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Con apenas siete años, la niña que ahora es anciana ya sabía lo que era trabajar. No le resultaba extraño levantarse al alba, cuando los primeros rayos del sol se colaban por los ventanucos deformes de las casas de adobe en las que vivían a cambio de jornadas de trabajo que nunca terminaban. En la familia trabajaban todos: el padre, la madre y los hijos, siempre que tuvieran la suficiente fuerza y destreza para hacerlo. Alimentaban a los animales, recogían la fruta grávida y madura, limpiaban las casas de los patrones. Qué sería de ellos sin los amos, se preguntaban por las noches, reunidos en un cuarto pequeño al lado del fuego o tapados con mantas gordas y ásperas. Se morirían, concluían arremolinados y en silencio.
En cuanto amanecía, la muchacha que ahora luce arrugas y camina ayudada de un andador se lavaba la cara con el agua gélida de una tina, se ponía su único atuendo de trabajo y salía con el frío a empezar la faena. Si cerca había una iglesia, los domingos iba a misa con otra ropa, que cuidaban y lavaban con esmero porque era de vital importancia acudir impecable y sin olor a boñigas. La promesa de la llegada del séptimo día de la semana les daba fuerzas, cuenta seria y se agarra una medalla de oro que lleva al pecho. Aunque cuando era joven, era fuerte y valiente, y podía estar horas de arriba para abajo sin apenas despeinarse.
La niña, que ahora tiene el pelo cano, muchas veces me cuenta sin inmutarse que en su familia eran medieros y que trabajaban a cambio de sacos de manzanas y cobijo. No iban a medias con el patrón, ni mucho menos. Sus palabras impactan en mi pecho y resuenan. Cuando mi abuela me cuenta esas historias, suelen producirme malestar. Vengo de la nada. Es así de simple. Mi abuela era mediera y mi abuelo hijo del esquilador de pueblo, que eso ya era mucho.
Con nostalgia, mi abuela me habla de la niña que fue, de todos sus hermanos, de lo rápido que aprendieron a utilizar todos los aperos y de cómo las manos les crecían a mayor ritmo que el resto del cuerpo a fuerza de trabajo. Me cercioro de que sus manos son de un tamaño normal, pero la imagino pequeña y delgada, con dos brazos kilométricos y unas manos inmensas recogiendo almendras y nueces de las copas de los árboles.
A veces pasaban hambre. Por eso ahora lo guarda todo y no desperdicia ni un trozo de fruta. Envuelve cada pedazo de pan para después y, si se pone duro, lo echa a la sopa. Embotella el caldo que le sobra para tomarlo en la cena y hace infusiones con las plantas que se encuentra en los paseos, que cada vez son más cortos porque vive en una ciudad plagada de cuestas y el andador tampoco es que haga maravillas.
Yo temo por su tripa y sus digestiones. Preferiría que tomase simplemente manzanillas, pero ella huele a romero y a lavanda. Su aliento me devuelve a la montaña que corona el pueblo donde se hizo mayor y se casó.
Desde hace varias semanas, vive en una residencia de mayores y una de las cosas que la tienen preocupada es que le sobra la comida. No puede con todo, dice impotente. Me muestra el menú en un corcho que está colgado abajo, justo al lado de la puerta del comedor común. Es demasiado, sentencia. Si un día toma estofado, no puede con una sopa. Y por la noche, cómo va a tomarse dos platos. Por no hablar del desayuno. Con una magdalena es suficiente, cómo se va a comer otras cuatro galletas.
De vuelta en su habitación, me pide que abra su armario y que coja una bolsa que me ha guardado. Es una bolsa de tela y se la tengo que devolver, me advierte. En su interior más de veinte paquetes de galletas para que reparta entre mis hermanos y mis sobrinos. Sonrío por el eco de su hambre y por mis veinte paquetes de galletas.
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Gracias Cristina, gracias por recordarnos que vivir con menos es un recuerdo doloroso para muchas personas mayores. Y sin embargo, esas lecciones de austeridad aprendidas en la pobreza son el el aldabonazo para este ansia de desperdicio y derroche que nos imponen como ideal incluso para quienes no tienen lo suficiente.
Yo soy más mayor, y mi madre se casó tarde, así que eso mismo lo viví de mi propia madre. Y lo vivimos en casa todavía de pequeñas. Mi madre hizo cuentas toda la vida. Y mi padre, cuando supo que tenía un cáncer cerebral mortal lo primero que hizo (no es retórica, fue lo priimero, porque estaba con él cuando nos lo dijeron), fue agarrar un papel y calcular la pensión que le quedaría a mi madre. Por cierto, había trabajado en hostelería, y efectivamente como ha dicho el ínclito Yzuel, "media jornada" e incluso más y llegando andando a las tres de la madrugada, porque a ver cómo vuelve uno a casa a ciertas horas en los años 70. Por supuesto en coche, no, nunca pudimos. Y luego que me hablen de clase media
Mi abuela tuvo dos hijas y cuatro hijos, más otro que falleció al nacer. Quedó viuda a los 41 años, hoy ya va a cumplir 97. Cuando en casa abrían una lata de sardinas para el almuerzo, las sardinas se repartían y a uno de los hijos o de las hijas les tocaba la lata con el aceite y ningún trozo de sardina. Era una suerte, porque luego te quedabas la lata para jugar.
Maldigo a Franco y a todos sus compinches por lo que hicieron con este país. Maldigo a quienes, aún hoy en día, disfrutan de lo robado.