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Pacifismo
La pancarta

Es un día importante, se nota en el ambiente alrededor del Congreso. Los viejos y los nuevos agravios merodean frente el círculo de seguridad que han instalado unos policías educados y atentos junto a las escaleras flanqueadas por los dos leones. «¿Vosotros sois los de la concentración contra el rearme?», dice alguien incorporándose al grupo. Primera foto a este lado de la acera, una pancarta no prevista contra el genocidio en Palestina. Unos veteranos se despliegan con consignas que van creciendo y ganando seguridad, hay que aprovechar la ocasión. Paciencia, la lucha es larga, tiene que haber tiempo para todos en los tiempos de la impaciencia civilizatoria. «Pasen a este lado, por favor, tengo que abrir la calle al tráfico», nos indica el agente. Vamos a por la segunda foto, la buena. Coreografía fácil, necesita poco ensayo. Portavoces, mediáticos, micros, lona, mensajes al aire, todo listo. «Apagad los móviles o se meten por los micros y no se oye bien», avisan desde el pelotón de cámaras que nos apunta.
Juan Diego y Carolina leen un manifiesto que en esos momentos ya han firmado miles de personas y centenares de organizaciones, y subiendo. No nos resignamos al rearme. En realidad, no nos resignamos a la tomadura de pelo, a la gran estafa que significa convertir Europa en un proyecto bélico, a cuenta del mantra de la seguridad y del pánico colectivo que insuflan los medios del sistema, quizás muchos de los que nos encañonan con sus objetivos en esos momentos.
Esto va más allá de la paz que, dicho así, en sí, como concepto, no significa nada en concreto. Con Kissinger u Obama como precedentes, no me extrañaría que a Trump le otorgaran el próximo premio Nobel del ramo. Esto lo hacemos por pura higiene democrática, no queremos que nuestras vidas se diriman en el fango de la violencia. Como dice el filósofo, las cosas que parecen inútiles hay que hacerlas simplemente para demostrar dentro de muchos años que alguien creyó en ellas y lo intentó, además de sentir el deber ético cumplido. Igual que nos movilizamos por nuestra sanidad, nuestra educación o nuestro empleo, debemos hacerlo por la justicia global. Y el primer paso es desactivar los resortes de la guerra, borrar las líneas que construyen el campo donde se juega y el marco mental que la justifica. Lo ingenuo es volver a creerse que existen armas de destrucción masiva. Lo irresponsable, no darnos las condiciones necesarias para abordar un debate serio sobre la seguridad, porque probablemente nuestra mayor amenaza tenga forma de termómetro y no de kalashnikov, entre otros muchos artefactos tan letales como subestimados.
La internacional del odio prefiere ese terreno de juego, urgente e irracional como el miedo, donde los derechos individuales y colectivos quedan en segundo término ante el anónimo interés nacional. Ni preguntas ni ojos observando, y menos si son de allende nuestra fronteras. En cuanto llega a las administraciones públicas, muerde a la yugular de la cooperación internacional. En España lo hemos visto en diferentes ayuntamientos y comunidades autónomas, aduciendo los manidos argumentos de la ineficacia y de la falta de competencias. En Europa y el resto del mundo se está desencadenando quizás la mayor oleada de desinversión en Ayuda Oficial al Desarrollo desde que esta existe. La confluencia de varios factores lo explica: la carrera armamentística y la competencia comercial geoestratégica, donde todos los recursos son pocos para posicionar a una Europa que pierde pistonada cada año y que se ve arrastrada por el órdago securitario. En países como Perú o El Salvador, la criminalización y persecución de activistas y organizaciones.
Como nos sentimos amenazados, como hemos creado a nuestro antojo y necesidad a los enemigos militares y comerciales, armémonos. Venimos haciéndolo desde el neolítico, forma parte de nosotros. Somos nosotros, ¿cómo hay que explicarlo? Existen las fronteras porque las defendimos después de trazarlas, había alguien al otro lado que nos miraba mal y hablaba raro. Desmontemos la industria de la cooperación, que es eso precisamente, un chiringuito de subvencionados. Peor, presuntos infiltrados por potencias extranjeras, sin ninguna conexión con la realidad, la buena, la real, y menos con la ciudadanía. ¡Internacionalistas! Todo, un peligro.
Pero la pancarta sigue ahí, hoy hemos conseguido desplegarla, pese a las dudas de algunas, el desconocimiento de muchos y la indiferencia de la inmensa mayoría. «Te he visto salir en la tele, papá», me dicen. Es en estos momentos donde quienes tenemos la suerte de estar encaramados en esas escaleras debemos tener más clara que nunca nuestra responsabilidad, la de blandir un trapo blanco con un susurro irreverente. Esa es nuestra misión, antes incluso que sobrevivir como organizaciones, existir como sociedad civil. Por la paz, por la democracia, por nuestras vidas. Podrán acabar con la cooperación, pero esas palabras y las manos que las escriben y las voces que las leen tienen que ser indestructibles. Son nuestro escudo, nuestra única razón de ser.