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Opinión
El cuerpo (policial) en llamas: violencia sexual y razón de estado
Tiene gracia. La misma semana en que Netflix estrena El cuerpo en llamas, la Fiscalía solicita que no se admita a trámite la querella por agresiones sexuales a activistas en el marco de las operaciones de espionaje policial destapadas en los movimientos sociales en Barcelona. Aunque en realidad, gracia, tiene poca: mientras la primera historia, una ficción sobre un caso verídico de asesinato, se convierte en un true crime que arrasa en audiencias, la segunda, que también es un caso real digno de película con varios delitos que sacar a la luz, y cuyas víctimas son ciudadanas de a pie, se guarda en un cajón y se impone la ley del silencio. Aunque en ambos casos hay sexo, mentiras… y policía.
Para las no iniciadas, El cuerpo en llamas es la serie que recrea el triángulo amoroso entre tres guardias urbanos de Barcelona que terminó con uno de ellos calcinado en su coche y con los otros dos en prisión por asesinato. Netflix sazona la historia con una Úrsula Corberó bellísima, fría y pérfida, —una mujer asesina levanta mucho más morbo e interés que cien criminales machistas, ¿verdad?— y un Quim Gutiérrez empotrador vestido de uniforme, y a ratos hasta se te olvida el hecho de que tras esa ficción estaban tres servidores públicos, tres personitas reales, miembros de las fuerzas del orden destinadas a garantizar la seguridad en la ciudad de Barcelona. Aunque en realidad, debían estar demasiado ocupados en otros asuntos, porque ella había denunciado previamente casos de pornvenganza por parte de otro agente, el otro había estado envuelto en una operación en Montjuïc que acabó con el detenido muerto, y el tercero en cuestión —el asesinado— estaba suspendido de empleo en el momento del crimen por haber agredido a un motorista en el ejercicio de sus funciones. Podría decirse que, con semejante plantel de funcionarios, la ciudad de Barcelona podía respirar tranquila.
Cinco mujeres han querido denunciar su caso como violencia sexual, pero Fiscalía ha optado por el carpetazo
Policía
Topos policiales Sergio, seis años infiltrado en los movimientos sociales madrileños
Aunque para ejercicio de interpretación, el de Daniel Hernández, joven, guapo y policía nacional. Su historia también podría ser carne de Netflix, y sin salir de Barcelona: estuvo infiltrado entre 2020 y 2022 en el barrio de Sant Andreu, donde su trabajo al servicio del Estado consistió en extraer información de las actividades políticas y sociales de sus vecinas y compañeras, con las que mantuvo relaciones sexuales y sentimentales para conseguirlo. Cinco mujeres han querido denunciar su caso como violencia sexual, pero Fiscalía ha optado por el carpetazo. Daniel era una de esas jóvenes promesas salidas de las recientes promociones de la Academia Policial de Ávila, que en los últimos años, desde el ciclo político arrancado sobre 2016, se ha esmerado especialmente por entrenar a sus novatos en el arte de la infiltración en los movimientos de izquierdas. Comedores populares, asambleas por el derecho a decidir, colectivos antidesahucios o centros sociales autogestionados se han convertido en el objetivo de la inteligencia del Estado, criminalizando la organización colectiva, el asociacionismo vecinal, vamos, la movilización lícita y legítima, para señalarlas como diana de su persecución política y policial.
La acusación contra Daniel es clara: Iridia y CGT apuntan a que, fingiendo ser otra persona y usando una identidad falsa, el agente ha cometido un delito de abusos sexuales, además de contra la integridad moral, la revelación de secretos y el impedimento del ejercicio de derechos cívicos. Si es un delito suplantar una identidad en varias situaciones penadas en nuestra ley, ¿cómo no va a serlo irrumpir en la intimidad, en la vida, en la integridad sexual de una persona, para extraer de ella un beneficio, mediante engaño?
Espionaje
Un policía infiltrado durante tres años en movimientos sociales Cinco mujeres se querellan por abusos sexuales contra el policía infiltrado en los movimientos sociales
Daniel —como Sergio, como Ramón, como Marc— reportaba a sus mandos, a sus superiores. Tendría, suponemos, reuniones y llamadas, en las que les explicaría con quién iba a irse de vacaciones, con quién había follado tras la última fiesta, qué información había arrancado a tal o cual persona mientras desayunaban en su casa. Sus mandos dirigirían sus pasos y le proporcionarían la coartada, la documentación y hasta los personajes y el decorado —una madre, una casa, un cumpleaños familiar, un pasado— para poder seguir la farsa. Jefes policiales leerían los mensajes personales en su móvil, las llamadas grabadas, tomarían decisiones sobre la vida más íntima de otras personas, mujeres que no habían cometido ningún delito más allá de organizarse políticamente para parar desahucios, repartir comida en su barrio, o organizar asambleas políticas.
Nora Rodríguez, penalista curtida en la defensa de activistas y movimientos sociales, explica el problema que se plantea en este caso: la Fiscalía se acoge a que el vicio en el consentimiento no se puede aplicar en el derecho penal ni en este caso concreto, aunque sí opera, por ejemplo, en el ámbito civil respecto a contratos matrimoniales. Un matrimonio puede anularse si se falsea una identidad de una persona, en tanto que contrato a proteger, sin embargo, nada ocurre cuando alguien usa una identidad falsa para acostarse contigo y extraer información. Y no alguien cualquiera: un agente de Policía. No hablamos, como bien señala Nora, de una decisión individual, no es un mentiroso ligando en Tinder ni un seductor profesional que despluma a sus ingenuas víctimas, —otro perfil, por cierto, que le gusta mucho a Netflix—.
El estado inglés ha tenido que reconocer e indemnizar a varias mujeres que denunciaron una serie de infiltraciones policiales, todas en movimientos de izquierdas, durante la década del 2000
Se trata de un aparato de Estado, una estrategia planificada, sufragada y tolerada por el Ministerio del Interior, en la que el cuerpo de las mujeres y su libertad sexual son parte del operativo. De hecho, el estado inglés ha tenido que reconocer e indemnizar a varias mujeres que denunciaron una serie de infiltraciones policiales, todas en movimientos de izquierdas, durante la década del 2000. La más sonada es la de Robert Kennedy, un policía metropolitano de Londres descubierto por su ex pareja y por cuyo desempeño se embolsaba 250.000 libras anuales. Tirando del hilo, Reino Unido ha ido desmadejando una estrategia de décadas de operaciones policiales basadas precisamente en eso, en meterse en la cama y en la vida de activistas —llegando hasta a tener hijos con ellas— para controlar y dinamitar la disidencia política.
Policía
Infiltrados Infiltrados en los movimientos sociales, ¿bajo qué marco legal?
La Fiscalía española apela a una suerte de maquiavélica “razón de estado” y defiende que se debe salvaguardar la identidad del agente en aras de la seguridad ciudadana y de su propia integridad, que pesa más que la de cinco ciudadanas. Como plantea Rodríguez, hay demasiados ángulos ciegos, tantos que son difícilmente justificables en un estado de derecho ¿qué órdenes se daban en esta misión y cómo las recibía el agente infiltrado? ¿Los agentes infiltrados pueden tener relaciones sexuales en el marco de su trabajo? ¿Qué papel tenía en todo esto la brigada de información? ¿Por qué no se conocen las personas al mando del operativo? ¿Hay una orden judicial que justifique estas acciones? ¿qué resultados han arrojado estas investigaciones, en las que se ha monitorizado la vida de tantas personas y se han invertido recursos humanos y económicos públicos?
A muchas no nos cabe duda: estamos ante violencia sexual institucionalizada, como apunta la abogada Laia Serra, una violencia en la que el consentimiento sexual —el dichoso consentimiento, que diría Rubiales— estuvo vulnerado y viciado, porque, de saber quién y qué era Daniel, ninguna le habría tocado ni con un palo. De eso, precisamente, trata el consentir libremente una relación sexual, y no de la “violencia e intimidación” necesaria para probar una agresión sexual. Por eso era tan importante defender la ley del Sí es Sí. Sorprende un poco y molesta mucho que haya quienes no vean en estos casos la violencia que se perpetra y las consecuencias que tiene en quienes la han vivido, que haya quien crea que es una exageración, o que la justifiquen porque han visto demasiadas pelis de espías de la II Guerra Mundial. En una banalización selectiva de esta violencia, como apuntaba hace poco Miquel Ramos, hace más ruido en los medios la ridícula denuncia de un antidisturbios de Barcelona a una manifestante por haberle besado durante una manifestación que los años y millones invertidos en formar e introducir agentes en la vida política de cientos de personas como tú o como yo.
La misión de Daniel hizo aguas al ser descubierto —porque sí, siempre acabamos pillándoos— y, como el resto de sus compañeros entrenados en jugar a ser perroflautas y hoy caídos en acto de servicio, él andará destinado en alguna plaza de esas que te aseguran un retiro tranquilo —una embajada bien pagada, algún despachito sin muchos jaleos, quizá— y retomará una vida funcional, si es que alguien así puede hacerlo. Se habrá embolsado un salario más que suficiente para pagar el piso, el coche, la moto y esas cosas tan de policías, a costa de haber estado años viviendo peligrosamente entre asambleas, fiestas populares y calimochos de donde no pudo sacar absolutamente nada. A ver si va a ser verdad eso de que la policía es tonta.
Mientras, como me recuerda Rodríguez, que investiga delitos de odio y de extrema derecha, hay otros espacios donde gente como Dani y los aplicados cachorros de Ávila no se prodigan tanto de uniforme. Por ejemplo, la manosfera digital en la que se jalean delitos sexuales y se niega la violencia machista. O esos espacios de odio donde incels, racistas y MGTOW comparten sus fantasías de violencia y se organizan para amenazar a activistas y atacar sus proyectos. Algo más de atención a estas redes sería, sin duda, una inversión más útil en seguridad colectiva que pagarle a Daniel los tatuajes de su disfraz de antisistema.
No son personajes de una serie, ni manzanas podridas que pueden sacarse del cesto para salvar la cosecha, como en la serie de Netflix. Son personas, funcionarios públicos, con entrenamiento y permiso para pasar por encima de los derechos de los demás. Son estrategias planeadas desde el Estado en las que El cuerpo tiene libre acceso a los cuerpos en nombre del orden y de la seguridad. Afortunadamente, hay abogadas osadas, redes colectivas de cuidado, periodistas decentes y compañeras del día a día que pueden más que un triste infiltrado y que mañana se levantarán para seguir haciendo lo que creen justo, algo que no enseñan en ninguna Academia. Hay muchas formas de tener el cuerpo en llamas.