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Notas a pie de página
Mansiones encantadas y casas sin cocina
En La maldición de Hill House, la protagonista es invitada a pasar unos días en una mansión que se sospecha encantada, en busca de evidencias de lo paranormal. La casa tiene una distribución laberíntica, con pasillos que no llevan a ninguna parte, habitaciones que dan a otras habitaciones, y de noche se oyen ruidos inquietantes.
Como dice Grace Morales, en muchas de las obras de Shirley Jackson el terror está en las casas. Quizás no es casualidad la elección del espacio doméstico como escenario del terror en una escritora que publicó en los años 50 y comienzos de los 60. Una época marcada, en Estados Unidos, por la propaganda de un modo de vida suburbana en idílicos chalets con jardín, en el que las mujeres estaban llamadas a desempeñar su papel de amantes madres y esposas. Una fantasía solo reservada para familias blancas de clase media.
Poco después de casarse, Jackson se mudó a North Bennington, un adorable pueblo en Nueva Inglaterra que sirvió de inspiración para sus más terroríficos relatos. Las protagonistas de Siempre hemos vivido en el castillo viven en un lugar similar, donde se recluyen en casa ante el rechazo de los vecinos. Las dos hermanas —la hogareña Constance, dedicada a cocinar y limpiar una casa de la que nunca se atreve a salir, y la salvaje y fantasiosa Merricat—, representan las dos personalidades que Jackson trataba de conciliar. Su faceta como esposa y madre de cuatro hijos, agobiada por un trabajo doméstico que apenas le deja tiempo para escribir y por un matrimonio infeliz. Pero, también, su lado más iconoclasta, que gustaba de escandalizar con sus relatos de terror y su afición por la brujería, que bebía y fumaba en exceso, decidida a contravenir el ideal de decoro y feminidad que su madre había tratado, sin éxito, de inculcarle.
La sensación de opresión que provoca el espacio doméstico es un hilo que recorre gran parte de la literatura femenina. Sin ir más lejos, en El papel pintado amarillo (1892) Charlotte Perkins Gilman explora el descenso a la locura de una mujer tras dar a luz. Pero menos conocido es que Gilman formó parte de una corriente feminista decidida a abrir las puertas de las casas para liberar a las mujeres. Su empeño, y el de muchas otras, se recoge en La gran revolución doméstica, en el que la historiadora Dolores Hayden recoge las iniciativas que, desde finales del siglo XIX en EE UU, imaginaron cómo liberar los hogares.
Pioneras como Melusina Fay Peirce, Henrietta Rodman o Marie Howland abordaron la que consideraban la principal causa de opresión de las mujeres: su explotación económica por parte de los hombres y su aislamiento en el hogar. Décadas antes de las campañas para reivindicar un salario para el trabajo doméstico, estas feministas materialistas, como las denomina Hayden, buscaron socializar y colectivizar el trabajo doméstico, con guarderías y comedores comunitarios, cocinas cooperativas y casas sin cocinas. Querían transformar las bases materiales de la vida: pagar el trabajo doméstico, rediseñar las casas y los vecindarios. Mientras el movimiento obrero buscaba que los trabajadores tomasen los medios de producción, ellas lucharon para que las mujeres controlasen la reproducción social.
Algunas pusieron en práctica sus teorías; según Hayden, en el medio siglo anterior a 1917, alrededor de 5.000 mujeres y hombres habían participado en experimentos feministas para socializar el trabajo doméstico. La extensión del modelo de vida suburbano y la ciudad dispersa pusieron fin a estos experimentos, aunque la semilla volvería a resurgir años después. Pero eso ya es otra historia.