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Memoria histórica
Pedro de Lorenzo, el censor extremeño
Cuando a Camilo José Cela le concedieron el Premio Nobel de literatura, en 1989, muy pocas voces recordaron su pasado como censor y aspirante a confidente de la policía franquista. Mientras un rendido coro de grillos se desgañitaba en lanzar sus alabanzas a quien era considerado como cancerbero mayor de la literatura española, apenas una o dos plumas escribían no ya cuestionando la decisión de los suecos, sino “el ataque de soberbia y onanismo intelectual que al escritor de Padrón de repente le ha dado”, como apuntaba Julio Llamazares en el artículo publicado en el diario El País del 14 de noviembre de 1989, “El arzobispo de Manila”. Llamazares, después de la muy razonada y necesaria diatriba, acababa recordando el pasado como censor de Cela, “de segunda o tercera categoría, pero censor”, escritor a sueldo para un dictador venezolano (Marcos Pérez Jiménez, novela La Catira, 1955) y aspirante a confidente de la policía, vertiente denunciada por Julio Rodríguez Puértolas en su libro Historia de la literatura fascista española, un muy enjundioso tratado para saber quién era quién ―y sigue siendo― en este mundillo literario de vanidades y cambios de chaqueta.
En Extremadura la cosa tampoco fue muy distinta. El pesebre donde abrevaban los acólitos del arzobispo no distinguía entre regionalismos. Tan solo un grupo de bisoños estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, de cuando estaba en lo que ahora es el Edificio Valhondo, en Cáceres, nos atrevimos a fotocopiar el oficio de tinieblas donde Cela se postulaba como delator de rojos y clavarlo, como las tesis de Wittenberg, en el tablón de la facultad, que por entonces estaba en un pasillo muy concurrido. Aquel oficio, pura herejía contra la sacrosanta cultura oficial en el templo academicista de las Letras, apenas duró, como canta Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks. Un diligente bedel fue obligado a ocultar las vergüenzas del prócer de la patria, arrancando la prueba de su miseria.
Censura
Robles Piquer, muerte de un franquista
Sin embargo, erre que erre, publicamos negro sobre blanco aquel tenebroso oficio que manchaba el expediente del novelero nobelado, dirigido de su puño y letra al “Excelentísimo señor comisario general de investigación y vigilancia”. Lo hicimos en la revista fanzine libertaria Aikrana (Kázeres), que ya iba por el número 7, de diciembre de 1989, de la que editábamos apenas 200 ejemplares y que se distribuía por los baretos de la ciudad mangurrina, con envíos también a diversas partes del mundo mundial. Allí, al menos, quedó constancia de que una parte de la cultura extremeña, desconocida y tenida por muchos como contracultura porque se hacía a costa de fotocopias, sin depósito legal y, lo más importante, sin censura alguna, ni olvidaba ni perdonaba.
Lo de Cela le vino muy bien al establishment del momento para dar el cierre definitivo al ejercicio de amnesia obligada y colectiva que llamamos Transición. La literatura no fue ajena a un lavado de cara y olvido programado donde las libertades individuales, inseparables de lo colectivo, fueron trastocadas, como expresó Carlos Blanco Aguinaga, en un individualismo desenfrenado y antisocial, propio del capitalismo actual.
Un jovencísimo Rafael Chirbes lo vaticinó en una de sus colaboraciones escritas en la revista Ozono, en vísperas de las primeras elecciones postfranquistas, en junio de 1977:
“Cuando agoniza el carisma de la porra amanece el día del consenso.
Quienes tienen el poder necesitan ese día, como el aire, borrar sus orígenes: los orígenes del poder siempre son turbios y dejan un olor pegajoso.
Para mantener su dominio inician un doy para que me des, intentando perder en este cambio lo menos posible. Ofrecen dejar dormir la verdad a cambio de que la inmensa mayoría aceptemos como universales y eternas las reglas de un juego que acaban de inventarse.
Es la hora del ‘vamos a ver cuántas se tragan’”.
El Nobel de Cela en 1989, censor y aspirante a delator, ejemplificaba el cierre de una época en la que no se debía mirar atrás, y lo pasado… ¡pues pasado y pelillos a la mar!
Con su arrogante premio quedaban rehabilitados los censores que durante el franquismo se dedicaron a reprimir la obra de los demás creadores mientras medraban con la suya propia, algo que queda muy feo en el mundo de la creación. Otro de esos grandes censores, en este caso extremeño, fue Pedro de Lorenzo Morales.
El escritor fascista que hacía guardia sobre los luceros.
Para seguir la trayectoria y éxitos de Pedro de Lorenzo, nacido en 1917 en Casas de don Antonio, provincia de Cáceres, y fallecido en Madrid en el año 2000, con sepultura y busto en su pueblo, basta con acudir a la Wikipedia, cuyo relato es muy similar ―con algunos errores― a las diversas hagiografías que hicieron de él algunos de sus contemporáneos y otros diletantes de su obra más jóvenes, quienes siempre callaron ―y callan― su trabajo como censor del Régimen.
Licenciado en Derecho y falangista de primera hora, se unió como soldado a las fuerzas rebeldes tras el golpe de Estado de julio de 1936. En 1937 se creó en la zona franquista la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, de la que surgirá después la cadena de periódicos del Movimiento. Desde el primer momento colaboró con la prensa fascista, con crónicas sobre el Frente de Extremadura en La Falange, órgano de Extremadura de Falange Española de las J.O.N.S., con el seudónimo de Kopolan. El ardor guerrero de sus crónicas periodísticas le hizo medrar al calor de la Vicesecretaría de Educación Popular, un órgano estatal organizado y controlado por Falange que operó a modo de ministerio de propaganda fascista entre la primavera de 1941 y el verano de 1945, encargado de controlar todo lo que tenía que ver con la comunicación social, de cualquier tipo, ya se tratara de textos, imágenes e incluso sonidos.
A Pedro de Lorenzo, el falangista, se le atribuye la invención del nombre de Generación del 36 para calificar a aquellos escritores que escribían mientras hacían guardia sobre los luceros y que la seudo intelectualidad franquista quiso explotar
Falangista que escribía, como él mismo dijo, aún con las flechas bordadas en su boina, fue llamado por Juan Aparicio López, entonces plenipotenciario Delegado Nacional de Prensa (formado a las órdenes de Millán Astray), para formarse durante nueve meses como becario en la recién creada Escuela de Periodismo, que exigía como requisito de ingreso ser miembro de la FET-JONS. Nada más acabar el cursillo, fue nombrado, en 1942, director del Diario Vasco, de San Sebastián, prensa del Movimiento. Después sería director de La Voz de Castilla, de Burgos, del suplemento literario Si, que se publicaba en el periódico Arriba, y adjunto en 1968 de la dirección de ABC. Entre 1957 y 1962, además, trabajó como director técnico de la prensa del Movimiento. No estuvo exento, tampoco, de las luchas internas y purgas dentro del partido único. Con este currículum, no es de extrañar que el periodista Jesús Pardo de Santayana Díez (1927-2020), otro fascista que hacia finales del franquismo se volvió también demócrata de toda la vida, dijera que Pedro de Lorenzo, a quien frecuentó en las tertulias del Café Gijón, cobraba siete sueldos de Falange.
Entre sus muchos premios y reconocimientos, De Lorenzo obtuvo el Premio Azorín (1947), Luca de Tena y Álvarez Quintero (1957), Fastenrath de la Real Academia Española (1967), Usti de periodismo (1964), Nacional de Literatura (1968), Nacional de Periodismo (1972) y finalista del Premio Planeta de Novela (1974). Como señaló el exilado Max Aub en La Gallina Ciega, durante aquellos años en España había “premios, premios a troche y moche, premios para todo y para todos”.
A Pedro de Lorenzo, el falangista, se le atribuye la invención del nombre de Generación del 36 para calificar a aquellos escritores que escribían mientras hacían guardia sobre los luceros y que la seudo intelectualidad franquista quiso explotar en el páramo intelectual que se convirtió el país tras la desaparición de los del 27, del 14 y del 98, unos porque tuvieron que tomar el camino del destierro y otros porque yacían desaparecidos por las cunetas.
El 14 de febrero de 1943 publicó en el diario Arriba, órgano de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., un artículo, “La creación como patriotismo”, en el que establecía los hitos fundacionales de aquel pastiche generacional. Definía esta generación del 36 como opuesta a la del 98 con las siguientes palabras:
“¡Basta ya de crítica! La crítica ha sido rebasada y a tiro limpio; que si la fuerza no es razón, tampoco la razón excluye ni ―lo que fuese locura― agota el reino de la espiritualidad. No más crítica, no más análisis, no más disgregaciones. Al 98, que ―como se nos ha dicho― trajo de lema nacional “la crítica”, hay que oponerle esta consigna heráldica de nuestro mensaje: ‘la creación como patriotismo’”.
Pedro de Lorenzo se significó como impulsor y director de la revista Garcilaso, publicación de literatura falangista heredera de otras como Jerarquía, la revista negra de la Falange
Este discurso, continuidad de la dialéctica de los puños y las pistolas de José Antonio, fue desbaratado primero por Gerardo Diego y luego por Víctor García de la Concha. No existe, porque no se dan la condiciones básicas, ninguna generación del 36. De Lorenzo, además, excluía de la nómina a los escritores y escritoras que permanecieron fieles al régimen constitucional frente a los golpistas de camisa azul.
A raíz de aquel artículo y en sintonía con sus veleidades generacionales, Pedro de Lorenzo se significó como impulsor y director de la revista Garcilaso, publicación de literatura falangista heredera de otras como Jerarquía, la revista negra de la Falange, nacida el primer año de la guerra, o Escorial, cuyo primer número apareció en noviembre de 1940, de la mano de escritores como Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Luis Rosales y Antonio Marichalar.
Garcilaso, aparecida en mayo de 1943, surgió en torno a la tertulia organizada en el Café Gijón por quienes formaban parte del grupo “Juventud creadora”, subtítulo de la revista. En su volumen de memorias Autorretrato sin retoques, el ya mencionado Jesús Pardo de Santayana Díez, recuerda aquella tertulia con estas palabras:
“El Gijón, trampa franquista en torno a la trampa franquista que fue la Juventud creadora, trataba de tener allí sujetos y mansos a los escritores jóvenes no atados ya al Régimen por la cadena del enchufe o la esclavitud del pluriempleo, y dio bastante buen resultado, pues acalló todo afán de innovar, y casi hasta de escribir”.
Aquella tertulia estaba dirigida por José García Nieto, e integrada por Rafael Montesinos, Salvador Pérez Valiente, Jesús Juan Garcés y Pedro de Lorenzo, entre otros asiduos como Juan Aparicio, director general de Prensa, y el mismo Jesús Pardo, advenedizo de última hora.
El alguacil alguacilado
Animado por su flamante pluriempleo en la prensa franquista, el extremeño De Lorenzo, aunque decía tener ya escritas otras, se animó a publicar su primera novela: La Quinta Soledad. En 1943 comienza una dilatada y reconocida carrera como novelista. La novela trata de un preso y sus soledades. A pesar de que el libro ya pasó un primer informe de la censura, una vez editado y con los ejemplares en la calle, hechas incluso reseñas favorables en los periódicos del clan fascista que él controlaba, una delación señaló aspectos no muy acordes en la misma con los postulados del Régimen, y sobre todo un prólogo incómodo. A los seis días de comenzar a distribuirse, la autoridad censora dictó su secuestro inicial y la prohibición de su puesta en circulación. La obra quedaba, como dijo el propio autor, en cuarentena.
Sin embargo, la cosa no fue muy lejos. A favor del libro hicieron un informe otros censores del momento, como Leopoldo Panero y José Antonio Maravall. Rafael Montesinos la alabó en un epigrama. Pedro de Lorenzo acudió a Madrid, donde tuvo un encuentro con Juan Aparicio, quien ya le había apadrinado y a la sazón era el hombre más poderoso de la prensa franquista de entonces, y después de una amena charla mientras daban un paseo por los puestos de libros de la Cuesta Moyano, el libro fue puesto de nuevo en circulación, avalado por un certificado sellado por el mismo Aparicio, en calidad de Delegado Nacional de Prensa de la Vicesecretaría de Educación Popular de FET-JONS. De aquella charla surgió una duradera amistad y, muy probablemente, un nuevo recluta para la oficina censora.
La censura franquista contaba con censores en nómina y censores circunstanciales. Tanto unos como otros eran denominados lectores, porque la palabra censor sonaba muy mal. De Lorenzo y Cela fueron de los circunstanciales
Llama la atención que, una vez obtenido el nihil obstat para la distribución de su primera novela, que había sido censurada, se convirtiera él mismo en censor. Algo similar le sucedió a Cela con La Colmena, publicada inicialmente fuera de España, Argentina, para evitar la tijera. Manuel L. Abellán, autor de uno de los primeros estudios sobre la censura en España, definió el caso de estos escritores como el del alguacil alguacilado, parafraseando a Quevedo. En el caso de Pedro de Lorenzo el episodio de esa inicial censura de su obra fue explotado hasta la saciedad por quienes después harían de él rendidas hagiografías, mencionándolo en sus reseñas y callando su oficio de represor de letras en los años que habrían de venir.
La censura franquista contaba con censores en nómina y censores circunstanciales. Tanto unos como otros eran denominados lectores, porque la palabra censor sonaba muy mal. De Lorenzo y Cela fueron de los circunstanciales.
Dependía esta censura del Servicio Nacional de Propaganda, adscrito al Ministerio del Interior, que mediante orden dictada el 29 de abril de 1938, decidía qué se publicaba y qué no. Esta ley de Prensa, que duraría casi 30 años, pretendía proteger a España “de los daños que una libertad entendida al estilo democrático había ocasionado a una masa de lectores diariamente envenenados por una prensa sectaria y antinacional”.
A la hora de hacer sus informes, en los que daban el visto bueno o imponían medidas correctoras, incluso la prohibición de la publicación, los censores debían responder a las siguientes preguntas: “¿Ataca al dogma? ¿A la Iglesia o a sus ministros? ¿A la moral? ¿Al Régimen y sus instituciones? ¿A las personas que colaboran o han colaborado con el Régimen?”.
Los informes censores de Pedro de Lorenzo
Tenemos constancia documental, por los informes contenidos en las cerca de dos mil cajas de expedientes de censura que se conservan en el Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares), de que Pedro de Lorenzo desarrolló su labor como censor entre los años 1948 y 1952. Es posible que su trabajo como represor de letras ajenas se extendiera más allá de estos límites temporales, dado que, hacia la última etapa del franquismo, y sobre todo a partir de la ley Fraga de 1966, los censores no solían firmar sus informes con su nombre, sino con un número. La diferencia sustancial entre la norma anterior y esta es que en la ley de Prensa de 1938 se establecía una censura previa, es decir, antes de la publicación, mientras que en la ley Fraga la censura se imponía una vez publicado el texto, ordenando su retirada. Abellán divide ambas etapas en una gloriosa y otra trivial, esta última a partir de la Ley Fraga. Los censores de la primera gozaban de cierto currículum académico; los de la segunda, según Abellán, eran del “tipo cavernícola y pluriempleísta que tanto ha propagado el franquismo”.
Como escribió Rodríguez Puértolas en su prólogo sobre los escritores fascistas españoles, citando a Joan Fuster, había que recordar que la censura no fue “ejercida por un sargento intonso, por un burócrata subnormal, sino por catedráticos de Universidad, por canonistas doctorados, por escritores de oficio (…) Entre el intelectual y el Poder puede existir una complicidad que raya en la más tajante vileza”. Este fue el caso de nuestro extremeño.
En otras ocasiones, más papista que el Papa, sus informes sobre las obras que caían en sus manos señalan incluso aspectos censurables que se les había pasado al censor eclesiástico
En su oficio como censor Pedro de Lorenzo se ocupó de obras de sus contemporáneos, con informes favorables y desfavorables. Para conocer su ideario moral podemos acudir, por ejemplo, al informe elaborado en 1950 sobre la obra de Luis Landínez, Los hijos máximos de Judas. En él informa:
“Novela bien construida. Escrita correctamente. Ambiente rural. El asunto puede afectar a la moral porque es una variante del tema Yerma. Pero con tal limpieza de exposición, sin asomo de morbo ni delectaciones pecaminosas, que podría ser tolerada”.
En otras ocasiones, más papista que el Papa, sus informes sobre las obras que caían en sus manos señalan incluso aspectos censurables que se les había pasado al censor eclesiástico, como sucede en el informe elaborado en noviembre de 1951 sobre Cuerpos, almas y todo eso, de Santiago Lorén, quien fuera después el guionista de la serie Ramón y Cajal para TVE.
Entre los informes más llamativos del censor extremeño se encuentra el elaborado sobre el estudio de Ricardo Gullón La poesía de Luis Cernuda. Sometida esta obra crítica sobre Cernuda a su escrutinio en 1952, siendo Pedro de Lorenzo consejero personal del ministro de Cultura, dirige al responsable máximo de la Dirección General de Propaganda, Florentino Pérez Embid, el siguiente dictamen:
“Numerosas alusiones a poemas prohibidos, exaltación de un autor que se mostró comunista en la Antología de 1934, de Gerardo Diego, que ha combatido públicamente al Régimen y continúa en el exilio manifiestamente hostil. No se trata de tachaduras como las aconsejables en las páginas 2, 20, 24, 26, 27, 29, 30, 37 y 38, sino del problema de resolver sobre la apología de una figura y una temática declaradamente enemiga de los principios religiosos: es blasfematorio; morales: es uranista, y políticos: es rojo”. Uranista, para quien no lo sepa, significa homosexual.
Literatura
Grajos mélicos y líricos marranos
Las obsesiones del censor Pedro de Lorenzo acerca de la pecaminosidad se reflejan también en otro informe de 1952 sobre el libro de José María Jové, Mientras llueve en la tierra, cuando dice:
“En las páginas señaladas como ataque a la moral, no tacho una maravillosa descripción de desnudo, hasta que llega el momento en que la contemplación de ese desnudo se convierte en morbo; así como en lo referente a la exposición casi apologética del sodomita”.
El celo por la moral sexual lleva a nuestro particular censor extremeño a tachar profusamente pasajes de la primera novela del catalán Antonio Rabinad, quien retrató los ambientes de la ciudad de Barcelona en la posguerra. En su primera novela, presentada al servicio de censura bajo el título La noche de Juana Doriac, de Lorenzo señala que incluye “escenas sexuales, que en ocasiones llegan a lo pornográfico, aunque aquí se trata de animales”, “perversión sexual”, “adulterio incipiente”, “contiene pasajes lúbricos y asquerosas suciedades”. La obra, que había obtenido el Premio Internacional de Novela de la editorial José Janés, otorgado por un jurado del que formaba parte Somerset Maugham, no se publicó hasta 1956, con los pasajes suprimidos recomendados por el censor, bajo el título de Los contactos furtivos. Hasta 1985 la editorial Bruguera no publicó una edición íntegra. En su informe inicial de 1952, el celoso censor escribió: “No comprendo la concesión de premio internacional de primera novela a esta novela”.
En el mismo informe [sobre Octavio Paz] firmado por Pedro de Lorenzo, Andrés de Lucas dejó manuscrito su veredicto final: “Versos obscuros y estúpidos con algunas expresiones equívocas. Creo, sin embargo, que puede autorizarse por el escaso número de lectores que leerán estos engendros”
Uno de los autores más censurados durante el franquismo fue Octavio Paz. Su obra contó con 14 informes de la censura. Esta retahíla fue inaugurada con un informe de Pedro de Lorenzo.
En 1950 EDHASA (Editora y Distribuidora Hispanoamericana, S.A.), solicitó permiso para distribuir en España 200 ejemplares de Libertad bajo palabra. El informe censor fue encargado a Pedro de Lorenzo y a Andrés de Lucas. El primero elaboró un informe de seis páginas, en el que señalaba “frases o expresiones obscenas, otras irreverentes”. En el mismo informe, firmado por Pedro de Lorenzo, Andrés de Lucas dejó manuscrito su veredicto final:
“Versos obscuros y estúpidos con algunas expresiones equívocas. Creo, sin embargo, que puede autorizarse por el escaso número de lectores que leerán estos engendros”.
Pedro de Lorenzo simpatizante de nazis huidos
A partir de 1952 no encontramos más informes de Pedro de Lorenzo, lo cual no significa que no los haya, pues como denunció Manuel L. Abellán, miles de expedientes y documentación aneja desaparecieron misteriosamente mientras él realizaba su investigación, en 1977, durante el traslado de estos expedientes del Ministerio de Información y Turismo al Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares.
Sin embargo, el censor extremeño siguió ostentando su filofascismo en su oficio como periodista. Como dato relevante, en 1970, siendo director adjunto de ABC, se le conmina desde las altas esferas franquistas a que no publique una entrevista realizada a León Degrelle, el nazi belga al que las autoridades españolas protegían. Era época de aperturismo y el Gobierno español pretendía acercarse a la CEE (Comunidad Económica Europea). Degrelle había venido publicando en Pueblo sus “Memorias de un fascista”, y ello había ocasionado, por enésima vez, la petición de extradición por parte del Gobierno de Bélgica, donde le esperaba una condena a muerte, que eludió tras encontrar refugio, como tantos otros nazis, en España. ABC no sólo publicó la entrevista, sino que como relata el mismo Pedro de Lorenzo en su libro Diario de la mañana, trató de hacer lo imposible para que Degrelle lograra un encuentro en El Pardo, mantuvo una profusa correspondencia epistolar con el refugiado nazi, con quien se entrevistó en diversas ocasiones, y le recomendó que, en caso de que se le pusiera en busca y captura, se refugiara en la embajada de Paraguay. Junto a Gregorio Marañón (que había prologado el libro de Degrelle Almas ardiendo), Juan Ignacio Luca de Tena, Serrano Suñer , el marqués de Valdeiglesias, el conde de Mayalde y otros gerifaltes de gran influencia en el Régimen, invitados de la reciente boda de la hija de Degrelle, se constituyeron en protectores del nazi. León Degrelle fue condenado en 1985 por el Tribunal Constitucional de España a pagar una multa, por negar la existencia del Holocausto, denunciado por Violeta Friedman. Murió en 1994, en Málaga, siempre protegido por las autoridades españolas.
Un escritor engreído y vanidoso, como su obra
Sobre la calidad de la obra literaria de Pedro de Lorenzo hay opiniones para todos los gustos. Entre sus contemporáneos, los fascistas que con el tiempo devinieron en demócratas, se halagaron mutuamente en tertulias, homenajes, concesión de premios, nombramiento de académicos, presentaciones de libros, etc., para ponerse como un trapo cuando escribieron sus memorias o recuerdos una vez llegada la Transición. Francisco Umbral, a quien De Lorenzo había dado trabajo en ABC, dijo de su estilo que era “frío, sin una sola idea”, “marmóreo”, “afectado”: “el tópico dice que es el doble malo de Azorín”, “las claves de su incomunicabilidad (incluso habiendo escrito tanto en los periódicos) son dos: el estilo marmóreo y la ausencia de ideas, de compromiso, de actitud”.
Uno de los mejores retratos ―e incisivos― tanto de la obra como del personaje nos lo dejó Rafael Borràs Betriu, director de la editorial Planeta, conocedor de primera mano del mundillo literario de aquellos años y de los que vinieron después.
En 1974, a punto de morir Franco, Pedro de Lorenzo quedó finalista del prestigioso Premio Planeta, con su novela Gran Café. El premio lo ganó Xavier Benguerel, con Icaria, Icaria…, el relato del sueño utópico de Étienne Cabet y su Viaje a Icaria, con la experiencia fracasada de quienes lo quisieron hacer posible emigrando a Texas a mediados del siglo XIX, ideas precursoras del anarquismo. Benguerel se había exiliado tras la Guerra Civil y regresado a Barcelona en 1954.
“De todos aquellos adjetivos con que esmaltaba una gacetilla al uso, el de ‘inmarchita’ era, sin lugar a dudas, el que mejor retrataba su talante”
El carácter de Benguerel y de Lorenzo, catalán y extremeño, ambos de ideas completamente contrarias, en las antípodas de cada cual, no podía ser más opuesto. La comparación entre la novela finalista y la ganadora no resiste al paso del tiempo, siendo mucho mejor, con gran diferencia, la del catalán. Rafael Borràs definió en sus memorias del siguiente modo al finalista extremeño:
“Pedro de Lorenzo (Casas de Don Antonio, provincia de Cáceres, diócesis de Badajoz, 1917, en las solapas de sus libros ―que, como se sabe, acostumbran a redactar los autores― escribía de sí mismo, en tercera persona, por supuesto, cosas como esta: Entre los escritores de su tiempo, Pedro de Lorenzo significa la joven maestría del estilo: una prosa clara, templada, rítmica, inmarchita. De todos aquellos adjetivos con que esmaltaba una gacetilla al uso, el de ‘inmarchita’ era, sin lugar a dudas, el que mejor retrataba su talante”.
En su relato sobre la edición del premio de 1974 Rafael Borràs dijo que Pedro de Lorenzo “quedó finalista, bien a pesar suyo y de algún otro patrocinador oficioso de muchas campanillas”.
Extremadura
El bibliocausto extremeño
La destrucción de libros y la censura fueron dos características esenciales del franquismo. En Extremadura, bibliotecas y kioscos de prensa fueron arrasados por una hueste brutal interesada en borrar cualquier vestigio cultural de la República.
Como era habitual, la concesión del premio exigía que los autores premiados se fueran de bolos juntos, para la presentación de sus obras, patrocinados por el Planeta, que al fin y al cabo pagaba el dueño de la editorial, José Manuel Lara. Merece la pena conocer la narración que Rafael Borràs hizo de esta gira:
“Después de la presentación en Barcelona de Icaria, Icaria… y Gran Café, mandaron a ambos autores a Bilbao, a una firma en El Corte Inglés, precedida de una mini-rueda de prensa. Benguerel le pidió por favor ―¡por favor!― a José Manuel que yo le acompañase, pues se veía incapaz, según le explicó, de compartir tantas horas con Pedro de Lorenzo sin que yo actuase de cirineo. El ticket del premio de aquel año, en efecto, no podía reunir dos escritores de talante más distintos; ninguno de ellos había leído nada del otro, y ambos eran conscientes de que hablaban lenguajes distintos; pese a sus buenas maneras, Benguerel no conseguía reprimir las miradas expresivas que me dirigía cuando De Lorenzo pontificaba sobre cualquier nimiedad con su verbo plateresco, que no le iba a la zaga a la prosa inmarchita de sus textos; de una manera nada velada, De Lorenzo me espetó que consideraba una injusticia , cómo no, que el jurado ―del que yo no formaba parte― le hubiese postergado de manera, según él, tan aberrante, y las 500.000 pesetas que por primera vez se otorgaban al finalista no le apearon del burro. No volvió a publicar en Planeta, aunque no creo que fuese por agotamiento de la vena creadora, y murió en 2000 no ya olvidado sino ni siquiera conocido. Hoy supongo que forma parte de los raros de los que sólo tienen noticia cumplida eruditos como Pere Gimferrer o Andrés Trapiello”. Rafael Borràs escribía en 2005.
Como dijo Rafael Borràs [...] su obra “había hecho gemir las prensas, como él mismo diría, de la Editora Nacional o las Ediciones de Cultura Hispánica, que pagábamos todos con nuestros impuestos”
El jurado al que hace referencia el editor de Planeta estuvo compuesto por Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol y Martín de Riquer. Este último, Martín de Riquer, conde de Casa Dávalo, conocido medievalista, había sido catalanista antes de 1937. Después se hizo falangista e hizo la guerra junto al ejército de Franco. Era, como Pedro de Lorenzo, de la cuerda de los de Dionisio Ridruejo, el buen fascista. También trabajó como censor para el régimen, en la misma época que el flamante finalista del Planeta… que contaba con un patrocinador de muchas campanillas.
Un año después, en 1975, la Editora Nacional publica las Obras completas de Pedro de Lorenzo, en cuatro tomos de abigarradas páginas. Como dijo Rafael Borràs en el retrato mencionado, su obra “había hecho gemir las prensas, como él mismo diría, de la Editora Nacional o las Ediciones de Cultura Hispánica, que pagábamos todos con nuestros impuestos”. Cabe recordar la estrecha relación que mantuvo siempre la Editora Nacional, un organismo público y estatal, con la Falange y el franquismo de camisa vieja.
Nuevos tiempos, nuevas chaquetas
Pedro de Lorenzo sobrevive bien al postfranquismo, sin necesidad de tener que rendir cuentas por su pasado como falangista, censor y vocero del Régimen. Los días 15, 16 y 17 de febrero de 1980 preside el primer congreso de escritores en la historia de Extremadura, que se celebra en Cáceres, en los locales de la Caja de Ahorros. En la mesa presidencial le flanquean el Presidente de la Junta Preautonómica (Luis Ramallo), los presidentes de las diputaciones, un obispo y varios alcaldes.
En aquel congreso ya se respiraba la tensión entre las viejas glorias, de signo conservador, reconvertidos según los tiempos nuevos, y los jóvenes que se abrían paso con una literatura de libertades. Víctor Chamorro, presente en el congreso, recordó en su intervención a los escritores extremeños olvidados o apartados por la historia, como a Garci Sánchez, perseguido por la Inquisición por su obra, Diego Chaves, que amenazó a Felipe II, Pedro de Valencia, que escribió sobre el acrecentamiento de la labor de la tierra, El Brocense, presa de la Inquisición y encarcelado, Torres Naharro, que tuvo que quemar parte de su obra, Espronceda, luchador en las barricadas de París en 1830, García de la Huerta, desterrado a París y condenado a prisión en Orán, Gallardo, exiliado en Londres por sus ideas, José María Alcocer, que trató de hermanar cristianismo con libertad y sufrió por ello tres intentos de asesinato, los hermanos Molina y Capilla, muertos por defender la Constitución, Muñoz Torrero, perseguido por sus ideas liberales, exiliado, torturado y asesinado en un penal portugués… Cerró la nómina con una frase de este último, Muñoz Torrero:
“La previa censura ―dijo― es el último asidero de la tiranía que nos ha hecho gemir por siglos”.
Cuando llegó la democracia, aquellos censores de pluma y camisa azul, de estilo cursi y afectado, callaron sus vergüenzas, si es que alguna vez las sintieron o tuvieron como tales
Víctor Chamorro habló también en su intervención del subdesarrollo de Extremadura, un discurso que levantó ampollas y mereció una contrarréplica airada de Ricardo Senabre, entonces el hombre fuerte de la Universidad de Extremadura. El congreso finalizó con las siguientes palabras de Pedro de Lorenzo, bajo la mirada del ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva:
“Acabamos de vivir una jornada, de celebrar unos actos que, sin asomo de énfasis, habría de catalogar de memorables”.
“Enardecido ―relata Chamorro― besa la bandera extremeña y grita un ‘viva Extremadura viva’ entre el clamor de los asistentes”.
Poco después de este congreso, el 2 de septiembre de 1980, Pedro de Lorenzo ingresa en la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes. Los homenajes a su persona, sobre todo en su patria chica, se prodigan.
Un nuevo modelo de literatura, atrevida y aperturista, lejos del corsé de la nostalgia franquista, se iba abriendo camino. Los días 16, 17 y 18 de abril de 1982 se celebra el II Congreso de Escritores Extremeños, en el aula magna de Cultura de la Caja de Ahorros. En esta ocasión lo preside el jurisconsulto y también escritor Antonio Hernández Gil. En el congreso surge un grupo en torno al magisterio de Juan Manuel Rozas, quien lee su Ponencia consultada de la joven poesía extremeña. Álvaro Valverde dejó constancia en su blog de aquel congreso, en el que “se vieron las caras, nunca mejor dicho, dos maneras muy distintas de entender el hecho cultural y las tensiones, por eso, se hicieron evidentes”.
Como recuerda este autor, allí surgió, de la mano de Felipe Núñez, redactado con rotulador rojo y pasado de mano en mano entre los asistentes, el “Manifiesto palmario, horrible, pero necesario, contra el arte rupestre del siglo XX en el oeste de España”. En este manifiesto, suscrito por 25 firmas (de las que tres eran de mujeres) entre las que se encontraban las del mismo Felipe Núñez, Álvaro Valverde, Ángel Campos, Jesús Alviz, María José Flores, José María Lama y otras, establecía cinco puntos que finalizaban diciendo: “Mientras las Instituciones y los Presuntos Prestigios estén en manos de quienes niegan las libertades antes expresadas, esta Tierra seguirá cubierta de oprobio.”
La nueva literatura y los nuevos escritores y escritoras desplazaron a aquella generación que aún representaba Pedro de Lorenzo, rescoldo aún muy vivo de la impuesta por los vencedores de la Guerra Civil, implacables con los vencidos, tanto en las armas como en las letras. De Pedro de Lorenzo solo quedaron algunos homenajes, como el que se le dedicó en noviembre de 2017 en la Real Academia de Extremadura, con motivo del centenario de su nacimiento, entre oropeles y cierto olor a naftalina y alcanfor.
La dictadura franquista, de la que todavía queda mucho, se mantuvo gracias al sostén que personajes como Pedro de Lorenzo ofrecieron desde su acomodada posición de poder y control de los medios culturales y de comunicación, relegando al ostracismo y al olvido a artistas y creadores que les superaban, en mucho, en cuanto a la talla intelectual y “la vena creadora”. Algunos de ellos y de ellas, los y las que sobrevivieron a los golpistas, asistieron impotentes desde el exilio al expolio y destrucción de sus bibliotecas y de sus obras, a manos de unos bárbaros que se hicieron dueños del país y de sus imprentas. Otros y otras, quienes crecieron en aquel reino del desconcierto, donde gobernaban los malos, con la figura omnipresente ―en calles y oficinas, tabernas y cuarteles― del retrato marcial y joven de un dictador que se llenaba de arrugas y de lacras, oculto en su palacio, como escribiera Ángel González (Yarg Nairod), se vieron obligados a sufrir la censura de escritores engreídos y vanidosos, autocensurarse o tomar el camino también del exilio, si acaso querían ver publicada su obra.
Cuando llegó la democracia, aquellos censores de pluma y camisa azul, de estilo cursi y afectado, callaron sus vergüenzas, si es que alguna vez las sintieron o tuvieron como tales. Los mismos grillos que cantaron a coro el Nobel de Cela taparon esas vergüenzas a la hora de redactar ditirambos y encomios de quienes eran considerados como “próceres de la literatura”, de prosa “inmarchita”. Hora es, como en aquella ocasión en que un grupo de universitarios jóvenes nos atrevimos a pegar en el tablón de la facultad un oficio de censor, que se sepa quién fue quién o qué en los tiempos negros del franquismo. Para que no se olvide.
Carlos Blanco Aguinaga, De Restauración a Restauración. Ensayos sobre Literatura, Historia e Ideología, Ed. Renacimiento, 2007; Rafael Chirbes, Asentir o desestabilizar. Crónica contracultural de la Transición, Altamarea, 2024; Manuel L. Abellán, Censura y creación literaria en España (1939-1976), Ediciones Península, 1980; Julio Rodríguez Puértolas, Historia de la literatura fascista española, I y II, Akal, 2008; Fernando Larraz, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo, Ediciones Trea, 2014; Ana Martínez Rus, La persecución del libro. Hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936-1951), Ediciones Trea, 2014; Eduardo Ruiz Bautista, Los señores del libro: propagandistas, censores y bibliotecarios en el primer franquismo (1939-1945), Ediciones Trea, 2005; Eduardo Ruiz Bautista (coord.), Tiempo de censura. La represión editorial durante el franquismo, Ediciones Trea, 2008; Jeroen Oskan, “Censura y prensa franquista como tema de investigación”, artículo en Revista de Estudios Extremeños, nº 1, enero-abril, año 1991; Marcos Ordóñez, Ronda del Gijón. Una época de la historia de España, Aguilar, 2007; Antonio Sánchez y Pilar Huertas, La posguerra española. Crónica de una sociedad rota, Libsa, 2005; Rafael Borràs Betriu, La guerra de los planetas. Memorias de un editor, Ediciones B, 2005; Francisco Umbral, Las palabras de la tribu (de Rubén Darío a Cela), Editorial Planeta, 1994; Víctor Chamorro, Historia de Extremadura (VII). Esperanza. De 1970 a 1984, Edición del autor, 1984; Marciano Rivero Breña, Conversaciones en Extremadura, Universitas Editorial, 1981; Ángel González, Poemas. Edición del autor, Cátedra, 1998; Max Aub, La gallina ciega, Diario Público, 2010; José María Lama, “Un centenar de palabras airadas”, artículo en El espejo, Nº 9, Asociación de Escritores Extremeños, 2017.