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Literatura
Ana, Valentina y la verdad
Ana y Valentina caen y se levantan. Caen otra vez y vuelven a levantarse. Saben que la verdad social se hace: no se descubre, no espera escondida la llegada de una interpretación.
Algunos libros aparecidos este año no privatizan sino que, vale decir, nacionalizan la experiencia y el lenguaje. Hablemos de dos.
Ana, de Roberto Santiago, se ajusta a las convenciones del género de thriller judicial. Una brillante abogada en el pasado y hoy adicta a la autodestrucción acusa de la muerte de su hermano a un gran casino. Hasta aquí, la clásica historia de Hollywood donde el villano es una “corporación maligna” y que, según dice Mark Fisher en Realismo capitalista, lejos de movilizar, adormece, pues el capitalismo se alimenta de la distancia entre la actitud subjetiva interna y las creencias que manifestamos en nuestra conducta. Fisher se apoya en Zizek: podemos fetichizar el dinero, o participar sin problema en el intercambio constante con grandes corporaciones, porque ya hemos tomado una distancia irónica con respecto a él, o a ellas, en nuestras mentes.
La novela Ana, sin embargo, aun cuando posee la misma intensidad que las buenas películas de juicios, atraviesa la distancia que separa el pensamiento del acto. Argumenta que el casino, y el Estado que se alimenta con sus impuestos, no es malo por estar regido por unos hombres malos: lo es por llevar a cabo su función, por comportarse como debe comportarse en el ámbito de las reglas vigentes. En Ana, la actitud interna no existe sin la externa. Los abogados peliculeros luchan contra los villanos para derrotar el exceso y poner en su lugar a lo legal. Así ratifican la existencia de dos mundos: la trampa y la honradez, lo oculto y lo visible. Ana, en cambio, lucha contra un solo mundo en donde los casinos son legales. Puede que algunos cometan más infracciones de la cuenta. Pero el problema no es la infracción, como sucede en Hollywood: es su existencia.
Aquí Ana se encuentra con Valentina, la protagonista de Yo misma, supongo, una novela de corte bien distinto y que sin embargo comparte su aspiración a terminar con el dualismo en que nos suele encerrar gran parte de la literatura: la percepción subjetiva tomada no ya como guarida, sino como coto privado de caza. De nuevo, los dos mundos: el relato y la cosa, el cuerpo y el alma, la cosa y su interpretación —distinta de su explicación, pues explicar es extender, desplegar—, lo privado y lo público, el acto y las palabras que lo salvan. Valentina, una mujer sin dinero en un mundo masculino, no se salva literaturizando su vida. Hay en la manera de contar de Natalia Carrero una potencia real. Esa potencia, como de otro modo sucede en Ana, puede ser revulsiva, esto es, provocar una reacción brusca con efectos beneficiosos, y también infunde valor: lo que no hace es envolver, idealizar. La experiencia será bella o terrible, bella y terrible, pero las palabras no serán usadas como un filtro, no permitirán que, una vez más, lo privado, el uso privado del lenguaje, se convierta en mercancía con la que revestir, seleccionar y separar la vida interior de la conducta exterior. Tampoco a Ana le sirve “descubrir” a los culpables: porque el problema no es el corrupto oculto de turno, el problema es llamar juego a un entorno donde quienes se la juegan solo pueden perder. Ana y Valentina caen y se levantan. Caen otra vez y vuelven a levantarse. Saben que la verdad social se hace: no se descubre, no espera escondida la llegada de una interpretación. Consideran que leer es vivir en un puente entre lo que te cuentan y lo que hacemos.