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Opinión
La amnistía y el buen samaritano
Como tantos de mi generación, conozco hasta el hartazgo la parábola del buen samaritano. Era uno de los tostones más repetidos en aquellas tardes soñolientas de catecismo y los niños la escuchábamos —una y otra vez— enfurruñados por estarnos perdiendo las películas que programaba Sesión de Tarde. Recordémosla: un hombre al que han apaleado y robado yace “medio muerto” en el camino. Pasan un sacerdote y un levita pero dan un rodeo y no se detienen a ayudarlo. Sin embargo, un extranjero, el samaritano, sí se detiene, lo socorre, lo alimenta y cura sus heridas.
Pero escucharla mucho no es escucharla bien. Para todos los curas y profesores de religión que asaltaron mi infancia la parábola significaba, simplemente, que había que ayudar al prójimo. Incluso para mis oídos infantiles, un significado tan simplón rezumaba cierta sospecha. ¿Y ya está? ¿Esto es todo? ¿Que hay que ayudar a los heridos? Pues vaya cosa. Hasta el más lerdo sabe eso, pensaba aburrido concentrándome en el discurrir de las manecillas de mi reloj.
Solo muchos años después, en las arenas de Palestina, otro cura, teólogo por la Sorbona, me regaló otra explicación. La simpleza que me habían contado no expresaba el verdadero significado de la parábola. Esta tenía un sentido más profundo. Los sacerdotes del relato bíblico no es que fueran malas personas sino, al contrario, obraron como fieles observantes de la ley levítica. Y esta les prohibía taxativamente tocar un cadáver. Aunque sintiesen una gran compasión por el hombre yaciente, una ley superior, dictada por Dios, les impedía ayudarlo.
Sobre el samaritano no pesaba esa prohibición religiosa, así que sí pudo socorrerlo.
La parábola, entonces, no hablaba de buenos y malos, como tontorronamente predicaban aquellos curitas de pueblo, sino de la justicia o la injusticia de la Ley. Y lo que Jesús quería decir es que la nueva Ley que él venía a traer, “amar al prójimo como a uno mismo”, derogaba todas las disposiciones del Viejo Testamento que contradecían este simple principio.
Muchos opinadores nominadamente progresistas, no digamos los reaccionarios, se muestran contrarios a una futura Ley de Amnistía aduciendo que tal disposición establecería una doble vara de medir o, lo que es peor, que se estaría enviando el mensaje de que personas juzgadas y condenadas no cometieron delito y que el estado se equivocó al perseguirlas.
Coinciden también en expresar un cierto tono despectivo para con los condenados en el procés. Todos suenan con parecida melodía y en todos retumba con insistencia la palabra “delincuentes”
Estos textos coinciden también en expresar un cierto tono despectivo para con los condenados en el procés. Todos suenan con parecida melodía y en todos retumba con insistencia la palabra “delincuentes”. Delincuentes que cometieron “desmanes”, “atropellos” y toda clase de crímenes por los que, encima, no piden perdón.
Vaya por delante que yo particularmente no siento especial simpatía ni por el “procés” ni por sus protagonistas. Pero, cuando leo estas críticas casi siempre formuladas en tono indisimuladamente iracundo y faltón, no puedo evitar pensar en la parábola del buen samaritano.
Aceptémoslo, sí: estas personas son delincuentes. Pero, ¿bajo qué Ley? ¿Consideramos legítima una Ley que prohíbe y persigue las consultas ciudadanas en democracia? ¿No debería, al contrario, una democracia que merezca su nombre reverenciar la expresión de la voluntad ciudadana?
Pero no solo podemos cuestionar la justicia de la Ley, sino también la de su aplicación. Pues el proceso estuvo plagado de múltiples subterfugios legales que se exhibieron casi con descaro. Desde la definición de “violencia tumultuaria” aplicada a movilizaciones ciudadanas o a simplemente tratar de emitir un voto, hasta el forzadísimo encaje de aquellos hechos en el tipo penal de sedición, no digamos el de rebelión. Valga un ejemplo casi cómico: en la sentencia no se considera que las fuerzas de seguridad trataron de impedir la emisión del voto sino, al contrario, que aquellos que emitían el voto eran quienes intentaban impedir el trabajo de las fuerzas de seguridad. En la misma lógica que cuando uno le rompe a otro el puño a narizazos.
Pero no solo podemos cuestionar la justicia de la Ley, sino también la de su aplicación, pues el proceso estuvo plagado de múltiples subterfugios legales que se exhibieron casi con descaro
Otro ejemplo es la imaginativa y pintoresca nueva doctrina del Supremo que considera que existe malversación agravada aunque no haya ánimo de lucro, siempre que el acto provoque “satisfacción” a la persona que lo realiza. ¡Satisfacción! ¿Pero qué terminología jurídica es esta? ¿Y cómo miden el grado de satisfacción?
Sin embargo, a mi juicio, lo más escandaloso fue un hecho hoy casi olvidado: la inhabilitación de Quim Torra como Presidente de la Generalitat. Hablamos de que quien obtuvo un refrendo popular cercano a los 2 millones de votos fue expulsado de la Presidencia ¡nada menos! por una nimiedad acerca de si quitaba o no quitaba una pancarta y unos lazos de un balcón. ¿Cabe mayor desproporción y burla de la voluntad ciudadana? ¿En qué clase de régimen bananero puede un juez torcer las decisiones soberanas de la ciudadanía por semejantes bagatelas? Pues en este.
Pero es que, a raíz del Procés, hay miles de condenas y sanciones dirigidas contra personas anónimas por parecidos “delitos” que tienen que ver con la libertad de expresión: poner una bandera, no ponerla, o llevar una chapa o un lacito. ¿Es justa una ley que permite estos abusos?
El Estado español mantiene una serie de tipos delictivos que se emplean permanentemente como cajón de sastre para perseguir, castigar o amedrentar de un modo completamente arbitrario
Se hace necesario aquí volver a recordar esto: el Estado español mantiene una serie de tipos delictivos, desde el ultraje a la bandera o las instituciones hasta el enaltecimiento del terrorismo —o la misma acusación de terrorismo— que se emplean permanentemente como cajón de sastre para perseguir, castigar o amedrentar de un modo completamente arbitrario. Sus víctimas propiciatorias suelen estar en los ámbitos nacionalistas, pero también se dirigen contra músicos o cualquiera que tenga la mala suerte de ser elegido como chivo expiatorio o ejemplo moralizante.
De hecho, su poder intimidatorio estriba en que ninguno podemos sentirnos a salvo antes de emitir una opinión. Por ejemplo, el artículo 543 del Código Penal, que castiga las “ofensas a España” está redactado de un modo tan vago que podría aplicársele hasta a Unamuno. Y el que más de dos décadas después del cese del terrorismo siga habiendo condenas por enaltecimiento contra titiriteros o cantantes habla bien a las claras de su instrumentación ideológica como limitador de la libertad de expresión.
Volviendo al Procés, las piruetas jurídicas utilizadas para justificar los castigos se formularon con un acompañamiento argumental tan escuálido que debería repeler al sentido común de hasta el observador más lego. La sospecha se abre paso: si la Ley es tan justa y el delito tan evidente y odioso, ¿por qué hay que utilizar tales argucias? ¿Por qué hay que retorcer la realidad hasta extremos inverosímiles para que encaje en una narrativa jurídica torticera?
No es de extrañar, pues, que todos y cada uno de los tribunales europeos con bochornosa unanimidad hayan rechazado todas y cada una de las órdenes de extradición emitidas. ¿Y esto no da que pensar a un opinador progresista? ¿No provoca incomodidad? No lo parece, pues por doquier sigo leyendo una y otra vez coléricos textos que escarnecen como “prófugos” a los políticos exiliados haciendo además irónicas consideraciones sobre la virilidad de los “fugados”. ¿Prófugos de qué? ¿Alguien los persigue en Europa? ¿Y esto no plantea alguna duda acerca de la posible arbitrariedad de las acusaciones?
Llegados a este punto, hay que poner otro tema sobre la mesa. Al margen de las suspicacias fundadas que provoca este caso concreto, hay muchas otras razones para pensar que existe un vicio de origen y de legitimación democrática en las altas magistraturas españolas, las cuales, digámoslo con claridad, se muestran sin tapujos y de forma explícita como correa de transmisión directa de intereses políticos espurios.
Cuando algún articulista bien intencionado alarma de que una Amnistía supondría un cuestionamiento de la separación de poderes y, por ende, de los fundamentos de la democracia al poner en duda la independencia judicial, ¿de qué fantasía estamos hablando? ¿Cómo es posible aún sostener esta ficción?
En los cenáculos conservadores no andan con tales zarandajas y, al contrario, exhiben con desparpajo que tales jueces, salas o instituciones son “suyas”. Y no solo no les parece mal sino que opinan que así debe ser: que el poder judicial debe servir de contrapeso a las veleidades insensatas de los gobiernos progresistas y, sobre todo, a las tendencias disolventes de los nacionalismos periféricos que jamás de los jamases están representados en él. Entonces, si ellos no tienen empacho en reconocer esta verdad, ¿por qué nosotros tenemos que seguir manteniendo una alucinación colectiva?
Se aduce también que, puesto que la Amnistía no figuraba en el programa electoral del PSOE, esto vuelve el resultado electoral ilegítimo. De aceptar esta tesis, no habría ni una sola legislatura que no se pudiese cuestionar pues en todas se adoptaron decisiones aún más traumáticas y graves sin ser anunciadas previamente. Pero, del mismo modo, quienes así razonan deberían reconocer que los partidos independentistas que sí se presentaron a las elecciones catalanas con el programa de hacer un referéndum, tenían, siguiendo la misma lógica, la obligación de llevarlo a cabo.
Se puede afirmar que todas las oscuras sombras que rodean a este proceso cuestionan también de algún modo los modos y valores de un Estado que se dijese democrático
No trato de defender aquí a los encausados y condenados del Procés ni la práxis de los partidos políticos independentistas. No considero que sean unos mártires ni que sus acciones sean un ejemplo de sensatez. Sin embargo, se puede afirmar que todas las oscuras sombras que rodean a este proceso cuestionan también de algún modo los modos y valores de un Estado que se dijese democrático. Y, en todo caso, asumiendo que la judicatura también hace política, que sus decisiones son políticas y sus intereses políticos, ¿a qué tanto escándalo en que desde la política se puedan modificar sus dictámenes?
Con la salvedad de que el Parlamento, el poder legislativo responsable de la aprobación las leyes sí está investido por lo más sagrado de una democracia: la voluntad de los votantes. ¿Pero de dónde obtienen su legitimidad otros poderes del estado? Poderes, además, que permanentemente airean con total desparpajo, sus componendas y amaños para que sea este y no otro el que juzgue, este y no otro el que opte a tal o cual puesto, este y no otro quien ostente tal o cual responsabilidad. Y que, si para colocar a sus acólitos, tienen que paralizar años el funcionamiento de instituciones esenciales, las paralizan y en paz. Si fueran realmente independientes, ¿no daría igual uno que otro? ¿No cabría esperar que progresistas y conservadores discrepasen o coincidiesen naturalmente sin parecer los devotos prosélitos de una u otra facción?
Leyendo, sin embargo, estos artículos hipercríticos contra una Ley que aún no existe, pareciera lo contrario: que son los legítimos representantes de los ciudadanos quienes se comportan como mercachifles y hacen de su acción legislativa un sucio cambalache, en tanto que las acciones judiciales parecieran provenir de seres angélicos investidos por no se sabe qué sacrosanta y divina virtud. Llega incluso a deslizarse la idea de que la acción legislativa podría ser “ilegítima”, incluso respetando la legalidad formal.
Esto es muy peligroso y equivale a decir que las únicas disposiciones cuestionables en una democracia son, paradójicamente, las que emanan del pueblo
Esto es muy peligroso y equivale a decir que las únicas disposiciones cuestionables en una democracia son, paradójicamente, las que emanan del pueblo. Y que aquellas otras que provienen de poderes no sometidos al escrutinio ciudadano deben ser acatadas silenciosamente. Cosmovisión esta, que si bien es comprensible entre los partidarios de los regímenes autocráticos, resulta sorprendente en un pensamiento progresista.
En el Nuevo Testamento abundan ejemplos en los que Jesús cuestiona la Ley antigua. Otro de ellos es el célebre pasaje en que unos fariseos van a lapidar a una mujer acusada de adulterio. Aquellos fariseos no eran mejores ni peores personas: igualmente no hacían más que cumplir lo ordenado en el Levítico. Estaban interpelados por una Ley superior que hoy consideramos injusta y cruel pero que para ellos era de obligado cumplimiento. Una Amnistía podría, de un modo similar, corregir los excesos, abusos y desproporciones de un uso de la Ley cuestionable, con preceptos punitivos que no desentonarían en aquel bárbaro Levítico bíblico. ¿Y acaso no está hecha para eso la política? ¿Y hay algo reprobable en utilizarla para la distensión, para la reconciliación? ¿Por qué es más moral defender el castigo y la venganza? El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, dijo Jesús. Entonces, aquellos fariseos dejaron caer las suyas y se retiraron avergonzados. Hoy, nuestros fariseos se hubiesen regocijado en la cruel lapidación, aferrados con uñas y dientes a su Viejo Testamento.
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Yo no creo en las naciones, ni grandes ni pequeñas, ni antiguas ni nuevas, ni pasadas ni futuras: todas me parecen una tomadura de pelo. Sin embargo, el independentismo abre melones, que, si no, no se abrirían. Y lo agradezco en el alma.