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Pensamiento
Crítica a la diversidad con cortisona
Reseña de La Trampa de la Diversidad, de Daniel Bernabé (Akal, 2018).
Hay libros cuya publicación en un momento dado sirve felizmente para incidir en el debate político, aclarar posiciones y corregir tendencias. La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé, no es uno de esos libros. Incluso estando de acuerdo con su crítica al “activista especializado, unido siempre a temas específicos” que habitualmente varían “por sus cambiantes simpatías o simplemente por aburrimiento” (p. 140), compartiendo su preocupación porque este tipo de activista con una formación teórica poco consistente “mañana ocupará las cátedras, las tribunas de opinión y la dirigencia de los partidos políticos de izquierda” (p. 235), o apoyando su llamada a una recuperación del “universalismo, el laicismo y la radicalidad republicana” (p. 224), sus carencias son considerables y no pueden ser pasadas por alto. Excusatio non petita, accusatio manifesta: el número de veces en que el autor escribe “este libro no es”, “no busca”, “no pretende”, etcétera, dejan a la vista las costuras del texto.
Vaya por delante que muchos de los comentarios realizados hasta la fecha sobre este libro, en particular desde las redes sociales, tienen más que ver con la animadversión hacia su autor que con el texto propiamente dicho, y en ocasiones con una idea general del mismo más que con su lectura.
Pero hay que notar que el autor de La trampa de la diversidad también se ha escudado en ello para rehuir algunas críticas y, pese haber condenado la superficialidad de las redes sociales, debe buena parte de su fama y repercusión del libro —y quizá hasta la publicación misma— a ellas.
En su respuesta a la crítica que hizo del libro el coordinador federal de Izquierda Unida, Alberto Garzón, Bernabé se ha defendido llevando esta cuestión al terreno personal, afirmando que su condición de “trabajador cultural precario” le obligó a tener que escribir el manuscrito sin contar con el suficiente tiempo y conformarse “con poner el espejo”, su “olfato” y “pálpitos”, y en el propio libro asegura que no contaba con los recursos necesarios como para buscar “una oscura cita” (¿por qué oscura?) con la que apoyar su tesis.
“La literatura de combate se escribe así”, zanjaba el autor. En determinadas condiciones, los autores de ensayo político, es cierto, no tienen acceso a determinadas lecturas o fuentes. Desconozco las condiciones exactas del autor de La trampa de la diversidad, pero escribir “literatura de combate” no equivale en ningún caso a escribir sin rigor, y acaso todo lo contrario si nos atenemos a la misma naturaleza divulgativa y polémica del género, a la cual, dicho sea de paso, tampoco ayudan los ocasionales excesos estilísticos tanto en el propio libro como en algunas de sus respuestas a las críticas (en la mencionada anteriormente, sin ir más lejos: “el libro no tiene ninguna tesis [pero] sí una idea rectora, un pálpito, un rastro difuso que sigo como un perro de aguas entre los juncos”).
La trampa de la diversidad es un emparedado con más pan que carne, ensayo político con corticoides: en el estante de la librería, en su bandeja de poliestireno, el filete se presenta jugoso, pero cuando pasa por la sartén acaba reduciéndose a su tamaño disminuido y real.
A través de sus casi 250 páginas, el autor lleva al lector de paseo por una considerable lista de anécdotas, historias y referencias culturales con las que busca ilustrar su tesis. Hay quien ha señalado que con la mitad de páginas se hubiera conseguido el mismo resultado y no le falta razón. Se trata del método que ha utilizado, con incuestionable éxito de ventas, el filósofo esloveno Slavoj Žižek, pero aquí destilado: uno puede prescindir de las pesadas lecturas políticas, filosóficas e históricas y quedarse con lo más directo, lo más fresco y lo más pop.
Ausencias y errores de bulto
Daniel Bernabé define como objetivo de su libro desvelar “la trampa de la diversidad: cómo un concepto en principio bueno es usado para fomentar el individualismo, romper la acción colectiva y cimentar el neoliberalismo” (p. 105). El principal problema es que el autor parece manejar conceptos —entre ellos, de manera destacada, el de “identidad”, pero no sólo— con ligereza.La historia de cómo estas luchas por los derechos de varios colectivos quedaron truncadas y se amalgamaron con nuevas formas de capitalismo es una ausencia importante. Las cuotas de mujeres y homosexuales en los consejos de administración de grandes empresas, si se quiere un ejemplo extremo (el autor lo utiliza en la página 236), no dejan de ser, en parte, resultado de la presión de esos mismos grupos a lo largo de décadas, y acaso no esté de más recordar que algunas organizaciones socialistas y sindicatos han sido acusadas en el pasado de exactamente de lo mismo, a saber: de haber sido integradas en las organizaciones capitalistas (liberados sindicales, técnicos laborales, etc.) y haber ayudado con ello a estabilizarlas. Esa cooptación de algunos sectores de esas luchas no supone en ningún caso su triunfo, sino que es el resultado de su derrota histórica, y en ese sentido debería ser analizada y presentada, pero esta cuestión queda orillada en el libro.
En su esbozo de lo que se ha conocido como posmodernismo, raíz filosófica de este desarrollo político y social, Bernabé explica los orígenes del término, que sitúa en los cambios en el mundo de la arquitectura y como reacción a la modernidad. Olvida señalar que el post-estructuralismo —término que no menciona—, comúnmente presentado como una respuesta al estructuralismo de cuño marxista, en realidad continuó en muchos aspectos a éste.
Considérese este pasaje de La trampa de la diversidad: “El intelectual, el artista, queda así reducido a un mero transmisor de pulsiones culturales indescifrables que no puede controlar” (p. 53). ¿No era justamente esto lo que algunos marxistas achacaban a Louis Althusser?
“No sólo resulta que los hombres nunca 'hicieron su propia historia' (siendo solamente träger o vectores de determinaciones estructurales ulteriores) sino que se revela que la empresa del materialismo histórico —la consecución del conocimiento histórico— carece de sentido desde el comienzo puesto que la historia 'real' es imposible de conocer y no puede decirse que hubiese existido”. Esta frase es de Miseria de la teoría de E.P. Thompson —a pesar del tema tratado, por cierto, el nombre del historiador británico brilla por su ausencia en La trampa de la diversidad—, aparecido en 1978, un año antes de la publicación de La condición posmoderna de Lyotard. La historia no avanza mecánicamente por una lógica simple de acción-reacción.
A diferencia de lo que parece dar a entender La trampa de la diversidad, mecanismos ideológicos para dividir e incorporar a los trabajadores al proyecto capitalista siempre los ha habido. “En pleno modernismo“, escribe por ejemplo Bernabé, “cuando todo tenía la aspereza de una quijada al sol, un burgués victoriano no se avergonzaba ni necesitaba encubrir su condición. Es más, si además pertenecía a las élites británicas, reclamaba su derecho para saquear sin pedir disculpas a sus proletarios nacionales y a los salvajes, que eran el resto del planeta” (p. 106).
Esto es incorrecto, sin más: el imperialismo francés se justificó en base a una supuesta mission civilisatrice, el británico, con la leyenda de la “carga del hombre blanco” (white man's burden) en esa misma “misión civilizadora”, y de la incorporación de la “aristocracia obrera” a ese proyecto Lenin dedicó unas cuantas líneas en El imperialismo, fase superior del capitalismo.
Sobre el burgués victoriano, por ofrecer una sola cita y no agotar el espacio, Frederich Engels nos legó este fragmento en La situación de la clase obrera en Inglaterra: “Que nadie crea, empero, que el inglés 'cultivado' presume abiertamente de su egoísmo. Al contrario, lo oculta bajo la hipocresía más vil. ¿Qué, que el inglés rico no se acuerda de los pobres? ¡Ellos que han fundado instituciones filantrópicas como ningún otro país puede presumir! ¡Auténticas instituciones filantrópicas! ¡Como si hubierais ofrecido a los proletarios un servicio, primero chupándoles la sangre y luego practicando con ellos vuestra autocomplaciente y farisaica filantropía, presentándoos ante el mundo como poderosos benefactores de la humanidad cuando dais a las víctimas saqueadas una centésima parte de lo que les pertenece!”
“Clase“ como “identidad“
No son pocas las carencias y errores como los anteriormente apuntados —y quizá otro crítico, especializado en cuestiones como racismo o feminismo, será capaz de señalarlas con más precisión que quien escribe estas líneas—, pero sorprende encontrarlos en aquello mismo en que La trampa de la diversidad habría de sobresalir como es la perspectiva de clase. El análisis de clase de Bernabé es de trazo grueso.Presenta, por comenzar por algún sitio, a la clase media como una clase “aspiracional” marcada por el emprendimiento y la búsqueda de diversidad, cuando el surgimiento de la misma en EE UU y algunos países de Europa occidental durante la posguerra se asoció precisamente a todo lo contrario, al conformismo, homogeneidad y adaptación a lo existente, simbolizados en novelas como El hombre del traje gris (1955) o Revolutionary Road (1961).
De igual modo, presenta la Revolución rusa como “la primera revolución triunfante hecha por los obreros” (p. 41), olvidando que la participación campesina fue decisiva, tanto como el peso de la propia cultura campesina que muchos obreros rusos mantenían después de trasladarse a la ciudad (Gramsci llegó a hablar célebremente de una revolución contra El capital y son muchas las investigaciones históricas que profundizan este punto).
En rigor, ninguna de las revoluciones del siglo XX fue realizada de manera exclusiva por la clase obrera industrial, sino por alianzas —o si se prefiere, bloques históricos o políticos— entre diferentes grupos sociales, es más, en los tres procesos revolucionarios más importantes del siglo XX —la revolución rusa, la china y las guerras de liberación nacional (que coincidieron temporalmente con el auge de las guerrillas latinoamericanas)— el campesinado fue determinante.
Sin salir de esa misma página, Bernabé asegura que “la primera batalla contra la idea de república, pero sobre todo contra el movimiento obrero, se da en España”, olvidando la caída de la República de Weimar (1919-1933) y la primera república de Austria (1919-1934), con sus numerosos episodios de insurrección y luchas callejeras.
Igualmente cuestionable es la definición de identidad que proporciona el autor de La trampa de la diversidad: “Es la identidad lo que nos hace plantearnos nuestra relación con el mundo: quiénes somos, qué problemas tenemos, quién nos crea esos problemas, por qué nos los crean y, sobre todo, si hay otras personas con identidades muy parecidas a las nuestras que sufren esos mismos conflictos. Es esta identidad la que nos hace tener conciencia, y esta conciencia es la que nos conduce a la ideología, que es una respuesta ordenada para emparejar unos intereses con unos retos, unas metas con sus resistencias” (p. 215).
Para el autor, la identidad precede a la conciencia y ésta a la ideología (en un sentido lato y no marxista del término, cabe suponer). Obviando que la identidad es, en realidad, múltiple y que, como ha dicho el antropólogo marxista francés Jean-Loup Amselle, “está en función del contexto de interlocución, de tal o cual persona con la que dialogas”, el resto del párrafo responde a una idea, cuanto menos, extraña para un autor que se define a sí mismo como comunista, una tradición política en la que, desde Marx a Thompson, la conciencia de clase surge de la experiencia colectiva y no la precede.
En este sentido, La trampa de la diversidad, asegura el autor, “no es un libro sobre el mundo del trabajo, el papel de los sindicatos o la composición de la clase trabajadora” y “sí sobre los procesos culturales que han facilitado que esa clase trabajadora haya perdido conciencia de sí misma” (p. 233).
¿Pero es esto posible sin tener ni siquiera en cuenta la desintegración del tejido asociativo vinculado a los partidos y sindicatos comunistas y socialdemócratas en Europa occidental, las modificaciones políticas y legales de sus mercados laborales que han conducido a la precarización de miles de puestos de trabajo a través del empleo temporal o una nueva redistribución y jerarquía del trabajo a escala internacional?
El propio autor parece entender intuitivamente que no, y da, aquí y allá, pinceladas de brocha gorda, casi de rodillo, sobre el tema. Por ejemplo, en la página 115, cuando afirma que “el proyecto del neoliberalismo destruyó la acción colectiva y fomentó el individualismo de una clase media que ha colonizado culturalmente a toda la sociedad” y de este modo, continúa, “hemos retrocedido a un tiempo premoderno [?] donde las personas compiten en un mercado de especificidades para sentirse, más que realizadas, representadas”.
“La clase trabajadora, aunque es la mayoritaria de la sociedad”, mantiene unas líneas más arriba, “ha desaparecido del mapa de la representación”. Esta frase revela cuál es el principal problema de La trampa de la diversidad: el de entender “la clase“, y más específicamente la clase trabajadora, como una “identidad” monolítica y cerrada de manera no muy diferente a cómo la tratan aquellos colectivos referenciados en La trampa de la diversidad.
Nada se nos dice de las transformaciones en la composición interna de esta clase trabajadora (tampoco, por cierto, de la clase media), que nunca fue homogénea y ahora está mucho más fragmentada y precarizada que hace décadas; ni si eso, como su propia organización política, como cabe sospechar, tiene algo que ver con su escasa representación en una cultura de masas dominada por complejos oligopolios; ni si, a pesar de todo ello, hay grietas en las que esa representación sí que se da, aunque sea de manera ocasional o indirecta.
En este sentido, el considerable peso otorgado a las referencias culturales por el autor en éste y otros textos —e incluso a través de sus mensajes en las redes sociales— es elocuente, pues aparecen por lo demás ordenadas en un desfile mitómano de películas e iconos políticos. Por la reacción que ha despertado en algunos lectores La trampa de la diversidad podemos afirmar sin mucho temor a equivocarnos que el obrerismo vuelve, pero que lo hace como elegía permanente, como artefacto cultural y, mayormente, con indiferencia hacia los trabajadores reales, de los que sabemos más bien poco. Los Bernabés de este mundo son como Peter Schlemihl, el protagonista de un popular cuento alemán que vendió su sombra al diablo, pero al revés: sombras sin cuerpo.
La historia se repite (tediosamente)
Hay quien sostiene que los movimientos de protesta social se desarrollan de manera no muy diferente al modelo de ondas propuesto por el economista ruso Nikolái Kondrátiev, y que a cada auge le sucede una etapa de declive y estancamiento, en el que las diferentes facciones de la izquierda consumen sus energías en debates internos, en ocasiones espurios, pero siempre virulentos, para ajustar cuentas.Leer el libro de Daniel Bernabé, y las muchas respuestas a favor y en contra del mismo, deja a este crítico con una amarga sensación de déja vu. En 1969 el filósofo alemán Wolfgang Harich escribió su Crítica de la impaciencia revolucionaria (Crítica, 1988), un implacable desmontaje de los argumentos de la nueva izquierda surgida de las protestas estudiantiles en Europa occidental, tal y como aparecían señaladamente en Linksradikalismus (El izquierdismo), de Gabriel y Daniel Cohn-Bendit.
A grandes rasgos, Harich criticaba a la neoizquierda su pensamiento desiderativo, “este opio para socialistas que, mientras pesa como plomo en sus miembros, les engaña con la ilusión de una enorme aceleración del proceso histórico y, sobre todo, de una gigantesca efectividad de la propia acción”, en otras palabras, lo que llamaba la impaciencia revolucionaria, la que quiere revolucionar “simultáneamente, de golpe, todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad, simplemente porque en todos ellos se aprecian los efectos de la explotación, de la opresión y de la manipulación”.
Ése es el motivo, según Harich, de que aquella suerte de neoanarquismo “antropoligice de tan buen grado, ésa es la razón de su falta de interés por los análisis económicos”, y que conduce, también, a que “se enfrente a los problemas políticos más serios con una confusión y una desorientación desconcertantes, mientras que, por otra parte, desarrolle una curiosa predilección por dedicarse fanáticamente a revolucionar aspectos de la vida a tal punto irrelevantes políticamente”.
Los paralelismos son tan evidentes con algunas corrientes de la izquierda contemporánea que no es necesaria ninguna explicación ulterior.
Ahora bien, en 1971 Harich escribió un epílogo a su libro, cuando, señala en el prólogo Antoni Domènech, “la tentación neoanarquista de la nueva izquierda se hallaba en franco reflujo, libre ya por tanto de la urgencia de contrarrestar su influencia, y más bien alarmado por una creciente oleada de sectarismo antianarquista” presente en el marxismo autoritario de los nuevos partidos comunistas y maoístas europeos que defendían un supuesto retorno a la “ortodoxia” y las esencias frente al supuesto revisionismo de los partidos comunistas tradicionales y la derrota de los movimientos estudiantiles.
En aquel epílogo, el filósofo alemán pedía “que no se tomen a la ligera a los compañeros anarquistas, para que no se olvide su sobresaliente contribución como pioneros de la presente radicalización de la juventud y de la intelectualidad y, muy particularmente, para que no cometan nunca el error de tomarlos por enemigos del movimiento revolucionario a causa de las abstrusas ideas que profesan y de las actividades objetivamente dañinas que practican”. ¿Le suena esto también a alguien?
Al parecer, en ese campo de batalla cultural en que se han convertido las redes sociales —y por extensión, de la izquierda política que ha decidido adoptarlas como un termómetro social— y que tan bien describe Angela Nagle en su estimable Muerte a los normies (Orciny Press, 2018), uno debe elegir entre una nueva neoizquierda liberal de pensamiento débil y una izquierda de presuntamente redescubierta perspectiva de clase, pero casi siempre desde la identidad y en base a preferencias culturales o códigos estéticos, frecuentemente estereotipados. A la batalla, pues, a lomos un unicornio o de un rocín. En cualquiera de los casos, el resultado no es muy difícil de pronosticar. La izquierda necesita una “autocrítica feroz, sin contemplaciones y hasta el fondo de las cosas” (Rosa Luxemburgo), pero ésta ni está ni se la espera.
La deprimente realidad del estado del “debate” surgido estos últimos meses es que los defensores y los críticos de Bernabé se parecen más de lo que están dispuestos a aceptar. Porque ambos pertenecen a lo que E.P. Thompson definió en el libro arriba mencionado como lumpen-intelligentsia burguesa, “aspirantes intelectuales, cuya preparación intelectual amateur los desarma ante absurdos manifiestos y cuya inocencia en la práctica intelectual los paraliza en la primera telaraña de argumentos escolásticos que encuentran; y burgueses, porque, aunque muchos de ellos querrían ser 'revolucionarios', son productos de una particular 'coyuntura' que ha roto los circuitos entre la intelectualidad y la experiencia práctica (tanto en los movimientos políticos reales como en la segregación real impuesta por las estructuras institucionales actuales), de ahí que sean capaces de participar en psicodramas revolucionarios imaginarios (en el cual cada uno supera al otro adoptando agresivas posturas verbales) mientras, en realidad, retroceden a la misma vieja tradición del elitismo burgués”.
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El artículo está bastante trabajado, pero no va al fondo del asunto. Una versión académicamente más rigurosa la encontramos en David Harvey, Terry Eagleton, Anderson Perry y en Jameson. Bernabé hace un trabajo excelente, apto para que lo lea todo el mundo y lo tenga cómo herramienta intelectual. En ese sentido agradezco su antielitismo. Los artículos como el de Garzón, quien criticaba cuestiones metodológicas del trabajo de Bernabé, me parecen lamentables pues no estamos ante un trabajo académico, ni ante una tesis doctoral. Andar rascando en conceptos, y criticando, al uso de filósofo o sociólogo perspicaz, para encontrar imprecisiones terminológicas me parece que es no comprender la auténtica aspiración de la obra de Bernabé y pegar de pedantería. La tesis central de "La Trampa de la diversidad" está esbozada hace décadas en los autores señalados, es consistente y a mi, personalmente, me convence. Y fuera de lo académico, y mirando al panorama que me rodea, yo creo que esta obra ha sido tan duramente criticada porque evidencia el rasgo central de "política vendehumos" que disfrutamos y hasta sufrimos por gran parte de la izquierda, encaramada a los pequeños detalles, a las luchas atomizada y obviando el sufrimiento que deviene de las condiciones de vida de todas esas personas.
Decir que las tesis de Bernabé aparecen en Harvey, Anderson y Jameson es no haber entendido a ninguno de estos tres autores.
No os es muy cansado parecer inteligentes? Aunque privilegios debe dar
Sin duda el libro de Bernabé tiene fallos, como señala el autor del artículo. Pero se echa de menos que alguien vaya al fondo de la cuestión, porque ahí sin duda acierta Daniel Bernabé, aunque su argumentación no sea todo lo rigurosa intelectualmente que se podria exigir.
Y la cuestión de fondo es que ante esta reagudización de la lucha de clases en la que la oligarquia va ganando por goleada (como reconoció el millonario Warren Buffett) no hay una respuesta en común de la clase trabajadora (es decir, de los que tenemos que currar para comer, o sea, la mayoria de la población), sino un magma de pequeñas luchas, sin duda necesarias pero que parecen constituir compartimentos estancos.
Los demo-cristianos odian a Daniel Bernabé. Los hipster de Izquierda Podemos no se lo perdonaran jamas. Unfollow.
¿Esto es una reseña de un libro? ¿Con la coma asesina detrás de los sujetos gramaticales? ¿con tkde en los demostrativos?
¡Que llama lumpen-intelligentsia burguesa a una persona con trabajo precario! A un escritor autor de un ensayo, que no una publicación para méritos de la ANECA ni del trepe "académico", que tiene su propia columna bien escrita literariamente y bastanete leída. Port lo que ha contado Bernabé, en respuesta a Garzón, hay una plataforma que vincula a millones de personas que desearían cambiar las bases materiales de sus vidas, Lo que les agrupa es que es volver tarde y extenuada en un tren de cercanías, o en el metro, a la casa de una en las antes llamadas ciudades dormitorio de la periferia de Madrid.
Por lo demás. este artículo posee una muy baja calidad literaria, con su símil destacado sobre emparedados y cortisonas, que no se sostiene, además comenzar el análisis con descalificaciones. Nunca había leído a este colaborador de El Salto. Se añade a los que harán que no renueve mi condición de socia. No financiaré por adelantado a quien no me aporta. Si veo algún número interesante, lo compraré. Si no. echaré una ojeada en la versión digital. Quizá. Lástima.
Amigas del El Salto, esto va pareciéndose a otros medios progres, pronto será Babelia de El País.
Me encanta esta critica que quiere pasar cual Alicia Alonso flotando sin pisar el suelo, citando aquí y allá, y recordando todo lo que él sabe y el autor no, para acabar como Garzón dando la alineación entera de Engels para acá. Bienvenido al barro que no querías pisar oh príncipe Sigfrido de la intelectualidad. Tampoco tú rebates la ¿No-tesis? o conclusión que sale del libro. A pesar de tu fino pincel.
Muy buena reseña, con mesura y fundamento. Se agradece en esos tiempos de lecturas rápidas y ofensa fácil. Estoy valorando el suscribirme solo por tus artículos ;)
Excelente crítica, rigurosa como siempre. Tal como enseñó el profe Domènech.
Saludos,
¿El profe Domenech? ¿Que os echan en la bebida en los clubes de golf?