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Movimiento vecinal
Vite, el barrio ‘maldito’ de Compostela
El barrio compostelano de Vite fue, durante casi una década, el núcleo de distribución de heroína en la capital gallega y uno de los ‘supermercados de la droga’ más grandes de toda la comunidad. Su historia negra empieza en los años 80, cuando la epidemia de jaco que anegaba Madrid y Barcelona alcanza finalmente Galiza. La heroína se instala casi inmediatamente en las ciudades aprovechando las grietas de los lugares más desfavorecidos. En Ferrol, esas grietas estaban en Caranza; en Coruña, en Penamoa; y, en Santiago, en el barrio de Vite.
Construido como un polígono de promoción oficial a las afueras de la ciudad, Vite recogía todas las problemáticas que abren la puerta a la drogadicción en el peor momento de la heroína. En este barrio trabajador las dificultades económicas de las familias se mezclaban con el abandono escolar, y en las calles sin iluminación latía el abandono de un Ayuntamiento que nunca tuvo soluciones para los vecinos. Finalmente, tuvo que ser la organización vecinal la que sumara fuerzas con trabajadores sociales para dejar atrás esa situación de marginalidad. “En Vite primero se hicieron los edificios y, 15 años después, el barrio”.
La máxima es obra de Rosa Álvarez y Xosé Iglesias ‘Luki’. Al lado de Alfredo Santomil, fueron algunas de las cabezas visibles de un movimiento vecinal que, entrados los años 90, consiguió hacer de Vite un barrio limpio y orgulloso. Los tres compañeros se juntaron en una tarde de llovizna de finales de 2020 para rememorar esa lucha contracorriente, de la que no todos los recuerdos son buenos. “Hubo una campaña para criminalizar Vite porque, si solo se hablaba del barrio, el resto de la ciudad estaba tranquila”, asegura Santomil.
Caldo de cultivo
Sorprende saber que el de Vite fue el primer polígono de vivienda pública diseñado en todo el Estado. A finales de los 50, las autoridades franquistas deciden intervenir sobre el desarrollo urbanístico del norte de Santiago con un gran plan parcial que conjuga edificios residenciales con amplias zonas verdes. Los problemas del polígono empiezan con la dilación de la construcción, que no arrancó hasta 1975. En este paréntesis, la Administración recorta en repetidas ocasiones los espacios abiertos del proyecto para dedicarlos a otras obras. De este modo, cuando el plan es finalmente ejecutado, el barrio queda reducido a poco más que sus viviendas.
A finales de los años 70 empiezan a llegar los primeros inquilinos, seleccionados con un modelo de puntos que primaba a las personas en situación más vulnerable. En total, el polígono de Vite daba cabida a más de 2000 familias con un solo denominador común: sus dificultades económicas. El barrio nacía así como una suerte de gueto al que no tardarían en llegar problemas.
El primero y más visible fue una elevada tasa de abandono escolar, que después se traduciría en un galopante desempleo juvenil. La falta de espacios públicos acabaría por hundir esa generación de jóvenes que pasaba “todo el puto día en la calle”, en palabras de Luki. Sin trabajo, sin apoyos, sin más escenario que las plazas de hormigón, las puertas a la heroína estaban abiertas
El barracón de la sacarina
A su llegada a Santiago, la droga pasa por distintos puntos de la ciudad antes de asentarse en Vite el grueso de su estructura. A mediados de los años 80, el barrio alojaa el principal núcleo de distribución de la capital: una barraca del antiguo Burgo das Nacións (Burgo de las Naciones, una residencia estudiantil) conocido por los vecinos como El barracón de la Sacarina, por el mote de la matriarca que dirigía el negocio.
La barraca semiruinosa era frecuentada por toxicómanos del conjunto de la ciudad, entre los que se contaban inquilinos del mismo barrio, algunos de ellos auténticos vecinos del súper de la droga. Alfredo Santomil reconoce que esta situación llegó a generar tensión en los bloques de Vite. “Todo el mundo sabía que familias vendían”, explica, “y a algunos padres que tenían a los chicos enganchados no les hacía mucha gracia ver allí el tenderete”.
“Recuerdo esa vez que vino al barrio una unidad de la policía local con un Citroën BX nuevecito. Se metieron en un edificio para controlar y, cuando salieron, al coche le faltaban las ruedas y la emisora. Los tipos tuvieron que volver a pie a la comisaría… En los tiempos más duros pasaban cosas de película en Vite”, explica Xosé Iglesias ‘Luki’
La permisividad de la policía con los proveedores permitió que la heroína siguiese avanzando entre las generaciones más jóvenes del polígono. A finales de los 80, la situación era insostenible. “Algunos chavales empezaban a consumir con 14 años”, recuerda Rosa, que guarda en la memoria docenas de nombres y caras de esa generación malograda. “Había niños que contaban en la escuela que no podían dormir porque en sus casas habían estado traficando toda la noche”, relata.
Atacar la raíz
Es difícil precisar cuando llegan las primeras dosis al barrio. La prensa de la época cree que, por 1985, en la ciudad era ya vox populi que en Vite había un problema de drogas. La Administración, con todo, no mueve ficha hasta dos años más tarde, cuando el nivel de trapicheo es tal que los robos y atracos relacionados con el consumo empiezan a alcanzar el centro de la ciudad.
En el año 87 tienen lugar dos hechos claves para la historia de Vite. Después de fuertes presiones sobre el Ayuntamiento, la organización vecinal consigue que el barracón de la Sacarina sea derruido. Poco dura el alivio: el tráfico, lejos de remitir, se traslada a los propios bloques residenciales de la mano del mismo clan. Así, fue quedando claro que la problemática de la droga en Vite necesitaba algo más que presencia policial.
En ese contexto, la Xunta lanza un proyecto que supondría el primer paso hacia la mejoría del barrio el Plan Comunitario. La idea del Plan era dejar a un lado la persecución del menudeo para centrarse en las problemáticas que, en un primer momento, habían dado pie a la droga. Pretendía, en otras palabras, resolver esa marginalidad que el Ayuntamiento no había querido ver.
Explosión de asociaciones
Rosa Álvarez llegó a Vite en el 88 como parte del exiguo grupo de trabajadores movilizados por la Xunta. “Pensamos que para hacer frente a un problema así la respuesta tenía que salir del mismo barrio”, explica. En pocos años, Vite pasó de ser un polígono atomizado a sufrir una auténtica explosión de movimientos comunitarios; tantos que, a finales de los 80, fue preciso crear una Coordinadora de Barrio para ponerse de acuerdo en las actividades a desarrollar.
El papel de la Coordinadora fue fundamental para que, a partir de 1992, la presión de la heroína comenzase a descender. Pese a contar con un financiamiento paupérrimo, vecinos y trabajadores consiguieron levantar un movimiento asociativo que acercó el apoyo necesario para dejar atrás la lacra. A principios de los 90, en Vite se podía acceder a docenas de actividades y talleres, que abarcaban desde cursos formativos para personas descolgadas de la educación pública —adultos inclusive— a alternativas de ocio; además de las célebres campañas de Non inVite ás drogas (No inVite a las drogas).
La vergüenza
Aún que la respuesta de los vecinos fue contundente, la heroína permaneció en Vite el tiempo suficiente como para dejar un estigma que perduraría durante años. La vergüenza de ser el barrio de la droga calló como una losa sobre un polígono sin idiosincrasia ni pasado; construido con escuadra y cartabón y carente de cultura propia. “La gente, cuando le preguntaban de dónde era, respondía con el lugar del que había venido: Conxo, San Caetano... pero nadie era de Vite”, resume Alfredo.
30 años después, en la Coordinadora perdura la certeza de que este mal nombre ha sido fruto de una campaña intencionada. “Se potenció una imagen de Vite como ciudad sin ley porque así parecía que en el resto de Santiago no había problemas”, explica Santomil. Esta idea, replicada por la prensa local, acabaría por instalarse en el imaginario colectivo de esa Compostela de los años 90, en la que la gente creía que los taxistas se negaban a entrar en Vite cuando se lo pedía un cliente.
Alfredo y Luki le quitan credibilidad a la anécdota de los taxis. Vecinos de Vite desde hace décadas, no les tiembla la voz al asegurar que el fuerte impacto de las drogas en el barrio también ha obedecido a una estrategia premeditada. “En cierto modo, el trapicheo era consentido porque así se conseguía que el problema no saliese de Vite”, destaca Santomil. Según los de la Coordinadora, se trataba de concentrar la lacra, pero también de ocultarla. “Para eso, Xerardo Estévez [el alcalde socialista de entonces] construyó el parque de Xoán XXIII”, sostiene el de la asociación de veciños. “Si te fijas, los árboles están plantados con la idea de que se vea el Monte Pedroso, pero el barrio quede tapado”, explica.
El boicot del Ayuntamiento
Sea real o no la teoría de Alfredo, lo cierto es que Vite es casi imperceptible desde el mirador más concurrido de la ciudad, situado en el Parque de la Alameda —el barrio queda, de hecho, convenientemente ocultado por una niebla de ramas y hojas—. Desde la Coordinadora guardan un recuerdo amargo de la administración local de aquellos años que, más que ayudar en la lucha, contribuyó a poner atrancos.
La movilización social de Vite nace en un contexto de abandono por parte del Ayuntamiento. A inicios de los 80, buena parte del polígono carecía de luz eléctrica, y hasta había viviendas sin agua corriente. Cuando la presión vecinal hizo imposible el silencio del Consistorio, estos pasaron de la indiferencia a intentar boicotear los proyectos de la Coordinadora para “apuntarse ellos el tanto”, en palabras de Santomil.
Los problemas empezaron con la figura de los ‘comisarios políticos’, enviados desde el Ayuntamiento que decían supervisar las actividades de la Coordinadora. Los vecinos de Vite rápido se dieron cuenta de que, en realidad, la administración de Xerardo Estévez estaba “espiando” sus planes. “Cuando demandábamos alguna dotación, el Ayuntamiento decía que era imposible y meses después presentaban el mismo proyecto como si fuese una iniciativa propia”, recuerda Alfredo.
El descaro de la Administración era tal que la Coordinadora llegó a aprovechar esa rutina de plagio en beneficio del barrio. “Una vez pensamos en hacer un taller de fotografía pero comprobamos que no había dinero, así que pusimos un cartel anunciándolo”, recuerda Alfredo con una risa. “Fue matemático: el siguiente curso que anunció el Ayuntamiento era de fotografía”.
Vite nazón
Alfredo relata los roces con el Ayuntamiento a las puertas del centro sociocultural de Vite, situado en la calle Carlos Maside. A pocos metros de nosotros, la vía desemboca en la avenida Castelao, auténtica espina dorsal del barrio. En los 80, esa enorme carretera tenía el dudoso privilegio de comunicar la sede de la Xunta de Galicia, en su extremo este, con el mayor centro de distribución de la droga en muchos kilómetros a la redonda.
Hoy apenas queda huella de la heroína en Vite. En la parcela donde se erigía el Barracón de la Sacarina hay una iglesia, y los edificios del barrio, pese a seguir siendo humildes, se muestran limpios y dignos. Sucede lo mismo con sus inquilinos. La vergüenza inicial que anidaba en estos bloques dejó paso a un orgullo que, en cierto modo, sabe a una rebelión contra el pasado, contra las circunstancias. El ‘nacionalismo vitense’, medio en serio medio en broma, crece en la conciencia de muchos vecinos; incluso en los que viven ya lejos de lo que un día fue el barrio maldito de Compostela. “Pueden llevar diez años fuera, que siguen diciendo que son de aquí”, cuenta Alfredo, a las puertas del centro, con una sonrisa. Por detrás de él pasa un taxi.