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Literatura
Lara Moreno: “El verdugo convierte a la víctima en cómplice y entonces todo funciona de puta madre”
Tres mujeres son tres maneras de sobrevivir una vida que, quizá en el pasado, fue bien, pero ahora es un dolor de muelas y un temor continuo. Damaris emigró de Colombia a Madrid para terminar cuidando de los gemelos de una pareja de pijos —los patrones— de La Latina. Oliva vive un piso por encima de la casa que limpia Damaris. Damaris vive un piso por debajo pero oye la violencia arañando las paredes. Oliva está en peligro. A la portería, un zulo inhumano, llega desde Tánger, previo paso por Huelva, Horía. Necesita esperar a que su hijo cruce el mar. Y que lo haga con vida.
En su paso por Bilbao, Lara Moreno (Sevilla, 1978) explica por qué ha escrito La ciudad (Lumen, 2022): “Lo que he intentado, simplemente, es que estemos dentro de las casas”. La narradora hace una autopsia en caliente —no podría ser de otra forma— a las geografías de la violencia encapsulando el malestar global en una sola escalera.
La entrevista tuvo lugar en un hotel céntrico del ensanche bilbaíno a pocos metros del Parque de Doña Casilda —8,52 hectáreas—, pero también de la monstruosa torre Iberdrola —165 metros de altura— y de la gran superficie comercial Zubiarte.
Cuando termino de leer La ciudad me doy cuenta de que parece que he estado horas y horas mirando tras el visillo. ¿Era tu intención hacernos sentir testigos de la violencia que aguarda una metrópoli?
La vieja de visillo [ríe]. Solo metiendo tres historias dentro de un edificio se da esta sensación. Todo el rato es: entramos en una casa, entramos en otra casa... Por suerte también he descrito paisajes externos, como Armenia (Colombia) o el campo de Huelva. Pero sí, juego con ello. No juego tanto con el lector como lo que les propongo a ellas, las tres protagonistas. Por ejemplo, uso el ruido del ascensor, el recelo que hay entre una y otra, el cómo se escuchan a través de las paredes. Lo que he intentado, simplemente, es que estemos dentro de las casas.
Utilizo una tercera persona subjetiva, como una falsa primera persona o una falsa tercera persona. Cada vez que estoy hablando de un personaje estoy a la altura de los ojos de ese personaje, o de lo que siente. Aunque utilice la tercera persona para mantener esa distancia, que esa es la distancia del visillo, este narrador nos hace entrar dentro de las casas.
Entonces, dicen, somos un “país de porteras”, pero no intervenimos. ¿Cómo se conjuga esto?
Quería mostrar que lo que se malentiende como violencias asumidas por las víctimas son, en realidad, un silencio o una indiferencia colectiva. Una hipocresía tremenda. Una hipocresía, a veces, completamente consciente. Ocurre con el racismo, con el clasismo, con la explotación laboral y con los regímenes casi de esclavitud que tienen muchas personas que emigran. Hacemos un bloqueo total, ponemos un silencio colectivo. En boca cerrada no entran moscas y sino se nos jode el chiringuito. Miramos, pero no intervenimos. Esta es una gran brecha. Es la cáscara perversa que sostiene todas las violencias que recibimos en la intimidad. Ojalá la rompiéramos. La violencia de género ocurre de puertas para adentro, con lo cual solamente compete, por desgracia, a la persona que lo sufre, ni siquiera a la persona que agrede. Pero ocurre también con la violencia que ejercen padres o madres sobre los niños, los abusos sexuales o la violencia que puede ejercer un jefe. Son como compartimentos cerrados, otro chiringuito que mejor no desmontar, claro, porque es que también se nos jode todo el invento.
Desde siempre. O casi.
Es estructural. Siglos. La familia, la casa, el confesionario: un lugar donde la gente no solamente va a relatar sus pecados, sino seguramente también su sufrimiento. Y que se hace en voz baja y no puede salir de ahí. Las violencias están muchísimo mejor metidas en el armario, no vaya a ser que desaparezca esa estructura de poder que tenemos tan absolutamente bien montada desde hace siglos.
Lara Moreno: “Las violencias están muchísimo mejor metidas en el armario, no vaya a ser que desaparezca esa estructura de poder que tenemos tan absolutamente bien montada desde hace siglos”
¿Qué impide a Oliva, Damaris y Horía reconocerse mutuamente como mujeres que experimentan diferentes tipos de violencia?
En el primer capítulo de la novela Oliva sale huyendo de su propia casa porque su pareja la está agrediendo. Al salir se encuentra con la policía. Se siente absolutamente juzgada porque sabe que los vecinos han llamado a la policía porque han escuchado gritos. No han llamado para salvarla, sino por los ruidos, los disturbios. Seguramente también llaman pensando que puede pasar algo horrible, pero si te preocupa esto más que el ruido no te limites a llamar a la policía. Intentas enterarte de lo que ha ocurrido, sobre todo si los gritos prosiguen, ¿no? En cualquier caso, si hay alguien preocupado en el edificio ella no lo sabe. Ella se siente culpable por la violencia a la que está sometida. Esto es una de las grandes maravillas de nuestra sociedad, globalmente: cómo las víctimas de violencia de género se sienten culpables y sienten vergüenza porque están sometidas a esa violencia. El verdugo convierte a la víctima en cómplice y entonces todo funciona de puta madre. Porque además siente vergüenza y culpa.
¿Entonces?
No es que no se vayan a ayudar entre ellas, es que Oliva tiene un muro, el muro del aislamiento que se da en todas las relaciones de poder: se aísla a la víctima. Ella siente alrededor del edificio un ojo que la juzga aunque necesitaría desesperadamente que alguien la ayudara, que alguien la sacara de ahí o que alguien sacara de ahí a él. Por cierto, esto no nos lo preguntamos nunca. Nos preguntamos por qué no se va de ahí ella pero no por qué nadie le saca a él. Esa persona que necesita Oliva nunca podría ser Damaris ni Horia. En la estructura jerárquica en la que está construido el edificio de nuestra sociedad, Olivia está por encima de ellas.
¿Y la sororidad?
Cuando empecé a escribir el libro pensaba: “Al final tengo que hacer que dependan las unas de las otras, tengo que hacer que se relacionen, tengo que hacer que se hermanen de alguna manera”. Pero conforme fui avanzando me dije que eso era fantasía pura. No, no, no es nada realista.
Lara Moreno: “Las inmobiliarias están organizando nuestras ciudades porque nuestros gobiernos no lo están haciendo”
¿Es la geografía urbana, como señalaba José Ovejero en una reseña de tu libro en La Marea, reflejo de la geografía social?
He descrito una urbe grande donde puede haber un CIE en el barrio de Hortaleza, donde puede haber un río que divide brutalmente la ciudad en ricos y en pobres, y donde además puede haber trabajadores migrantes. Creo que en cualquier ciudad puedes encontrar personas de Latinoamérica, personas marroquíes… que viene a trabajar. En la novela esta es la única diferencia. Si hubiera hablado de un pueblo, de cualquier pueblo de España, estas violencias se seguiría dando. Porque son, sobre todo, violencias económicas. La situación de explotación laboral que tienen tanto Damaris como Horía son antiquísimas. Hace 50 años eran las internas que había en las grandes ciudades. Era el mismo papel que Damaris, que prácticamente vive en la casa en la que trabaja, que vuelve a su casa para dormir, los domingos limpiar y echar un rato con su compañera de piso. Eso es lo que le queda de vida. Son violencias propias de nuestra sociedad y no tanto de la ciudad. Horía viene de recoger la fresa en Huelva, que no es precisamente una gran ciudad. En un pueblo de Huelva, en los campos de Huelva. De Cartaya y de Lepe. Si cojo una cuchara y rebaño un poquito cualquier esquina de Madrid me salen todas estas violencias.
Barrio, ciudad, vecindario. Cuentas cómo un tendero dice: “Esto se está muriendo”. Según los datos, 7.000 pequeños negocios de Bilbao han cerrado en la última década. ¿Por qué no sostenemos nuestros entornos? ¿Qué podemos hacer nosotros, más allá de lamentarnos?
Esto está ocurriendo en Bilbao pero, ¿qué nos queda? ¿A dónde tenemos que irnos para no encontrarnos un Starbucks? Para no encontrarnos que Mercadona se ha cargado las cuatro o cinco carnicerías y fruterías del barrio. Este capitalismo salvaje se nos está yendo de las manos, es evidente [ríe]. Yo no tengo respuesta para esta pregunta, solo formo parte de la rueda. Esto es un embudo gigante que afecta al comercio, la vivienda, los hospitales… Tenemos otro montón de países absolutamente destruidos que es a donde llevamos nuestra basura y donde nos traemos la mano de obra. Es un dragón gigantesco. ¿Qué podemos hacer? A lo mejor ocurre que se rompe todo de golpe y tenemos que empezar desde el principio.
Luego veo que hay pequeños lugares donde la gente se está organizando, hay militancia con redes de autogestión. Más o menos, ¿no? Lo veo aquí en Euskadi, me parece.. Pero claro, solamente se puede hacer desde el privilegio. Ve a contarle tú a quien gana 600 euros que por favor compre mejor la carne aquí o allí. Se nos ha ido de las manos, igual que el planeta.
Lara Moreno: “Si cojo una cuchara y rebaño un poquito cualquier esquina de Madrid me salen todas estas violencias”
Se han disparado los alquileres. Es generalizado. Vivir en una ciudad es inasumible. Ya no es solo Madrid o Barcelona. También son Bilbao, Valencia, Sevilla. En esta historia tú te acuerdas de esas señoras que cogen un trapo que antes era una sábana y friegan los portales de estos bloques donde nos ahogamos intentando sobrevivir. Después del intento del 15-M, ¿se nos han acabado las ideas para luchar contra este sistema inmobiliario y de rentistas que es España?
Las inmobiliarias están organizando nuestras ciudades porque nuestros gobiernos no están organizando nuestras ciudades. No hay políticas de vivienda. Publiqué un ensayito en el 2020, al salir del confinamiento. Cuando lo terminé de escribir no sabía que iba a venir una pandemia que me iba a encerrar en casa. Se tituló Deshabitar y contaba el problema de la vivienda desde 2003, antes de Lehman Brothers, antes del 15-M. Y lo trato a lo largo de todas las casas en las que he vivido en la ciudad de Madrid. Llegué y pagaba 300 euros por una habitación razonable, pero 15 años después pagaba 900 euros para vivir en un piso de 50 metros cuadrados con mi hija. Y ya no podía alquilar, ya no podía permitirme nada en ese mismo barrio. Claro, si no se regula para nosotras, no se regula para las Damaris y las Horía. Acabaremos ocupando sus casas y ellas se tendrán que ir más lejos. Lo que nos quedará en el centro será un parque de atracciones turístico.
“Debían recoger las fresas muy rápido, porque si eran lentas podían ser castigadas sin trabajar”, escribes. Horía deja Tánger para ir a la campaña de la fresa, a Huelva. Su intención es volver a casa pronto. Lo que ocurre allí te da la vuelta al estómago. ¿Crees que sabemos quién recoge la fresa que nos comemos, y en qué condiciones?
En realidad no nos enteramos, en general, de quien recoge la comida que nos comemos. Hace muchos años empezaron a venir, sobre todo, mujeres de países del Este. Luego, mujeres marroquíes. Estaban cambiando el paisaje. Sabía que venían a trabajar al campo. Estaba políticamente concienciada, pero aún así he tenido que estudiar para elaborar el personaje de Horía. Esto es el desconocimiento que hay. Hay quien se desentiende completamente. El primer lugar donde yo he ido a estudiar qué pasaba con la fresa en Huelva ha sido en los medios. El Salto, Público, El Diario. Esto ya se está recogiendo en El País. A lo mejor llegó después, pero llegó. No abre telediarios. Es curiosísimo porque ahora se ha ratificado el Convenio 189 del trabajo doméstico, pero la lucha no se ha visto. ¿Alguien sabía que todas estas mujeres no tenían los mismos derechos laborales que el resto de trabajadores? ¿Cómo nos va a preocupar un montón de mujeres marroquíes, entonces? No le interesan a absolutamente nadie. Estamos lavando nuestra vergüenza. España y Marruecos se ponen de acuerdo y traen a todas esas mujeres. Está genial, ¿no? Yo te las traigo aquí. Trabajan por un precio mucho más barato de lo que trabajan los españoles. Huelva, El Ejido, Aragón… No nos interesa saber cómo viven las temporeras porque entonces lo tendríamos que arreglar, como todo lo demás.
Lara Moreno: “No nos interesa saber cómo viven las temporeras porque entonces lo tendríamos que arreglar, como todo lo demás”
En tu novela retratas la primera reacción que tenemos cuando escuchamos la violencia y cuando detectamos que es, concretamente, violencia machista: tapamos los oídos de los niños y seguimos con nuestras vidas.
En realidad proteger a unos niños de la violencia me parece totalmente lícito en cualquiera de los casos. De la incomodidad, de lo desagradable, incluso del peligro. Tendría que haber resultado más incómodo que el patrón y la patrona de Damaris, amenacen por email a los vecinos que hacen ruido [Oliva recibiendo los gritos de quien la maltrata]. Cuando vuelven de viaje preguntan a Damaris si ha habido disturbios el fin de semana. Vamos a empezar por dónde hay que empezar.
En tu relato de Oliva veo a Icíar Bollaín en Te doy mis ojos. En la historia de Horía veo a Ibrahima Balde en Hermanito. En Damaris veo pedazos de Lucía Berlín. ¿Por qué estas tres historias y de dónde beben?
Más que a lo literario, responden a la propia experiencia. No es la primera vez que escribo sobre maltrato. Oliva y Max responden a personajes tipo, por desgracia. Aunque esta sea la última pregunta, quiero decirlo: nunca hablamos de Max. Y en realidad Max ocupa el mismo espacio de Oliva. Es el mismo patrón que en Te doy mis ojos, porque es un patrón aprendido. Para Horía los medios han sido importantes. También un libro, Las señoras de la fresa. Siempre que están las trabajadoras del hogar vemos a Lucía Berlín, pero en Damaris hay un intento por empatizar, por mirar, desde mi posición, a las mujeres migrantes latinoamericanas. Con mucho respeto y cuidado. Hay muchas mujeres andaluzas ahí dentro. Incluso de mi familia. Mujeres que se han dedicado exclusivamente a los cuidados de la gente que tenía a su alrededor y nunca a ellas mismas. Hay muchas mujeres en Damaris que he conocido a lo largo de mi vida.