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Opinión
Terrore Made in Italy
“El éxodo de los supervivientes empezó la misma noche del ataque […] Dio inicio una procesión ininterrumpida sin que la gente supiera adónde ir. Los refugiados —un millón doscientos cincuenta mil personas— fueron expulsados hacia los parajes más remotos”.
No es una descripción de lo que está ocurriendo en Gaza en estas horas, sino de lo que sucedió a finales de julio de 1943 en Hamburgo, tras un ataque de la aviación inglesa con bombas incendiarias que mató a más de 40.000 personas y que dejó a un millón de ellas sin casa. Lo contaba el autor alemán Hans Erich Nossack en su libro, publicado en 1972, Der Untergang.
Nossack escribía esas líneas treinta años después de los hechos, igual que Kurt Vonnegut, prisionero estadounidense en un sótano de Dresden durante el bombardeo de febrero de 1945, no consiguió escribir sobre su experiencia hasta 1968, con su novela Matadero cinco.
W. G. Sebald, alemán e inglés de adopción, pudo afrontar el tema de la destrucción de las ciudades alemanas solo en 1997, con una serie de conferencias en Zurich. El horror es difícil de narrar, faltan las palabras, los adjetivos pierden fuerza, los clichés invaden el folio. Quizás deberemos esperar al 2053 o al 2083 para que un escritor palestino o israelí consiga encontrar el tono adecuado que nos haga entender qué está ocurriendo realmente en estas horas bajo los indiferentes ojos de Occidente.
Los bombardeos terroristas, el exterminio de civiles, el holocausto de niños y niñas. Todo ello lo teorizamos en Occidente en los años 20 del siglo XX
Ojos indiferentes porque todo lo hemos inventado nosotros: los bombardeos terroristas, el exterminio de civiles, el holocausto de niños y niñas. Todo ello lo teorizamos nosotros en los años 20 del siglo XX, cuando todavía no era materialmente posible llevarlo a cabo. Lo imaginamos y propusimos mucho antes de que el general estadounidense Curtis LeMay lanzara sus B-17 sobre Tokyo en la noche entre el 9 y el 10 de marzo de 1945 — las bombas incendiarias mataron a más de 100.000 civiles, mientras que otro millón se quedó sin casa.
Las ideas tienen consecuencias, incluso a distancia de años o décadas y, en un cierto sentido, todo empezó con un general italiano, Giulio Douhet, y con su libro, publicado en 1921, Il dominio dell’aria [El dominio del aire]. En él el militar escribía que, en las ciudades, “es necesario utilizar tres tipos de bombas: explosivas, incendiarias y venenosas, en proporciones adecuadas. Las bombas explosivas sirven para producir una primera destrucción; las incendiarias, para crear focos de incendios, y las venenosas para impedir que alguien consiga controlar los incendios”. Aún hoy en día la Escuela Militar Aeronáutica de Florencia lleva el nombre de Dohuet.
Pocos años después, en 1937, los Savoia-Marchetti italianos y los Messerschmitt alemanes experimentaron la teoría durante la Guerra Civil española, bombardeando respectivamente Durango y Guernica. Dos terribles masacres que, no obstante, quedarían eclipsadas por las que habrían de perpetrarse en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
Siempre hubo una vena de sadismo en todos los teóricos del bombardeo estratégico, especialmente en Sir Arthur Harris, Comandante en Jefe de la aviación inglesa durante la Segunda Guerra Mundial, pero existía al mismo tiempo un intento de racionalizar sus crímenes, de justificarlos con cualquier teoría que pudiese colocarlos en el ámbito de las acciones militares necesarias. Exactamente lo que están intentando hacer en estas semanas Netanyahu cuando habla de “destruir a Hamás” mientras bombardea Gaza y los convoys de refugiados que intentan huir.
La teoría decía que era necesario “destruir la moral de la población italiana mediante intensos ataques nocturnos y (...) también mediante ataques diurnos contra las cuatro ciudades industriales más importantes”
Italianos, alemanes y japoneses debían ser “aterrorizados y empujados a rebelarse contra sus gobiernos”, cosa que obviamente no sucedió. Quienes están desesperados y en plena huida no tienen la fuerza de organizarse para oponerse a un régimen totalitario: una trivialidad que habría tenido que ser evidente a políticos y generales, a Roosevelt y Churchill. Pero hacía falta una justificación ante la sed de venganza de EUU tras el ataque a Pearl Harbour y de Reino Unido tras el Blitz de la Luftwaffe sobre Londres.
Después de 1945, el papel desempeñado por los bombarderos durante la guerra fue algo que todo el mundo prefirió olvidar, quedando a la sombra de la fundación de la ONU y de las apariencias de un derecho internacional que durante la Guerra Fría parecía poder, de alguna forma, frenar los peores instintos de los gobiernos. En realidad, fue la amenaza de destrucción nuclear recíproca lo que mantuvo un mínimo de racionalidad en las relaciones entre las dos superpotencias.
Racionalidad que ha desaparecido en el caos sistémico que ha caracterizado las relaciones internacionales de los últimos 25 años.
El deseo de venganza que se consagró en Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York no ha tenido frenos: las invasiones de Afganistán e Irak —que no tenía ninguna relación con el terrorismo de al-Qaeda— fueron solo la primera prueba de esa falta absoluta de racionalidad.
Putin, primero en Chechenia y luego en Ucrania, desencadenando una guerra imposible de vencer, es la segunda prueba.
La declaración de guerra de Hamás a una potencia nuclear como Israel, masacrando a civiles en un kibutz de frontera, es otra prueba más. Y el deseo de venganza de Israel, con un genocidio que nadie tiene ni idea de cómo podrá acabar sobre el plano político, es la realidad de estos días.