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Los tiempos corren más que nunca en España. Sumergidos en una vorágine electoral que va camino del lustro y en un mundo global en el que los continuos flujos de información nos noquean hasta nublarnos la vista, cuesta frenar, y mirar en perspectiva para tratar de entender el proceso histórico en el que nos encontramos. En estas semanas, dominadas por el análisis electoral en su sentido más cuantitativo, se echan en falta voces que traten de explicar con un poco de perspectiva el momento histórico que está atravesando el país, más allá del cálculo electoral y de las historias de traición y desamor entre Iglesias y Errejón.
Como decía, echando la vista atrás y observando el transcurso de la última década en España, no es difícil darse cuenta que el momento político que vivimos es bastante más complejo de lo que a priori podría parecer, y que es muy posible que su resolución marque el devenir del país para la próxima generación.
España lleva inmersa desde poco menos de una década en una crisis de régimen en su sentido más gramsciano, como un momento en el que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo. Esta crisis vivió su punto álgido en el periodo 2010 a 2015, con una crisis económica que colocó el país al borde del colapso económico y, sobre todo, con una impugnación del orden establecido que hizo temblar los cimientos del estado, incluida la monarquía.
En 2014 la Corona contaba con un respaldo menor del 50% 1 el 15M era un fenómeno que aún inquietaba a las élites y cuyos efectos eran todavía difíciles de predecir, y Podemos recorría las plazas y los platós cargando contra el régimen del 78. Hoy acude a los debates con la Constitución debajo del brazo.
Lo que se decide el 10 de noviembre es quién liderará la nueva restauración monárquica en una España, no tan indignada, pero con un conflicto territorial afilado y dentro de una Unión Europea que cada vez se parece menos al oasis de paz y progreso que compramos en el 86
Mirando cómo han evolucionado los tiempos, parece que la España de hoy, más estable y menos crispada que la de hace cinco años, debería haber superado ya este trance. Sin embargo, al borde de comenzar la tercera década del milenio, España navega aún en ese interregno del que hablaba Gramsci, sin que lo viejo acabe de morir, y, sobre todo, sin que lo nuevo acabe de nacer.
La próxima cita electoral, marcada más que nunca por el hartazgo y la desafección, es mucho más importante de lo que la ciudadanía parece percibir. Lo que se decide no es solo un mero reparto de sillones, sino quién liderará la nueva restauración monárquica en una España, no tan indignada, pero con un conflicto territorial cada vez más afilado y dentro de una Unión Europea que cada vez se parece menos al oasis de paz y progreso que compramos en el 86.
Y la pregunta parece ser si volverá a ser el PSOE el partido que más se parece a su pueblo como ya sucediera en los 80, o si serán las tres derechas las que capitaneen la España de esta segunda transición.
Digo transición, porque el tablero político que nos dejó el 78 ha muerto. No diré que ha muerto el bipartidismo, pues todo indica a que saldrá reforzado en noviembre, pero sí desde luego tal y como lo habíamos conocido; como un sistema en el que dos grandes maquinarias electorales rotaban en el gobierno, siendo sostenidas eventualmente por unos nacionalismos amables, que intercambiaban sillones por concesiones económicas y territoriales. El nuevo rol de los nacionalistas que han virado de agentes estabilizadores a desestabilizadores; la irrupción de la extrema derecha y una nueva concepción de la política que parece haber cambiado contenido por mensaje y relato, ponen de manifiesto que se avecinan nuevos tiempos para el país. Todo ello en un contexto de incertidumbre de una Europa al borde de una nueva recesión y en medio de la guerra comercial entre China y los Estados Unidos.
Manuel Sacristán tuvo la finura de ver a finales de los 70, que además del pacto de la Coordinadora democrática, en España se estaba gestando una recomposición política de las articulaciones de una clase dominante, que comenzaba a percibir la dictadura como algo obsoleto y veía en Europa una salida mucho más provechosa para sus intereses. Hoy, mientras gran parte de la discusión pública se centra en nimiedades, las élites, que ya no necesitan pactos ni rearticulaciones, apuntan lo que sucede en Europa, Estados Unidos y Gran Bretaña, y miran a Sánchez, que sabe qué para ser el nuevo mejor amigo de Macron, le sobra Unidas Podemos.
Evidentemente, el paralelismo con la España de los 70 no es ni mucho menos exacto, pero es innegable que en estos últimos años se ha vivido el mayor periodo de impugnación al orden vigente desde la vuelta de la democracia, y que si bien, la construcción de uno nuevo parece lejana y utópica, una actualización del existente para adaptarse a los tiempos que vienen parece de imperiosa necesidad, tanto para el pueblo como para las élites.
Lo curioso, y este es uno de los pocos paralelismos exactos que se pueden trazar, es que al igual que ocurriera hace cuarenta años, los que lideraron la impugnación del antiguo orden parece que otra vez serán condenados a un papel residual en la refundación del nuevo. Unidas Podemos, que capitalizó el descontento de una generación, se encuentra en caída libre desde hace tiempo, y parece que a estas alturas solo puede aspirar (y cada vez está más en duda) a empujar algo a la izquierda al PSOE, mientras que, de Errejón, aún no sabemos ni el programa electoral.
Estos días, en los el que el discurso gira entre la traición de fulanito y las apelaciones a un “bloque progresista” aún por definir, parece que nadie se pregunta por qué la izquierda a la izquierda del PSOE ha quedado condenada de nuevo a ser una mera comparsa de los socialistas. Incapaz de traducir la indignación ciudadana ante un sistema corrupto y desigual, en un proyecto de país alternativo, y relegada de nuevo a un papel subalterno en la toma de decisiones a nivel nacional.
Manolo Monereo, que a pesar de sus inquietantes simpatías hacia Diego Fusaro, sigue escribiendo reflexiones muy interesantes, se preguntaba la semana pasada en un artículo en Cuarto Poder, si merecía la pena morir por gobernar con el PSOE. ¿Cuáles son las posibilidades de la izquierda a la izquierda del PSOE de imponer una parte de su programa que mejore la situación de las mayorías sociales en un momento, en el que además de luchar contra los límites que marca el contexto económico internacional, tiene un mal llamado aliado, que no solo lo ningunea y desprecia, sino que, además, lo quiere destruir en cuanto sea posible?
La pregunta no es cosa menor, y supone ponernos delante de un espejo y mirar la realidad en su versión más cruda. Asumir los límites de la acción política en el contexto actual y decidir cómo actuar al respecto, para ser capaces de incidir en los problemas de la gente en el corto plazo, y de sentar las bases de una alternativa en el medio/largo. La propuesta de Monereo es no caer en el autoengaño y poner el foco de la campaña en el programa y no en los posibles pactos poselectorales. Renunciar a gobernar con el PSOE y aprovechar este momento para construir vínculos y fortalecer alianzas.
Esta idea, que podría leerse como un paso de la guerra de movimientos a la de posiciones, recuerda a lo que ya advertía Manuel Sacristán al PCE en la Transición española. En un contexto adverso, en el que era imposible imponer la ruptura democrática que propugnaba el partido durante la dictadura, el incurrir en una dinámica de pactos cada vez más contradictorios para obtener objetivos a corto plazo como la legalización, o la integración en el nuevo sistema político, podía conducir no solo a la frustración, sino a la pérdida de vista de los fines a los que toda propuesta transformadora debía aspirar.
Cuarenta años más tarde, este debate continúa flotando en la diáspora de las izquierdas, y en contextos adversos, afloran las disputas entre quienes sostienen que se deben enfrentar estas contradicciones, aunque pueda implicar cierta contención ideológica, y quienes consideran que asumirlas supone una pérdida de identidad irreparable.
El tema no puede ser más reciente, y Unidas Podemos se enfrentará en los próximos meses a esta disyuntiva a la hora de enfocar la campaña; y más a largo plazo, a la gestión de la frustración y a sobrevivir a la guerra de desgaste que supone convivir con las instituciones para quien pretende transformarlas. Frustración, no nos olvidemos, que no se produce únicamente por las renuncias y la pérdida de vista de los fines, sino también por el aislamiento y la irrelevancia política. Como decía Andreotti, el poder desgasta al que no lo tiene
Desde luego morir por gobernar con este PSOE a cualquier precio no merece la pena. Pero del mismo modo que la izquierda no debe dejar que su base caiga en la frustración de ver reducirse a la nada un proyecto que consiguió devolverles la ilusión, también debe ser cauta, y saber que un repliegue en torno a lo ideológico que la lleve a una posición completamente marginal, sin ninguna posibilidad de tocar poder y de ser influyentes puede generar aún más frustración entre quienes les votaron creyendo que se podían cambiar las cosas.
Las contradicciones son peligrosas, y hay que ser conscientes qué tras el escándalo de las cloacas, Villarejo y el informe PISA, la estrategia de algunos poderes para neutralizar a Unidas Podemos ha cambiado, y del acoso y derribo se ha pasado a la desarticulación por medio de la integración, y si no se cree véase el artículo de Cebrián en El País el 9 de septiembre donde pedía un gobierno de coalición. Toda izquierda que pretenda cambiar el estado de cosas actual debe ser consciente de esto, y con astucia y pedagogía, evitar el desencanto y tener presente un horizonte, el de una sociedad política, social y ecológicamente sostenible, que no se pierda por los pasillos del Congreso, ni en los despachos de las empresas o los ayuntamientos.
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En mi opinión, no creo que se pueda cerrar una "segunda transición" estando a las puertas de una nueva crisis económica que no parece que vaya a ser suave, y más teniendo en cuenta que España aún no se ha recuperado y por tanto parte con desventaja. Yo creo que el empobrecimiento de la sociedad va a continuar y va a impedir consolidad esa "segunda transición" para una mayoría importante.
En Apaña la unica izquierda que ha existido alguna vez esta abandonada de manera miserable en las cunetas.
Un poco pesimista sí se te ve. Escribir desde el desamparo no ayuda a estas elecciones. Para cambiar el futuro de la gente es necesario apostar por ello. Sí se puede!!