este momento hay una reacción del hombre blanco heterosexual —una reacción tan agresiva con respecto a lo que significa la pluralidad de las formas de vida, a la irrupción de los que no tienen voz—, si hay una agresión por parte de esta masculinidad tóxica, es porque esas voces de quienes no tienen voz se están empezando a escuchar. Es un momento crítico pero es muy interesante: si hay un gran retroceso en materia de derechos sociales en lugares como Brasil o como Colombia, donde, como en mi caso, se puede despedir a una profesora y no pasa nada, es porque las masculinidades están nerviosas. Porque del otro lado hay una contraofensiva que, en realidad, lo que busca es la democracia y la igualdad que también gana terreno. Sí, creo que estamos en un momento muy interesante.

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