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La semana se desbordó como un contenedor de melancolía derramada que nadie recoge, que nada contiene. Una amiga muy querida se despide para siempre de uno de los pilares de su vida. Qué difícil despedirse de un pájaro o de un violín o de una flor o de ti. El aliento siempre asciende y se escapa, pero el amor permanece.
En una entrevista publicada en El País, un rapero, famoso y algo derrotado, declara que el género urbano pelea por pendejadas y nadie dice nada de Palestina. El horror es tanto que la música debería enmudecer. ¿Hay algo que podamos celebrar? La semana discurre inaplazable y Alba me propone asistir a una charla sobre Gaza. La sala se llena y un miembro de Médicos Sin Fronteras, un anestesista, nos cuenta que, de 20 hospitales bombardeados, 14 de ellos fueron objetivos directos. Bombas cayendo sobre los cirujanos, sobre los niños, los enfermos y sobre los heridos. Redundancia. Violencia elevada al cuadrado y un tipo de heroicidad que nadie quiere para sus hermanas. Alba llora, yo también.
Ocupación israelí
Opinión Palestina: llorar hasta ahogarles
Un señor palestino repite con vehemencia y desesperación: «nos están dando fuerte». Luego, María me llama y cenamos juntas. Me habla de una entrevista a Xavier Aldekoa, autor del prólogo del libro Cobalto Rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes. La primera línea comienza así: «Para entrar en el infierno hacen falta cinco palabras». Allí son los niños quienes trabajan en las minas de cobalto y de nada sirve enviar observadores y denunciar porque empeoran las cosas. Los ponen a trabajar de noche.
Cobalto para que podamos estar más tiempo conectados, para subir esos reels a Instagram, para llenar el ciberespacio de intrascendencia, pero ‒sobre todo‒ para enriquecer a las grandes tecnológicas. Para eso ‒sí, para eso‒ los niños en el Congo gatean a tientas por túneles estrechos y la vida de miles de personas es un infierno. La conversación bascula, volvemos a Palestina y a María se le quiebra la voz.
Cuando un niño llega a un hospital de Gaza le preguntan por sus padres; si los han matado le anudan al tobillo una etiqueta cuyas siglas traducidas al castellano significan: «Niño herido sin familiares sobrevivientes»
Llueve, pero no lo suficiente. En la radio dicen que esta lluvia es sólo alivio, no remedio. Pablo me cuenta que, en el norte de Argentina, en el verano austral, la sensación térmica es de 53°: «Elena, nos vamos a cocinar vivos acá». Puntos de no retorno y el suelo bajo nuestros pies se resquebraja árido y reseco. Mi pelvis se tambalea. Si el AMOC se detiene, ¿cuántas Gazas sobrevendrán? Y así me encuentra la canción de Pajaro Sunrise. Israel asesina, el cobalto mata y no nos pesan esas muertes.
En Occidente nos envuelve una resignación triste, revestida de indiferencia, superficialidad y narcisismo. Los matones se han puesto letalmente serios mientras nosotros planeamos nuestras próximas vacaciones. Desde Gaza se retransmite en directo. Allí, los smartphones confeccionados con tanta avaricia y crueldad expían ‒sí, con x‒ sus pecados, se purifican convirtiéndose en relatores de la barbarie. Las pruebas se amontonan en las redes. ¿Veremos a los genocidas en el tribunal?
«Estamos en manos de Dios, cinco palabras para entrar en el infierno». Y un pequeño colirrojo tizón viene todas las mañanas de esta semana a mi terraza mientras las palabras de Yuri reverberan en las paredes: «Las noticias de la mañana destellaron en el intento de asustarte como si tú no estuvieses miserablemente asustado, ya lo suficiente». Mi cuerpo se tambalea. Cuando un niño llega a un hospital de Gaza le preguntan por sus padres; si los han matado le anudan al tobillo una etiqueta cuyas siglas traducidas al castellano significan: «Niño herido sin familiares sobrevivientes». Ya son 17.000. Diecisiete mil. 17.000.
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Estremecedor Elena!. Todas y todos nos hemos convertido en algo tan horrible como esos vecinos de Auschwitz que no vieron nada, que no olieron el hedor que salía de las chimeneas de los hornos crematorios, que no sabían nada, o que si sabían simplemente obedecían órdenes con esa banalidad criminal que enarbolan nuestros dirigentes políticos europeos de derechas y también de las izquierdas como las de este país, izquierdas chauvinistas, colonialistas, ecocidas, como las del gobierno de Sánchez y sus secuaces traicionando al Sáhara, convirtiendo a la bañera de Ulises en un mareo mortum, en un mar asesino... Gaza es la vanguardia y el futuro: todo el planeta se va a convertir en un campo de exterminio y no hacemos nada o peor todavía aceleramos como hacen nuestros alienados agricultores, como hace el ecocida Luis Planas, como hace la asesina traficante de armas Úrsula con der Layen, ... En unos días veremos a todos estos cómplices del genocidio, a todos los ecocidas de derecha e izquierda pedir el voto a las europeas: malditos sean, malditos son