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La semana política
Lucro cesante
No se trató solo de un cambio en el diseño gráfico, sino de una transformación profunda e invisible de la política de partidos y de la función de estos en el interior del sistema. Pero es inevitable remitirse a aquellos carteles, a las desmadejadas campañas electorales de los primeros años 80, a las fotos sepia, a las gafas de aluminio Telefunken y los bigotazos de alférez provisional de los candidatos, a los lemas de una inocencia desesperada (“la autonomía hay que hacerla con nosotros”, decían los carteles del Partido Comunista de España), para tratar de devolverlo todo a un inicio. Se trataba de otra época, en la que la nueva función de los partidos no estaba tan clara: faltaban consignas o llegaban con retardo.
Ni siquiera para el sentido común de las direcciones de esas organizaciones políticas, faltas de la más mínima cultura democrática, estaba tan claro qué significaba controlar la Comunidad de Madrid.
El especialista en marketing electoral Biel Casas publicaba esta semana un hilo con esos carteles y esas campañas de otro siglo. Las protagonizan Joaquín Leguina, Alberto Ruiz Gallardón y Esperanza Aguirre, las tres figuras clave de la constitución y puesta en marcha de la Comunidad de Madrid como artefacto político. En medio, un puñado de secundarios, personajes al borde del olvido. Como Eduardo Tamayo.
Esos carteles de Leguina, Gallardón y Aguirre obligan a acelerar el repaso nostálgico y aterrizar en el momento presente. Entre esos carteles y los mensajes de los bots en redes sociales ha habido un cambio fundamental. Es el crecimiento de lo que el sociólogo Dylan Riley define como el “capitalismo político”, esto es, “una forma de actividad orientada hacia el beneficio en la que la rentabilidad es en gran medida el resultado de la utilización directa del poder político”.
Un cambio con condicionantes externos: la caída de la tasa de beneficio del sector privado a partir de los años 70 y la aceleración de esa caída desde 2008 convirtió en fundamental una intervención sin precedentes de las instituciones como motor de la extracción de plusvalías. “El capital en general, y el neoliberalismo en particular, necesitan imperiosamente del Estado para perpetuarse; en tiempos de crisis mucho más”, escribía esta semana el politólogo Manolo Monereo en Nortes.
Los primeros carteles del candidato del PSOE, en los que se resaltaban las obras públicas y las infraestructuras puestas en pie por la movilización de las agrupaciones vecinales, hoy resultan extraños y anacrónicos. Sin embargo, allí estaba todo. Donde están las viviendas públicas de Orcasitas, debían aparecer alguno de los cientos de urbanizaciones de los Planes de Actuación Urbanística. En el lugar del centro de natación del mundial 86, las infraestructuras olímpicas, cajas y chisteras mágicas extraordinariamente rentables para sus constructores, de dudosa utilidad como equipamiento público pero funcionales para la imagen marca de la ciudad.
Con toda su excentricidad y su singularidad, Isabel Díaz Ayuso funciona solamente como un fusible de un proyecto político y cultural mucho más amplio
En esos carteles estaba cifrado ya un modelo de región destinado a crecer demográfica y económicamente. Un polo de atracción de precarios de todo el Estado y, a partir del cambio de siglo, de todo el mundo. Un polo de atracción del “talento” o de la clase ejecutiva transnacional, de las viejas fortunas y los buscavidas. En Madrid nadie te pregunta de dónde eres pero de un vistazo te clasifica: ser de Serrano o de Usera tiene consecuencias a nivel de esperanza y de expectativas de vida. Las preguntas sobran, vale con echar un vistazo.
Lo singular y lo de siempre
Con toda su excentricidad y su singularidad, Isabel Díaz Ayuso funciona solamente como un fusible de un proyecto político y cultural mucho más amplio. La pugna por aquello que Riley llama la transferencia políticamente mediada es la principal disputa de las elecciones del 4 de mayo en Madrid. O es la misma maquinaria de transferencias de siempre —desde 1995— o es otra cosa.
Más heterodoxa que un Ignacio González, con menos cintura política que Cristina Cifuentes, Díaz Ayuso capitanea, al menos de cara al público, esa suerte de santa alianza que ha desarrollado en la Comunidad de Madrid el proyecto más acabado de flujo constante entre el poder político público y el sector privado de todos cuantos hay en España. Se trata de la concesión de infraestructuras, las licitaciones, desarrollos urbanísticos, externalizaciones, privatizaciones, del rescate de proyectos dudosos, las permutas, las transferencias directas a través de la fiscalidad o las indirectas a través del endeudamiento.
Un proyecto, a pesar de todo, delicado como un Lladró en una fiesta clandestina de Pozuelo. Es un proyecto de que el flujo de transferencias no se interrumpa en ningún momento, que no cuelgue de ningún balance. La ruptura que supuso en el Ayuntamiento de Madrid “del cambio” la Operación Chamartín en la anterior legislatura solo se explica en esas coordenadas de fragilidad. El desarrollo conocido como Madrid Nuevo Norte era de interés especial para el BBVA y el Grupo San José, una historia pendiente desde 1994, año en el que se cedió al consorcio formado por banca y constructora el uso y disfrute durante 75 años de una superficie de 625.000 metros cuadrados de suelo público. Algo en lo que asomaron las escuchas de José Villarejo y que ha afilado las garras de los fondos de inversión. Los conatos de la anterior corporación municipal de trastornar esos planes hicieron quebrarse a la izquierda madrileña.
Especulación urbanística
La semana más larga de la Operación Chamartín
El mayor proyecto urbanístico de Europa lleva estancado desde 1994. Esta semana el Ayuntamiento de Madrid ha desbloqueado Madrid Nuevo Norte. La Operación Chamartín ha echado andar a la espera de que la Fiscalía anuncie si admite a trámite una denuncia por corrupción y de que el Tribunal Superior de Justicia Madrileño estudie el recurso contencioso planteado por organizaciones vecinales y ecologistas.
Esa ruptura tal vez sea un buen comienzo para una sesión de psicoterapia, pero el tema de estas elecciones es otro. Es saber si, a pesar de los errores del ciclo anterior, hay alguna posibilidad de transformar ese estado de las cosas. Porque la Operación Chamartín es la gasolina de alto octanaje, pero el combustible está por todas partes: en la educación concertada, en las derivaciones hospitalarias, en la gestión de centros de menores, en el tercer sector, en los parques naturales. La pregunta es si alguna vez será posible no solo obtener una mayoría en la Comunidad de Madrid distinta a la del Partido Popular sino, a partir de ese momento, transitar hacia un modelo distinto, en el que el poder político no se base en la fusión primaria entre la economía privada y las políticas públicas.
En el marco de reacción contra esa mera posibilidad se entiende el auge de la extrema derecha. Cortocircuitado el sistema de reproducción anterior, basado en gran medida en la corrupción —“la corrupción es una carga ineludible del presupuesto de las grandes empresas; recibe distintos nombres: lobbying, gratificación, financiación de partidos” (Eric Vuillard, El Orden del Día, Tusquets 2017)— el fascismo se sitúa como el ariete de contraataque de ese modelo de reproducción de beneficio y sus, valga la redundancia, beneficiarios.
“Nunca se cae dos veces en el mismo abismo”, escribe Vuillard sobre el fascismo, “pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y pavor”. El tiempo no es el mismo. Los grandes industriales, las boyantes constructoras y la banca todopoderosa dejan paso a los fondos de inversión. No es posible situar con sencillez dónde se encuentra la vía de la rentabilidad ni rastrear de forma eficaz cómo esa rentabilidad se va sin dejar nada, o dejando lo menos posible, en el territorio. Pero sí hay una posibilidad, aunque suene remota. Una hipotética caída del Partido Popular del Gobierno de la Comunidad puede suponer eso que jurídicamente se establece como el “lucro cesante”: la ganancia que se deja de obtener como consecuencia del daño ocasionado por un tercero. Y esa posibilidad, por mínima que sea, es lo que teme el Madrid sistémico.
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El ingenioso Joaquin Leguina lo bautizo como Marxismo-Ladrillismo,la corriente de izquierdas que especula y se beneficia de las operaciones inmobiliarias en ciudades que gobierna o en las que influye,Tamayo en Madrid ,los Pajin en Benidorm etc,fueron uno de los sectores que impulsaron a Zapatero al Gobierno,por desgracia siempre hay conseguidores dispuestos a medrar con los poderosos...los cerdos quieren que los granjeros los traten como iguales (Orwell dixit...)
Pero, pero, pero, vamos a ver !!!
Dejensé de chorradas... ¿El quasi 40% que NO VOTA (principalmente por descreimiento de SISTEMA, va a votar por algo denominado "Lucro Cesante"? del Capo De TuttI (AKA Florentino's & Cayetano's).
Si fuera cierto que un elevado porcentaje de abstención se da a causa del cuestionamiento del sistema... otro gallo cantaría.