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La semana política
Vulcanología
El martes, Irene Fernández Novo, de Nius, le preguntó al vulcanólogo Ramón Ortiz sobre lo que vendrá tras la erupción de Cumbre Vieja, en la isla de La Palma. Aunque pueda parecer impertinente, la respuesta de Ortiz es sencilla y poética: “preguntádselo al volcán”. Como alguien que ha estado más de cinco décadas estudiando los volcanes, Ortiz admite que lo impredecible es parte consustancial de su trabajo. Hay algo tranquilizador en esas respuestas. No podemos saber de todo, pero es que además, quienes sí tienen el conocimiento experto reconocen que su trabajo se eleva sobre lo impredecible para aterrizar, tras hacer las más hermosas piruetas y tirabuzones en el aire, en esa misma incertidumbre.
En la semana del volcán y en el momento de los vulcanólogos, una noticia ha pasado casi desapercibida. El Instituto Nacional de Estadística revisó a la baja las previsiones de crecimiento del Producto Interior Bruto. España crecerá un 1,7% menos de lo que se estimó en julio para el tercer trimestre. La nota del INE incluye acordes de una balada desesperada: “Es un período de grandes y rápidos cambios en la evolución a corto plazo de la actividad económica que, tanto por su origen como por su magnitud, suponen un desafío estadístico sin precedentes”. La incertidumbre es lo único constante, quizá siempre ha sido así pero nunca como hasta ahora ha sido tan necesario reconocerlo.
Hace solo dos años, una caída de un punto del PIB, a veces solo un movimiento de décimas, podía causar una agitación política sensacional. Una previsión de decrecimiento económico bamboleaba la confianza de los llamados mercados, que comenzaban a apostar a la baja sobre el recurso al crédito de un país. La capacidad de un cuerpo social de generar la riqueza suficiente para seguir reproduciéndose como sociedad se ponía en una mesa llena de caníbales que, a falta de platos en el menú, podían abalanzarse sobre el comensal de al lado. La experiencia de Grecia, recordada estos días por la salida de Angela Merkel de la cancillería alemana, enseña cómo se vivía el fin del mundo económico hace menos de una década.
Asistimos al desplome de lo que solo hace tres años parecía funcionar perfectamente como quien mira la erupción del volcán y dice “hay tiempo de comer sin problemas”
Entre marzo y mayo de 2020, el PIB de España cayó 20 puntos. No se abrió la tierra, ni corrieron ríos de lava, no se acabaron los abastos de cebollas, harina o patatas. Las administraciones —pero cabe decir más concretamente “las cosas”— siguieron su curso sin cataclismos visibles, no se produjo una revuelta de los de abajo ni ardieron las calles. Se mantuvo, y desde entonces se ha mantenido todo, en un estado de latencia imposible de interpretar.
La pandemia ha volatilizado las paparruchas automáticas con que los portavoces del neoliberalismo despejaban cualquier pregunta sobre el funcionamiento del sistema. Hoy, los institutos de estadística reconocen que todo es incierto. Consecuentemente, los Estados —o una superestructura como la Unión Europea— han vuelto al centro de la economía.
Los anuncios de Joe Biden en Estados Unidos, la versión dulcificada de Merkel apelando a la solidaridad entre los países de la UE o los giros igualitaristas propuestos desde algunas instancias del poder financiero internacional (Davos, Silicon Valley) son resignadas constataciones de que el poder quiere escapar del desastre y solo lo ve posible corrigiendo la desigualdad y retomando la redistribución congelada tras el triunfo de la ideología neoliberal. La renta básica no es una discusión académica y la austeridad, en cambio, es una especie de fantasma, algo que nadie quiere reivindicar, en sociedades educadas hasta hace tres años en la disciplina de los recortes.
Eso no quiere decir que no vayan a volver los recortes, pero la preocupación del sistema ya no es convencer a la población general de que ha vivido por encima de sus posibilidades sino, al contrario, evitar que un aterrizaje forzoso en la austeridad cree las condiciones para una subversión completa de un sistema cuyo modelo de crecimiento está agotado. El único recurso al rentismo y a la posesión de activos, que esta semana ha vuelto a tambalearse por la voladura controlada de Evergrande, es una señal de que la cosa no chuta. Este viernes, la caída a plomo del Bitcoin, tras el anuncio de China de que declara ilegal las transacciones con criptomonedas, es otra muestra de que ningún lugar parece lo suficientemente seguro para el capital.
Asistimos al desplome de lo que solo hace tres años parecía funcionar perfectamente con la calma de quien mira la erupción del volcán y dice “hay tiempo de comer sin problemas”. Todo puede ir a peor pero, como dijo esta semana la ministra de Industria, el espectáculo de ver cómo todo se cae a pedazos es un reclamo turístico.
Hay tiempo de comer sin problemas
Cuestión de perspectiva. En febrero de 2020, solo el 6,8% de la población española creía que la situación económica era buena o muy buena. Cuando la pregunta era sobre su situación personal, solo el 36% consideraba que su propia economía era buena o muy buena. Lo que pasó después de ese mes de 2020 ya se ha contado. Pandemia, estado de alarma, ERTE, persianas bajadas, desahucios, un ingreso mínimo vital con lagunas y un contingente de nuevos pobres que Oxfam cifró en 800.000 personas en enero. También turismo interior, ahorro, nuevas formas de consumo, la terraza como máxima expresión del ocio y la demanda interna, fondos Next Generation. El paisaje tras el desastre, en septiembre de 2021, muestra un cambio de tendencia radical: ha subido al 15,9% el porcentaje de la población que cree que la situación económica es buena o muy buena. Un 62,3% considera que su situación económica personal es buena u óptima.
Probablemente, la respuesta a la pregunta de por qué se ha producido ese giro completo de cómo percibimos la economía no tiene tanto que ver con la economía —con lo que entendemos que pasa cuando el PIB baja un 1%— sino con la conciencia, a partir del covid-19, de que hemos entrado en una nueva etapa histórica. Una época, como explica Göran Therborn en su artículo “Desigualdad y paisajes políticos mundiales” (New Left Review, 2021), en la que la desigualdad “es una condición más que un tema conflictivo candente”.
Dos años después de la pandemia, el porcentaje de personas satisfechas con cómo le van las cosas económicamente se ha duplicado. Quizá el motivo sea la incertidumbre, o más bien el hecho de que cada vez más gente se ha rendido a ella. Se ha instalado esa extraña sensación térmica de que lo peor ha pasado con la pandemia y, al mismo tiempo, de que lo peor está por venir pero serán otros —tal vez la generación que vendrá— quienes lo sufran y reaccionen (o no). Es distinto para el 37% que ve el desastre ya en la puerta de casa. No hay nada a lo que agarrarse para saber cómo se desarrollará lo que está por llegar, como explica Therborn en su texto: “Más que nunca, el análisis político necesitará la modestia de la vulcanología”.
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Muy bien que alguien diga que los modelos clasicos económicos son paparruchas de unos cuantos espabilados para medrar ellos a mansalva.
Reconozcamos la prudencia del vulcanólogo como virtud moral y exigencia metrológica en la práctica científica. Admitamos la soberbia mostrada por no pocos autoproclamados científicos en estos días de zozobra provocada por la Covid 19, devenidos déspotas ilustrados dispuestos a gobernarnos con mano de hierro. Hecho esto, observemos la realidad que se nos impone, evaluemos las sensaciones que esa imposición nos produce contraponiéndolas con las impresiones que nos provoca nuestra realidad inmediata... Vale, el petróleo y el gas se agotan, no mañana ni dentro de diez años, ahora. Reino Unido impone restricciones al consumo de hidrocarburos, cinco eléctricas británicas han cerrado esta semana por desabastecimiento, Vestas, el mayor fabricante de molinos eólicos ha cerrado una planta por falta de materias primas, Fertiberia otro tanto, los materiales semiconductores se agotan, Seat prevé el despido de 11 mil trabajadores en 2022, la corriente meridional Atlántica se está deteniendo por efecto de calentamiento global...
En 1972 en club de Roma confirmaba que el dogma del crecimiento continuo era un delirio suicida, lo que no solo no detuvo el capitalismo sino que lo aceleró mediante su versión neoliberal... La Gran Némesis industrial hace tiempo que nos alcanzó, sus signos inequívocos nos rodean a diario, pero nuestra psicótica sensación nos indica que todo va bien o mejor. El autoengaño ha sido un recurso adaptativo fundamental en la historia humana, la cuestión es averiguar si en estos momentos nos lo podemos permitir.
Ver Antonio Turiel; último informe del IPCC...