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Movimiento vecinal
Más allá del activismo de barrio
Asuntos pendientes del movimiento vecinal en Andalucía.
A día de hoy, las formas institucionalizadas de trabajo territorial más exitosas en la Andalucía urbana, en cuanto a extensión, estabilidad e influencia social, siguen siendo las asociaciones de vecinos heredadas del periodo de la Transición. Lo mismo podría decirse de las federaciones de entidades. Las viejas federaciones de asociaciones de vecinos siguen siendo el único espacio de este tipo con cierta estabilidad en el tiempo, aunque muy desgastadas por el envejecimiento, el clientelismo y los errores políticos. Esta es una de las razones por las que, desde la década de los 90, se han sucedido los intentos por crear nuevos espacios de coordinación y agregación dirigidos al trabajo vecinal. Es el caso de La Sevilla que Queremos, Barrios en Lucha en Sevilla o la más reciente iniciativa Arrejuntamiento en Granada, pasando por las efímeras redes de asambleas de barrio a raíz del movimiento 15M. Este tipo de iniciativas siguen siendo necesarias, y la ausencia de ellas, un problema a afrontar dentro del activismo territorial andaluz.
La importancia de arrejuntarse
Los colectivos e iniciativas locales son la base de cualquier movimiento de base amplia. Las redes de solidaridad, los intereses comunes y la identificación mutua que propician el espacio local, el pueblo, el barrio o el tajo, suponen la base real y práctica de las nociones más abstractas de solidaridad, justicia y democracia que se proponen para el conjunto de la sociedad desde los discursos de izquierda. Es tan común este tipo de reivindicación que muchas veces puede caerse en una exaltación idealizada de lo comunitario, ignorando los problemas de su práctica real cotidiana.Cualquier asociación y acción de tipo local-barrial tiene una tendencia casi innata a lo que podríamos denominar parroquialismo. Ya sea una asociación, un local, centro social o una campaña de otro tipo, el trabajo en barrio implica volcarse sobre un espacio concreto, lo que generalmente supone diluir e incluso ignorar otros lugares y otras escalas de actuación. Esto es la base de la existencia de cierto comunitarismo insolidario, un resultado bastante común en iniciativas políticas volcadas exclusivamente en la identidad territorial, donde la exaltación de las solidaridades inmediatas pasa por el rechazo a todo lo que viene de fuera o todo lo que sucede fuera del propio territorio. Esto tiene mucho que ver con el asociacionismo conservador, pero también con el rechazo que las iniciativas agregadoras generan en cierto activismo radical de izquierda. Diría que esto es una de las causas del carácter efímero que han tenido los intentos de plantear espacios de coordinación y de su carácter, a menudo poco definido y vinculante, como si cualquier intento de federar luchas fuera una agresión contra ciertos principios democráticos.
Trascender la solidaridad concreta en el barrio o en el tajo implica realizar un salto en el que los individuos se vinculan a personas que no conocen personalmente, a veces en sitios muy lejanos, pero con los que construyen un imaginario común y establecen compromisos estables. Esto hace necesario la creación de instituciones mediadoras que articulen la solidaridad y la realidad local con otras escalas de la política y con ideales más generales. Muchas de las coordinadoras que se crean persiguiendo estos objetivos fracasan porque no pasan de ser un agregado de iniciativas locales entre las que en ningún momento se crea algo que vaya más allá de la suma de unas partes con sus propios problemas y su propia agenda. Una institución de este tipo, se llame como se llame, debería tener un proyecto, una estrategia y una agenda común, lo cual requiere por lo general de una identidad, un imaginario y un discurso capaz de hacer comulgar a las parcialidades que pretenden federarse. Diseñar esto es parte de un camino colectivo y algunas de las iniciativas que han surgido en ciudades andaluzas en los últimos años podrían orientarse en este sentido.
Desafíos del trabajo territorial
Trascender del trabajo en el barrio concreto y buscar influir políticamente en otras escalas es fundamental para revertir la deriva de un movimiento vecinal que se debate hoy entre el envejecimiento y un giro progresivamente conservador. Cómo hacer esto es un debate de largo alcance. De partida, podríamos señalar al menos tres ámbitos de conflicto que una iniciativa de este tipo tendría que afrontar necesariamente y que podrían ser la base sobre la que construir un consenso entre distintos proyectos y redes de trabajo local.Primero está la necesidad de superar en las luchas vecinales la tendencia a la reivindicación exclusivamente negativa. Es un lugar común dentro de las ciencias sociales hablar de un asociacionismo del “no en mi vecindario”. Esta es una cuestión conflictiva para el activismo territorial progresista, dentro del cual, la mayor parte de las campañas que consiguen agregar a colectivos diversos en el plano local giran en torno al rechazo de instalaciones y usos. En algunos casos puede servir el discurso, muy difundido en otras geografías, del “no en el planeta Tierra” para explicar el rechazo generalizado a un tipo de infraestructura más allá de su localización precisa, aunque esto no da respuesta a la cuestión de dotaciones conflictivas pero necesarias en barrios de la ciudad (viviendas sociales, actividades que generan ruidos y molestias, dotaciones dirigidas a grupos minoritarios y estigmatizados, etcétera), que muchas veces son objeto de rechazo por parte de los vecinos y de grupos organizados de carácter conservador. Hay que asumir un planteamiento de ciudad, la necesidad de solidaridad respecto de la ubicación de ciertas instalaciones y la propuesta de alternativas frente a equipamientos conflictivos pero necesarios. No basta con rechazar, a menudo de forma justificada, determinados tipos de usos. Hay que asumir una responsabilidad colectiva y política respecto del modelo de ciudad que se pretende.
Segundo, en relación con lo anterior, hay que lograr un activismo y un asociacionismo que sean capaces de plantear qué modelo de ciudad quieren. Esto implica proponer dotaciones y equipamientos frente a la especulación y la densificación. Proponer espacios públicos habitables, defendiendo soluciones alternativas que no pasen por la supresión o la inhabilitación de los mismos frente a los problemas de convivencia (como ha sucedido demasiado a menudo en los últimos años). Sobre todo, proponer el espacio público y las dotaciones colectivas como principales espacios de la vida colectiva barrial. Supone también implicarse en las reivindicaciones de vivienda y servicios sociales, buscando soluciones reales a los problemas sociales que no pasen por la represión policial, sino por articular la solidaridad comunitaria a nivel de ciudad.
Finalmente, hay que rechazar la criminalización de los grupos desfavorecidos. Esta es una cuestión muy conflictiva e inevitable para un asociacionismo barrial comprometido. La criminalización de las minorías étnicas, los inmigrantes o los adolescentes, a menudo vinculada a la criminalización de la pobreza, es uno de los efectos más perniciosos del asociacionismo comunitario conservador e incluso un campo de trabajo fértil para la extrema derecha ante el que hay que dar una respuesta. El asociacionismo vecinal tiene el potencial, legitimidad e influencia social para incidir en este ámbito.
Cualquier iniciativa agregadora que se oriente en este sentido se debe plantear como un trabajo de largo aliento. No obstante, la necesidad y la urgencia de llevar a cabo la misma es cada vez más evidente. Plantearse por objetivo el conseguir una influencia social real sobre el territorio es un primer paso en esta dirección.