Literatura
“Al canon literario occidental le pasa lo que al reguetón: tiene un mensaje muy chungo, pero es bien pegadizo”

En ‘El Dios celoso’, Antonio J. Rodríguez trata de explicar cómo los clásicos a los que tantas piedras tiramos dan forma a una especie de conciencia histórica que nos dirige a amar de una forma, a pensar de una forma, a comprendernos de una forma.
Antonio J. Rodríguez
El escritor Antonio J. Rodríguez firma ‘El Dios celoso’. Foto de Pol Aregall, cortesía de la editorial Debate.

En fondo y forma, el escritor Antonio J. Rodríguez defiende que la escritura de ideas no es diferente a la escritura de novelas o poemas. Por eso, en su nuevo libro, El Dios celoso, recientemente publicado por Debate, Rodríguez trata de explicar, con cuidado y cierta obsesión, cómo esos clásicos a los que tantas piedras tiramos, a pesar de las piedras, dan forma a una especie de conciencia histórica que nos dirige a amar de una forma, a pensar de una forma, a comprendernos de una forma. Un poderoso puñado de giros, títulos y fragmentos nos constituyen todavía hoy.

Hagamos un breve ejercicio de name-dropping recolectando fuentes y objetos de análisis del autor: Dante, Shakespeare, Agassi, el Éxodo, Amazon, Ibsen, Madame Bovary, Yanis Varoufakis, Epopeya de Gilgamesh, Elon Musk, Apocalypse Now. Todos ellos (y muchísimos más) cruzan las páginas de este ensayo que acaba con la playlist que sonaría en “la fiesta del Uno” (que es la celebración de una triste historia asentada sobre Monoteísmos, Monogamias y Monopolios). Suena primero “Can’t Get You Out of My Head”, de Kylie Minogue, y de seguido “Aline”, de Christophe. Alguien interrumpe con la sesión vol. 53 de Bzrp (la de Shakira), poniendo a la cola “Tití me preguntó”, de Bad Bunny. Terminan imponiéndose “If You Had My Love”, de Jennifer Lopez, y “Centro di gravità permanente” de Battiato.

El autor consigue explicar, leyendo por nosotros a los a veces aburridos, a los clásicos, los viejos, los serios, los polvorientos y los casposos (aunque no solo), que la cultura del Uno es, de hecho, la cultura misma en la que estamos inscritos.

¿Qué es el gen del Dios celoso?
En las sociedades judeocristianas existe una obsesión enfermiza por el número uno, que vertebra prácticamente todo: la vida pública y la privada. Desde la invención de la propiedad privada, el ser humano ha ido cultivando un culto al Uno que, en gran medida, ha sido el caldo de cultivo de las sociedades turbocapitalistas que vivimos hoy. El amor romántico y la monogamia, el genio creador y el monopolio y la idea de Dios en los monoteísmos son tres caras de una misma moneda. Eso en lo que se refiere al sentido o trasfondo del libro. Respecto a la forma, me interesaba, de un modo u otro, descanonizar el canon Occidental: leerlo con las lentes de nuestro tiempo. Exagero un poco con lo que voy a decir, pero siento que vivimos en un país donde para pensar con propiedad las humanidades pareciera que tuvieras que tener 666 años y una titulación académica, y no. Es urgente refrescar la cultura clásica, y al mismo tiempo emplearla como una herramienta para entender cómo hemos llegado aquí.

Probablemente nunca vayamos a abolir la masculinidad hegemónica, pero lo que está claro es que los hombres ya están —ya estamos— hablando de ello entre nosotros; existe una conciencia luminosa

Si el Uno nos lleva al turbocapitalismo, ¿cómo pensar y alimentar lo que Sloterdijk llamaría sociedades de “mínimo dos”? Te estoy pidiendo mucho: una propuesta para desmonoteizar, desmonogramizar y desmonopolizar. ¿Cuáles son los ejes por los que pasaría una posible resistencia? Más que descanonizar el canon, ¿defenestrarlo, quizá?
De acuerdo, hagamos un ejercicio de máximos; apuntemos todo lo alto que podamos, adelante. El Uno, como puedes imaginar, es sinónimo de desigualdad; su metáfora en su más pura esencia. Por tanto, cualquier medida política que sea una resistencia contra la desigualdad contribuye a la deflagración del Uno, y no estoy hablando ya de subir tramos fiscales: si me preguntas, estoy totalmente a favor de abolir las herencias, la educación privada o cualquier tipo de gueto de las elites. Es un lugar común del ultraliberalismo reivindicar meritocracia para todo el mundo, menos para sus hijos. ¿Quieres meritocracia? Espabila a tus hijos también. Desde nuestra propia experiencia, desde nuestra subjetividad, también tenemos camino por delante: el culto al Uno es el origen de muchas experiencias relacionadas con los celos o la envidia. Por tanto, un estado de alerta ante sus cantos de sirena me parece saludable. Fíjate en las conversaciones sobre feminismos: probablemente nunca vayamos a abolir la masculinidad hegemónica, pero lo que está claro es que los hombres ya están —ya estamos— hablando de ello entre nosotros; existe una conciencia luminosa; está presente en nuestras vidas. Hay un estado de alerta, y bueno es que así permanezca. En cuanto al Uno, el lenguaje de las redes sociales ha sobrecalentado sus mitos: el fake it till you make you get it está presente en todas partes y quien más y quien menos, a veces por presión social o no, todos acabamos participando en esas dinámicas según las cuales somos correspondidos con un trabajo fantástico, con una pareja excepcional, con un grupo de amigos impecable… Esa correspondencia —lo que yo deseo me desea a mí— es un deseo atávico y estar todo el rato expuesto al martillo hidráulico de este mensaje crea sociedades aún más neuróticas. La vida es imperfecta: nunca nadie tiene todo, todo el tiempo, todo el rato. Perdona que me repita, pero definitivamente hay que desoír a las sirenas del Uno, y abolir las herencias.

Cuanto más desfavorecido es tu entorno, más probable es que desees ser un tránsfuga de clase, y esto es algo que sirve a los niños que quieren ser Lamine Yamal, como a todos los escritores cuya obra es atravesada por la voluntad de escaquearse de sus orígenes

“Somos el cañaveral al cual van a parar las aguas de los siglos”. Escribes que, para entender la magnitud de la violencia que nos envuelve, es tan esencial atender a las guerras comerciales como a los poemas que conforman la conciencia histórica. ¿De qué literatura viene Elon Musk?
Voy a intentar responder a tu pregunta, por ahora sin salir de nuestro siglo, y tratando de explicar el mito de Musk en la cultura popular. Cuando yo iba al instituto, hace unos veinte años, tenía compañeros cuyo plan de vida era trabajar en la construcción o en la fábrica y vivir bien o muy bien: era la época de la burbuja inmobiliaria, anterior al crash de 2008. En ese tiempo, ser un empresario, estudiar ADE, era, en general, una cosa de pijos. ¿De dónde surge entonces toda esta locura global de los pódcast de emprendizaje, con gente con estética un poco choni, un poco chav —pienso en José Elías, que además tiene un discurso de reivindicación del barrio— y un poco tronista —Pedro Buerbaum, Llados…— hablando de cómo hacer crecer tu empresa? ¿En qué momento metimos en una probeta el lenguaje de las juventudes del PP con La isla de las tentaciones? Ya ni siquiera estamos hablando del culto a Silicon Valley y el emprendizaje entendido como una subcultura tekkie de vanguardia: esto es otra cosa. Y aunque existe un desprecio más o menos comprensible desde la izquierda hacia este tipo de fenómenos, yo creo que hay una relación bastante obvia entre la pérdida del poder adquisitivo y el auge de este lumpen-emprendizaje.

Piénsalo, las rentas del trabajo, que antes servían para comprar una casa y asegurar una jubilación, ahora sirven esencialmente para sobrevivir al día, y todo esto mientras se pulverizan servicios sociales. Es comprensible que la única esperanza que le quede a muchos chavales sea convertirse en ese uno entre un millón. Cuanto más desfavorecido es tu entorno, más probable es que desees ser un tránsfuga de clase, y esto es algo que sirve a los niños que quieren ser Lamine Yamal, como a todos los escritores cuya obra es atravesada por la voluntad de escaquearse de sus orígenes —pienso en Annie Ernaux, Édouard Louis, Anthony Passeron, Bortolucci…—. Como sea, ese aceleracionismo capitalista que vivimos hoy ha ido cultivando sus semillas culturales en buena parte de las humanidades occidentales a lo largo de milenios.

La voluntad de pulverizar a la competencia en el capitalismo o el deseo de poseer monopolísticamente al ser amado son sentimientos con infinidad de expresiones culturales, todas las cuales beben de la misma fuente

En este libro haces un repaso obsesivo-literario de los principales textos religiosos y del canon occidental, también de los legajos que nos ha dejado la cultura start-up, las nuevas y estoicas masculinidades. ¿Por qué? Es algo que ya hacías en La nueva masculinidad de siempre, tu anterior ensayo, de corte más periodístico, y aparecía, de alguna manera, en el fondo sedimentado de Candidato, una de tus novelas.
Si hay un tema que haya vehiculado la práctica totalidad de lo que he escrito, así hablemos de novela o ensayo, eso es la neurosis de la masculinidad normativa. Algunos lectores han referido El Dios celoso, yo creo que con toda la razón del mundo, como una precuela de La nueva masculinidad de siempre. En aquel libro caracterizaba la masculinidad normativa por dos rasgos: la guerra permanente contra otros hombres y la voluntad de posesión y apropiación del cuerpo de la mujer. Bajo esta caracterización, podríamos concluir que la masculinidad ha sido históricamente violenta y celosa, y, en ese sentido, el primer mito que detecté que respondía a estos parámetros es el del Dios celoso, recogido en el libro de Éxodo, el segundo libro del Pentateuco o la Torá. A eso sigue un pinball de infinitas combinaciones del mismo mito. La voluntad de pulverizar a la competencia en el capitalismo o el deseo de poseer monopolísticamente al ser amado son sentimientos con infinidad de expresiones culturales, todas las cuales beben de la misma fuente.

En tu recorrido marcas que el amor que sentimos es el mismo amor de siempre, pero la forma de decírnoslo, de ponerlo en común, esto es, de demostrarlo, ha cambiado. Matar a tu hijo para demostrar amor. De ahí venimos.
Si la música actual te parece tóxica, espérate a leer Biblia o los clásicos grecolatinos. El sacrificio de Isaac, las andanzas sexuales de Odiseo en sus aventuras por el mundo, Caín y Abel, la sumisión de Job… Por no hablar de textos más modernos, como la mujer fatal o el don Juan. Al canon literario occidental le pasa lo que al reguetón: quizá tiene un mensaje muy chungo, pero es que es bien pegadizo.

“Contra la pérdida, el desconocimiento o la angustia, balsámico es leer”. Defiendes que con la lectura/escritura se da forma a lo que no entendemos. Pero ¿qué forma vamos a dar con estos cinceles oscuros y tenebrosos que son los clásicos occidentales?
Algo común a la especie humana son los lugares oscuros; las sombras junguianas; aquello que nos avergüenza admitir públicamente. El ensayo político que a mí me interesa practicar nace de la voluntad de merodear esas sombras, y nada ha recorrido esos espacios mejor que la historia de la literatura. Si tú te coges el corpus del ensayo político progresista contemporáneo en España, con el cual yo estoy de acuerdo en todo, inconscientemente acabas gobernado por lo que yo llamo el superego de la izquierda. Incluso si no es el sentido último que buscan estos textos, a menudo connotan —y los textos no solo dicen; también connotan— una sucesión de reglamentos del buen ciudadano: evita hacer turismo, evita sentir nostalgia, evita comer proteína animal, evitar ser un hombre, evita comprar en Amazon, evita querer superarte, evita ver la última tontería del tiktoker de turno, evita la heteronorma, evita consumir plásticos…

Evidentemente todas estas acciones tienen malas consecuencias para el bien común —es completamente legítimo desear evitarlas—, pero incluso siendo consciente de todo ello y queriendo vivir de la manera más justa posible, vivir de acuerdo al superyó de la izquierda bien podría pasar por deporte olímpico. Digamos que, poniendo la vara bajita, me interesa reflexionar desde esa sombría imperfección ciudadana en busca de luz, y para ello la literatura es el mejor terreno de juego.

No creo que leer clásicos te haga mala persona, pero es bastante evidente que la historia de la literatura está llena de individuos que sublimaron sus demonios mediante el arte

Leer clásicos, por ejemplo La Odisea, no nos hace mejores personas. Ni la cultura en general ni la lectura en concreto salva a nadie. ¿No?
Cuando Canetti tenía siete u ocho años, su mamá le obligaba a leer a Shakespeare y, en fin, hoy todo el mundo sabe que Canetti como persona era… pues una montaña de mierda vertebrada. Dos de los cinco autores más importantes del canon, Goethe y Dante, cimentaron gran parte de su literatura en la fantasía erótica hacia menores. Eneas, héroe fundador de la mitología romana, fue bastante cabrón con la reina Dido… El otro día leí en un periódico una nota sobre la correspondencia entre Camus, que en general es un escritor que cae bastante bien a todo el mundo, y María Casares, con quien tuvo un lío extramarital que se extendió durante quince años (¡quince!), y el artículo connotaba ese intercambio como una apasionada y hasta envidiable historia de amor, cuando es sabido que la esposa de Camus, Francine Faure, sufría de depresión y que aquello no era precisamente un laboratorio del poliamor. ¿Te diré que no leas a Canetti, Goethe, Dante, Virgilio o Camus? Jamás. Al contrario. Lo que quiero decir con esto es que la literatura no es un objeto de culto, no es un tótem al que adorar acríticamente: al contrario, es una invitación al diálogo y a la discusión. No creo que leer clásicos te haga mala persona, pero es bastante evidente que la historia de la literatura está llena de individuos que sublimaron sus demonios mediante el arte.

De la lectura y la escritura, precisamente, aunque a veces torcida, aparecen Jordan Peterson, Ben Shapiro, Michel Houellebecq, o, ejem, Amadeo Llados. Perdón por lo dispar de los nombres. ¿Cómo perfilarías la construcción de este tipo de personajes? ¿De qué fuentes abrevan?
Dostoievski es el papá de la Novela Incel. Estoy pensando en Memorias del subsuelo, claro. También Dostoievski —de quien es un lugar común decir que el gran padre de la novela psicológica, etcétera, ampliamente reivindicado, por cierto, por Peterson— es el autor, dicho sea de paso, de Noches blancas, la Gran Novela del Friendzoneo. En coordenadas muy distintas, pero muy similares, también me gusta pensar que el Ulises de Joyce es la Gran Novela de la Crisis de la Masculinidad: el antihéroe por definición, 24 horas en la vida de un hombrecillo al que su esposa le pone el cuerno, etcétera, etcétera. Pero volviendo a Dostoievski y a tu lista de supervillanos, ¿qué hacemos con el ruso? Evidentemente tampoco seré yo quien le cuestione, pero su literatura causa en el mundo culto lo que otros personajillos hacen en el folklore digital: te cautiva no porque tengan razón, sino por la energía de su carisma.

La perspectiva que más me interesa de muchos debates políticos recientes no es cómo voy a dialogar de esto o aquello con otros usuarios de izquierdas de Twitter, sino cómo se lo voy a explicar a mi hijo, que ahora tiene ocho años

Dices que es imposible entender a Roro o a Llados sin comprensión del contexto digital. ¿Qué quieres decir?
La perspectiva que más me interesa de muchos debates políticos recientes no es cómo voy a dialogar de esto o aquello con otros usuarios de izquierdas de Twitter, sino cómo se lo voy a explicar a mi hijo, que ahora tiene ocho años. Llegará un día, porque así es como normalmente sucede, en que alguien en su colegio o instituto le enseñe contenido para adultos, y creo que ese será un buen momento para explicarle que el sexo en la vida real no es así, que eso es una ficción y que en general vivimos rodeados de ficciones. Con fenómenos como Roro o Llados me pasa lo mismo. Seguramente hay un montón de chicos sin hondos intereses políticos y filosóficos a los que estos personajes les entretienen. Entonces yo creo que la primera manera de desactivar políticamente a estos actores, si es que hay que desactivarlos políticamente, es tratarlos como eso mismo: entretenimiento. Yo mismo soy consumidor de este tipo de chorradas, no todo va a ser discutir con Harold Bloom.

Desde hace un tiempo, el algoritmo de las redes sociales se ha estresado hacia un tipo de contenido que te hace puré el cerebro: creo que ya todos hemos abandonado la utopía de las redes como centro neurálgico del cambio social. Pienso mucho estos días en una frase de Cioran: “Por muy horrible que sea un monstruo, nos atrae secretamente, nos persigue, nos obsesiona. Representa, aumentados, nuestra superioridad y nuestras miserias, nos proclama, en nuestro portaestandarte”. Los ingenieros que están construyendo los algoritmos saben perfectamente esto, y de ahí ese constante sentimiento de repulsión y adicción que tenemos hacia este tipo de contenido monstruoso.

San Agustín definía a Dios (“Sumo, bonísimo, potentísimo, misericordísimo, justísimo, hermosísimo”) de una forma que ningún trapero o rapero declarando su amor puede envidiar. ¿Hay aquí, también, algo de conciencia histórica del canon literario que una a San Agustín con el trap o el rap? También muchos de los textos clásicos huelen a lo que hoy llamaríamos incelismo aunque se hayan vendido como bellas palabras de corazones rotos.
Hablemos de Dios y de rap: me encanta. Hay una letra del rapero Al Safir, que me parece un tipo super ingenioso, al cual ahora tengo en bucle, que dice lo siguiente: “En la calle no gana quien quiere ganar/ gana el que no tiene que perder”. Esto es básicamente la ley del más fuerte. El hip hop está lleno de referencias así, como buena parte de la cultura popular: éticamente están más cerca de la película El lobo de Wall Street —en general de todo el culto al Uno, que es el tema de El Dios celoso— que de la bibliografía de Marx, que es algo bastante incómodo para toda la gente a la que le/nos interesan también los temas de clase y desigualdad, pero es así. Puedes querer darle la espalda a la realidad pero la realidad está ahí. En cuanto a los mitos incels, Keats acuña la mujer fatal —aquella que te conduce a la perdición—, y algunos cuantos siglos antes, Dante acuña a la mujer divina —aquella que te salva—: buena parte del cancionero popular actual es un metrónomo que pivota entre estas dos imágenes. De aquellos polvos, estos lodos, etcétera.

Comparas (uso este verbo adrede) el pensamiento suicida con el pensamiento no monógamo: ambos son tabú, estan vinculados a la falta de fe y deben estar desvinculados de las conversaciones psiquiátricas. ¿El amor plural, como la automuerte, deben ser parte de la conversación pública y dejar de reducirse a habitaciones cerradas?
Yo no sé si hay alternativa política real a la heteronorma y la monogamia: toda la vida está diseñada para ser experimentada así; todo está construido alrededor de la pareja como unidad económica. Es como estar en contra del capitalismo y el trabajo asalariado; ¿cómo narices vives de espaldas a estos dos monstruos? Empiezo por aquí porque entiendo razonablemente que a mucha gente las alternativas a la monogamia y la heteronorma les parezcan una cosa de otro planeta, dadas las condiciones materiales de la vida hoy. Sin embargo, y desde luego ahora que está de moda hablar de salud mental, sí creo que es importante hablar de los tabúes psíquicos de la familia nuclear. Por citar uno, la experiencia monógama descansa en al menos dos polos: la comodidad y el sexo; la relación familiar y la relación romántica. Si lo piensas, son casi polos opuestos, agua y aceite: el deseo y la experiencia romántica normalmente nacen de situaciones y personas que te retan, que son misteriosas, que te incomodan… En cambio, con tu familia o con tus amigos estás esencialmente cómodo; no hay experiencia libidinosa. Pues bien, esta tensión psíquica, que llena despachos de terapeutas, y que afecta a todo el mundo, también a todo ese show-off de parejas que vemos a diario en redes sociales, es una de las muchas tensiones que merecen ser habladas para tranquilidad de todo el mundo. Con el tema de la muerte pasa un poco lo mismo: ¿quién no ha dicho alguna vez “no puedo más”? A propósito, me pone de mucho mejor humor leer a Cioran, el cínico de los cínicos, que cualquier manual de autoayuda: a veces solo necesitas a alguien que te diga que la vida es una pérdida de tiempo y que todo es una mierda, incluso si no lo es; incluso si solo es un alivio temporal.

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