Opinión
Las otras dobles vidas

Cada día, en el capitalismo, centenares de miles de sujetos automatizan sus decisiones como si no fueran con ellos, como si las instituciones no estuvieran hechas de las personas que las componen.

Belén Gopegui

Escritora

24 sep 2020 06:00

Ha escrito Bob Pop: “Ocultar quiénes somos —homosexuales, bisexuales, transexuales— no supone una doble vida sino una vida partida por la mitad. No. Doble vida implica una hipocresía cuya carga acusadora se pone sobre las personas trans, gais, lesbianas o bi. Y mira, por ahí tampoco. No vivimos una doble vida, vivimos el reducido pedazo que nos permitisteis en el trabajo, la familia, el colegio, la universidad”.

Su visión vale por mil artículos, por todo lo que enseña. Pensemos ahora en el fenómeno simétrico: se da cuando quienes pertenecen, a veces pertenecemos, a colectivos opresores, se amparan en la doble vida para estar y no estar, para acumular el capital del que censura y del censurado, el de quienes se benefician del salario, las prebendas y los privilegios de su puesto de burócrata, y al mismo tiempo fingen no pertenecer, y experimentan su institución como algo ajeno. Creen mantener así su independencia. Olvidan que son las personas que más han respetado su vínculo con el colectivo quienes han ejercido lo mejor del individualismo, quienes han defendido su criterio cuando lo más fácil era dejarse llevar por la inercia, la rigidez y la injusticia. El coronel que luchó para que el proceso a Dreyfus se repitiera con garantías y sin amaños no lo hizo porque renegara del Ejército del que formaba parte sino porque, precisamente, su vinculación le impedía pactar, conformarse con una tropelía de la que no se sentía al margen. Defender su criterio era defender el lugar al que pertenecía.

La doble vida como posibilidad privilegiada acelera el proceso por el que lo peor de la burocracia corrompe las instituciones públicas y privadas

Según Mark Fisher, el capitalismo ha superado con creces los niveles de burocracia dañina que tanto criticó a los países socialistas pero, al ejercerla de un modo supuestamente descentralizado, logra pasar inadvertido. Decía también Fisher, en este caso con respecto al estrés, la angustia y otros problemas de salud mental: la patologización cierra la vía a la politización. Del mismo modo, estimo, la doble vida como posibilidad privilegiada acelera el proceso por el que lo peor de la burocracia corrompe las instituciones públicas y privadas.

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La ideología y su forma en objetos de consumo cultural, popular pero en el sentido “pop”, es decir mediado por la industria de la cultura de masas, es la materia con la que trabajó Mark Fisher (1968-2017).

Leímos cuentos sobre burócratas zaristas corruptos antes de la revolución rusa, vimos películas contra burócratas comunistas de gafas metálicas y corazón muerto. Pero cada día, en el capitalismo, centenares de miles de sujetos automatizan sus decisiones como si no fueran con ellos, como si las instituciones no estuvieran hechas de las personas que las componen. Distinto es el caso de quienes obedecen por terror a perder un puesto de trabajo sin el cual no podrían subsistir —que no equivale a pagarse la opulencia—. Fisher acogería también a quienes padecen una forma de impotencia aprendida y realmente sienten que no pueden hacer nada, y se someten.

El burocratismo empieza a resquebrajarse precisamente cuando el burócrata comprende que no es libre, que no puede decidir, que su preciada independencia de criterio se le ha negado

Lo que no aceptaría, me parece, es escudarse en ser dos: quien cumple órdenes rígidas, absurdas, injustas, sin oponer resistencia y quien se separa luego como si no formara parte del ministerio, el periódico, la facultad, la gran empresa de donde obtiene, además de sustento, estatus, ventajas e identidad. Pues el burocratismo empieza a resquebrajarse precisamente cuando el burócrata comprende que no es libre, que no puede decidir, que su preciada independencia de criterio se le ha negado, y entonces, si tiene fuerzas, lucha para ejercerla y si no las tiene, no lucha y no miente.

No es la falta de ímpetu, ni siquiera la falta de valor, lo que deshace un país: es el cinismo de quienes dicen que se puede ser y no ser, de quienes se permiten el lujo de pensar que no obedecen, que solo están interpretando un papel, pero los cuchillos que usan son reales y los clavan sobre cada cuerpo.

Archivado en: Capitalismo Opinión
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#70727
24/9/2020 23:08

Creo que habría que añadir un rasgo psicológico más: el sadismo. El placer que experimenta alguien con poder al subordinar arbitrariamente a su víctima. Este tipo de personas se han situado en puestos jerárquicos superiores e intermedios por las propias necesidades del sistema de valores impuesto a partir de los años 70, cuando comienza a florecer el neoliberalismo. La burocracia de la eficiencia, la excelencia o el liderazgo, han ido destruyendo cualquier atisbo de igualdad y de ética. Sus actos están amparados por la impunidad que les ofrece el mismo marco procedimental que les impulsa a ocupar puestos de decisión. Son esbirros y esbirras del totalitarismo. Hace unas pocas horas hemos sido testigos de esa impunidad, arbitrariedad y violencia en el barrio de Vallecas. Sirven al amo que les humilla en cuanto se encuentran en otro escenario, el barrio de Salamanca, por ejemplo.
Pero se les encuentra en cualquier lugar y no necesariamente disociados mentalmente, pueden presumir de sus hazañas porque no encuentran oposición ni corrección en ningún ámbito. Y sí, el miedo a no poder existir es lo que inhibe cualquier respuesta, eso cuando la autocensura moral se desactiva.
Gracias por el artículo.

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Marc
24/9/2020 12:51

Interesante reflexión, esta de no comulgar con ruedas de molino. El cinismo no de quien no hace lo que dice porque no llega, no puede o no sabe, sino el de aquel que pretende que aquí no pasa nada. Si sabe amargo, se dice y no pasa nada, y si pasa se le saluda.

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Asanuma
24/9/2020 10:12

No conviene olvidar esta cita del historiador Henry Feingold que aparece en el libro "Modernidad y Holocausto" de Zygmunt Bauman: "[Auschwitz] fue también una extensión rutinaria del moderno sistema de fábricas. En lugar de producir mercancías, la materia prima eran seres humanos, y el producto final era la muerte, tantas unidades al día consignadas cuidadosamente en las tablas de producción del director. De las chimeneas, símbolo del sistema moderno de fábricas, salía humo acre producido por la cremación de carne humana. La red de ferrocarriles, organizada con tanta inteligencia, llevaba a las fábricas un nuevo tipo de materia prima. Lo hacía de la misma manera que con cualquier otro cargamento. En las cámaras de gas, las víctimas inhalaban el gas letal de las bolitas de ácido prúsico, producidas por la avanzada industria química alemana. Los ingenieros diseñaron los crematorios, y los administradores, el sistema burocrático que funcionaba con tanto entusiasmo y tanta eficiencia que era la envidia de muchas naciones. Incluso el plan en su conjunto era un reflejo del espíritu científico moderno que se torció. Lo que presenciamos no fue otra cosa que un esquema masivo de ingeniería social".

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