Opinión
“Operación masacre”: notas necrológicas para un crimen de estado

Que las noticias sobre inmigración se parezcan cada vez más a una continua nota necrológica debería advertirnos del rumbo de las políticas de muerte que los estados del norte despliegan para evitar el efecto que ellos mismos provocan: desplazamientos colectivos a raíz del expolio sistémico que producen.
DIÁSPORAS Centro de investigación migrante para la interculturalidad
10 jul 2022 09:01

Quisiera que esta condena de la masacre de Melilla —perpetrada con la complicidad de los estados español y marroquí el 24 de junio de 2022— no sea una simple lamentación. Un lamento ante aquello que, siendo completamente evitable, no podemos evitar como parte de una ciudadanía impotente ante estados que apuntalan un orden mundial criminal. Digan lo que digan, una masacre es evitable. Una masacre no es una guerra o un enfrentamiento. Hay victimarios concretos que perpetran la acción deliberada de matar a personas indefensas.

Para disipar el lado más brutal del acto de matar dirán que se cumplió con el deber. El pensamiento imbécil se encargará de presentar las piedras como armas y los cuerpos como escudos. Pero la elasticidad de lo real es limitada. No tendrán más camino que proseguir su defensa del crimen impugnando la crítica. En la neolengua disparar a quemarropa es llamado “defensa legítima” y la masacre “protección de fronteras”. Razón de estado –argüirán-. Aunque se trate de una razón homicida.

Si un deber implica participar en una masacre no hay deber alguno al que uno se deba. Una ética de la rebeldía, en un contexto semejante, tiene que tomar una decisión forzada. Declinar del homicidio —aunque lo ordenen desde algún despacho. No hay dilema entonces. Las masacres como regularidad histórica enseñan que unos seres humanos, en nombre de alguna finalidad o misión presentada como superior, se sienten autorizados a matar a otros incluso si están indefensos. Los mismos estados que claudican ante grandes corporaciones trasnacionales (capaces de especular con lo más básico e imprescindible para vivir), en estas otras ocasiones invocan la “patria” como si estuviera bajo una grave amenaza. Como la “operación masacre” que relató en 1957 el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh (asesinado por la Junta Militar en 1977): prescribir un único modo de ser presagia lo peor para quien lo contraviene. La analogía tiene su justificación por la continuidad de un crimen de estado que se legitima apelando a una “(…) situación provocada por elementos perturbadores del orden público [que] obliga al gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación”.

Las masacres como regularidad histórica enseñan que unos seres humanos, en nombre de alguna finalidad o misión presentada como superior, se sienten autorizados a matar a otros incluso si están indefensos

La perturbación del orden público reclama una política de restauración. Apartar los “elementos perturbadores” incluso si es preciso un castigo ejemplar o una lección de muerte. Un salto de algunos centenares de personas, al decir de las autoridades de gobierno, pone en riesgo la integridad territorial. Invita a adoptar “medidas adecuadas”. Aunque haya que matar para restablecer el orden alterado. Extraña declaración de fragilidad de la Nación: unos centenares de vidas en peligro, desde el flanco sur, ponen en riesgo la integridad de una Nación que presume regirse por un “estado de derecho” que, de forma súbita, se declara tan frágil como para actuar como estado de excepción ante un salto que no tiene nada de masivo (al punto de ser controlado en escaso tiempo mediante una incontrolada violencia policial).

Que las noticias sobre inmigración se parezcan cada vez más a una continua nota necrológica debería advertirnos del rumbo de las políticas de muerte que los estados del norte despliegan para evitar el efecto que ellos mismos provocan: desplazamientos colectivos a raíz del expolio sistémico que producen. El trabajo simbólico está hecho. ¡Si hasta instituciones militaristas como la OTAN se permiten referirse a las migraciones “ilegales” (sic) como “amenaza” (sic), migraciones que ellas mismas han producido con sus políticas de guerra permanente! ¡Si hasta Frontex puede seguir practicando su necropolítica sin esas molestas interferencias normativas que son los derechos humanos! Y si no fuera suficiente, ahí tienen el racismo estatal y mediático construyendo algunas vidas desesperadas como un peligro mortal para la soberanía nacional. No habrá movilizaciones más que de los ya movilizados; no habrá repudio generalizado, aunque permanezcan las velas encendidas en homenaje a tantas memorias truncas; no habrá oraciones fúnebres para la fosa común donde enterrarán los cuerpos asesinados en nombre de una nación que brilla por su ausencia de comunidad.

Los muros blancos garantizan invisibilidad pública mientras los jefes de gobierno se felicitan por la aplicación de sus fuerzas de inseguridad dispuestas a esmerarse a fondo para reprimir las añoranzas sin lugar. La eficacia de los muros blancos está fuera de duda. Las fuerzas brutales de seguridad ya están entrenadas desde hace décadas. Su pregón favorito se transmite con palos y disparos. Ni por un instante se les ocurre preguntar por quién dicta el mandato ni por el despacho ministerial que instruye en la violencia policial practicada con modales, sin perder la risa.

No hay dispositivos especiales para abrazar ese desamparo. Los cuerpos estigmatizados tampoco suscitan empatía alguna: la industria mediática ya se ha encargado de ponerlos a una distancia insalvable. Su ontología es la desaparición. A fuerza de sedimentación, las víctimas se han convertido en “asaltantes violentos” (sic), “amenazas” (sic) para la integridad territorial, “riesgo” (sic) securitario, acopio de los males posibles que hay que proyectar para no hacerse cargo del doble vínculo, del cinismo consentido, de las vidas en el alambre que producimos como consecuencia del bienestar cercado.

La saturación discursiva es tal que la naturalización de la muerte de los otros, esquilmados a partir de marcadores raciales en este caso, ya es un hecho consumado. Ni siquiera sería de ayuda algún pedido de disculpas de un gobierno que escribe promesas con su izquierda vacilante y ejecuta firmemente con su derecha. Incluso si las dieran sería una mera farsa. El problema es que ministros y ministras socioliberales racistas —que siguen defendiendo los CIE, la Ley de extranjería, la represión policial como mecanismo disuasorio, las devoluciones en caliente o los pactos a traición con los que hasta ayer consideraba autócratas— no pueden salirse de su papel de demócratas preocupados sin que se les caiga la máscara. Siempre mirando las encuestas, no sea caso que a alguien se le ocurra ser más cretino o más efectista al momento de anunciar nuevos obstáculos institucionales destinados a quienes construye de facto como sobrante estructural, despojos humanos, deshechos del derecho. Se trata de competir hasta lo insospechado. Asumir el discurso antagónico, al punto de hacerlo indiscernible del propio. De apropiarse de la agencia fascista hasta devenir un agente fascista más.

Habrá una protesta que eleve la voz quizás; una rabia legítima sin asidero; una demanda de justicia que persistirá en la memoria de las luchas aun si es archivada por algún tribunal supremo. ¿Quién podría consolarse con ese hacer que se parece peligrosa, terriblemente, a la impotencia?

Es verdad que vendrán algunas denuncias mediáticas aisladas, alguna investigación judicial que apacigüe las conciencias desdichadas, un puñado irrenunciable de manifestaciones sociales de repudio, algún corazón salvaje que reclame todavía algo a la izquierda de tanta entidad caritativa, pulsos insomnes que sigan velando a los muertos cuando ya no sean noticia, el latido secreto de la indignación, el llanto clandestino de los hermanos o las hijas, el dolor que crece sin término en alguna zanja, el rostro desencajado de los derrotados. Habrá una protesta que eleve la voz quizás, nunca suficientemente enérgica; una rabia legítima sin asidero; una demanda de justicia que persistirá en la memoria de las luchas aun si es archivada por algún tribunal supremo.

Es poco. Radicalmente insuficiente. ¿Quién podría consolarse con ese hacer que se parece peligrosa, terriblemente, a la impotencia? Ellos hablarán de tragedias para eludir las farsas. Aunque los verdugos contraten plañideras para velar a los asesinados. Después vendrán los discursos para “esclarecer los hechos”, como si no hubiera ya suficiente evidencia empírica para hablar de crimen de estado. Como si los cuerpos amontonados no hablaran ya de una deshumanización absoluta.

Es poco. Pero más que nada. Aunque más no fuera apelar a una estrategia de deserción, para no ser parte del ejército que sigue masacrando a los vencidos. Aunque no quede más camino que devenir minoría. Como decía Walsh: “Hay un fusilado que vive”. Ese testimonio incómodo seguirá haciendo sobrevolar sobre los responsables el fantasma de su crimen. Un fusilado que vive introduce una resistencia ante una voluntad de olvido extendida. Aunque sea poco más que nada, desertar también podría constituirse en una forma de no responder ante la infamia convertida en sistema y, especialmente, ante los mandatarios que la han erigido en moneda corriente para el intercambio.

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doctoranimacion
10/7/2022 12:24

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