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Italia
Venecia o la ciudad viva bajo asedio
“Esto antes era una frutería. Esto otro una panadería y aquello una papelería. Ahora son todo restaurantes y tiendas de suvenires”. “Cuando era pequeña los niños veníamos a jugar a este campo, ahora solo ves turistas perdidos mirando el móvil”. La persona que describe cómo ha cambiado su sestiere —uno de los seis barrios de Venecia— mientras paseamos por él no habla de una época lejana. Se trata de la misma historia que cuenta cualquiera que haya crecido en Venecia entre los años 80 y los 90. Una generación que mayoritariamente ya no vive en su ciudad natal.
A mediados de agosto, la noticia serpenteaba por periódicos y telediarios: “Por primera vez en su historia, la población de Venecia baja de los 50.000 habitantes”. Una cifra fuertemente simbólica, que representa la transformación radical de una ciudad que en el siglo XV contaba con más de 200.000 habitantes y en la que aún residían más de 175.000 personas en la década de los 50 del siglo pasado. Por si esto fuera poco, la cifra actual real es sin duda menor que la oficial, ya que muchos “residentes” lo son solo sobre el papel. Los demógrafos calculan que, siguiendo el ritmo actual, en unas pocas décadas en Venecia no vivirá nadie.
El turismo manda: pernoctar, sí; habitar, no
Henri Lefebvre (1901-1991) definía la ciudad como un complejo material-inmaterial de redes de relaciones. Relaciones entre las personas y entre estas y el ambiente urbano, que conforman en su conjunto una red de formas de vida ligadas a determinadas construcciones. Ya a mediados de los 70, el filósofo marxista, refiriéndose a los casos de Grecia y España, hablaba del turismo urbano como de un tipo de “neocolonización”. Una forma de extractivismo que ve la ciudad misma como una mina de la que extraer beneficio económico, provocando alteraciones radicales en la red de relaciones que conforman la ciudad. Del mismo modo que para extraer carbón hace falta construir una serie de galerías y otras estructuras, para extraer beneficios de la ciudad, el modelo de turismo dominante en la actualidad necesita de una determinada estructura social y económica para ser productivo, empezando por los espacios en los que se habita.
Incluso quienes son capaces de pagar los altos alquileres del mercado veneciano se encuentran a menudo con otro obstáculo: la casi completa ausencia de casas para habitantes
En el denominado centro storico de Venecia (el conjunto de 121 islas unidas por 436 puentes que conformaban la capital de la Serenísima República), la turistificación ha provocado un auténtico terremoto en el ámbito de la vivienda. Como ocurre en muchas ciudades de Europa, la brutal escalada que han sufrido los alquileres en los últimos años dificulta enormemente el acceso a una casa. Normalmente, los denominados procesos de gentrificación (o aburguesamiento) provocan una expulsión del centro de la ciudad de los habitantes con menor poder adquisitivo. Una particularidad de Venecia es que esos procesos afectan a toda la ciudad (el denominado “centro” es, geográfica y socialmente, una ciudad en sí mismo). No es solo una cuestión de precios. Incluso quienes son capaces de pagar los altos alquileres del mercado veneciano se encuentran a menudo con otro obstáculo: la casi completa ausencia de casas para habitantes. “Llevo meses buscando un sitio para vivir con unos colegas y no hemos encontrado nada”, cuenta un amigo veneciano que, tras unos años en el extranjero, ha decidido volver a vivir en la ciudad que lo vio crecer. El principio del mercado es claro: los diez millones de personas que pernoctan cada año en Venecia (cuya superficie es tres veces menor que la de Teruel) tienen prioridad absoluta. Los apartamentos “libres” —para la especulación o el alquiler turístico— se convierten así en piedras preciosas, y de algún sitio hay que extraerlas.
A la transformación de muchos edificios en hoteles que se produjo durante el boom del turismo en los años 60 se le ha añadido, en las últimas dos décadas, el fenómeno de los pisos turísticos. En Venecia, este negocio ha encontrado un caldo de cultivo perfecto en una demanda monstruosa combinada con una abolición progresiva, por parte de los distintos gobiernos municipales, de las normas que impedían transformar las viviendas en alojamientos turísticos. Los alquileres breves y muy breves se convierten así en una posibilidad más que ventajosa (económicamente) para los propietarios, en detrimento de los alquileres a largo plazo. Una dinámica de mercado que hace que incluso algunos pequeños propietarios —familias con una única vivienda— decidan mudarse a otros lugares para poner en alquiler su casa de toda la vida. Resultado: la mayor parte de las viviendas en Venecia se alquilan exclusivamente a turistas, una tendencia que acelera cada año que pasa.
Los números hablan claro. Según los datos disponibles en la web de análisis crítico Inside Airbnb, la plataforma digital con sede en San Francisco ofrece en Venecia más de 2.800 unidades de vivienda (apartamentos enteros y habitaciones privadas o compartidas). Más del 82% del total son apartamentos enteros, lo cual indica que la mayoría de propietarios de AirBnB lo utilizan como medio para hacer negocio, no como un pequeño ingreso extra. Además, el 99,6% de los alquileres son breves (de entre uno y tres días), lo cual explica la dificultad de encontrar viviendas para habitar. Y por si hubiera dudas, el 68% de los apartamentos disponibles pertenecen a multipropietarios, en su mayoría empresas que gestionan decenas de viviendas. Estos datos se refieren únicamente a los alojamientos presentes en la plataforma mayoritaria, AirBnB. Sobre los números totales, el principal periódico local indicaba en un artículo publicado a principios de verano que existen más de 7.000 viviendas dedicadas al turismo en Venecia, con una capacidad para alojar a 30.000 personas. Teniendo en cuenta la población total de la ciudad —equivalente a la de Tres Cantos o Figueres—, no resulta difícil hacerse una idea de las dimensiones del problema.
La ciudad contradictoria y la resistencia inconsciente
Tras esta descripción tan apocalíptica como real de la situación actual, la pregunta sale sola: ¿por qué los habitantes de Venecia no hacen nada para evitar la muerte de su ciudad? “No pocos venecianos viven, de una forma u otra, del turismo. Ganan dinero relativamente fácil alquilando una segunda vivienda, poniendo un bar o un restaurante, o vendiendo cualquier tipo de producto a los turistas. Y no piensan en el futuro de la ciudad”, contesta a la pregunta una amiga veneciana que no ha emigrado. A esto hay que añadir que una de las pocas salidas laborales para los jóvenes venecianos es la restauración, uno de los sectores más precarizados actualmente.
No obstante, por muy intuitiva que pueda parecer —por satisfacer los prejuicios del visitante medio—, se trata solo de una respuesta parcial. Aunque a muchos de los forasteros que visitan la ciudad les pueda sorprender, miles de venecianas y venecianos no viven del turismo, y muchos de los negocios alojados en Venecia pertenecen o son gestionados por personas que viven en tierra firme (o por grandes empresas de capital italiano o extranjero).
La ciudad cuenta aún con decenas de colegios e institutos, un gran hospital y una serie de estructuras de apoyo sociosanitario para la población local. Posee un circuito de producción local de fruta y verdura, procedente principalmente de las huertas de Sant'Erasmo, una isla poco poblada y dedicada históricamente a actividades agrícolas. Se practica deporte en múltiples lugares: cientos de barcas tradicionales (de las que la góndola es solo uno de los muchos modelos) surcan cotidianamente los canales de la ciudad y la laguna a golpe de remo, pequeños campos de fútbol y baloncesto diseminados por la ciudad alojan pachangas todos los días, mientras que los equipos profesionales locales luchan en los estadios del Venezia FC y de la Reyer. Resisten también numerosos cines y teatros, desde el histórico La Fenice hasta modestas salas de barrio, al igual que un rico mundo asociativo que, apoyándose en un puñado de librerías independientes y otros espacios como el About, participa en la organización de la vida cultural veneciana. Existen grupos políticos locales que intentan organizarse desde abajo en distintos ámbitos, como el colectivo universitario Li.S.C o la rama local del movimiento feminista Non Una di Meno (Ni Una Menos). El comité contra los cruceros (Comitato No Grandi Navi) lucha desde hace una década por expulsar a las grandes embarcaciones turísticas de la ciudad y de la laguna. Aunque cada vez menos, todavía se organizan anualmente verbenas de barrio, mercadillos y pequeños festivales autogestionados.
Se trata, en suma, de una vida económica, cultural y política que, si bien se ha visto reducida fuertemente en las últimas décadas, sigue desarrollándose. Una vida normal que continúa a pesar de los embates del turismo extractivista y la especulación, en muchos casos sin darse cuenta de que su mera existencia es resistencia. Resistencia a la fortísima corriente que pretende llevarse por delante la ciudad —no sus edificios, calles y canales, sino la vida que contienen— y que hasta ahora ha encontrado poquísimos escollos en su camino.
Estas contraposiciones —entre intereses económicos personales y pertenencia a una comunidad que sobrevive— no son el único obstáculo político para encontrar una solución a la muerte de la ciudad. Administrativamente, el municipio de Venecia no comprende únicamente el centro storico (“Venecia, Venecia”) y las islas de su laguna, sino también territorios de tierra firme. Entre estos, destacan las dos poblaciones más cercanas: Marghera, nacida de un proyecto urbano que quiso darle a Venecia un puerto industrial a principios del siglo XX, y Mestre, antigua localidad reconvertida en gran dormitorio de Marghera a partir del boom económico de los años 60. Estos territorios, en los que actualmente viven casi 200.000 personas, son ciudades en sí mismas, pero funcionan también, de facto, como el extrarradio de Venecia, con todas las dinámicas urbanas y de clase que esto implica. Para los turistas, Mestre y Marghera, con fisionomía muy similar a la de las afueras de casi cualquier ciudad italiana y sureuropea, no existen. Solo las decenas de hoteles, hostales, B&Bs o apartamentos de alquiler que se agolpan en las inmediaciones de la estación ferroviaria de Mestre (a pocos minutos de Venecia) merecen la atención del mundo del turismo. A pesar de esto, aunque se trate de lugares casi inexistentes para quien visita Venecia, su población es la que decide los destinos institucionales de la “ciudad sobre el agua”.
Desde su fusión administrativa, las poblaciones de Venecia y de su terraferma han sufrido una progresión inversa, hasta llegar a la actual situación, en la que en Mestre-Marghera viven el cuádruplo de personas —y de votantes— que en el centro storico. Se trata de dos ciudades con necesidades muy distintas, en ocasiones contrapuestas, que no obstante votan conjuntamente para la elección de un gobierno municipal único.
¿Limitar el turismo o hacerlo de lujo?
En 2015, el por entonces alcalde Giorgio Orsini, cabeza de una coalición del denominado centro-izquierda, dimitía a la vez que era puesto en arresto domiciliario por su implicación en un caso de corrupción relacionado con el Mo.S.E (la infraestructura que debería proteger Venecia de las mareas que periódicamente la inundan). En aquellas aguas revueltas supo pescar Luigi Brugnaro, político-empresario de alma berlusconiana. El propietario del histórico equipo de baloncesto de Venecia y de una de las mayores ETT de Italia se convirtió así en alcalde, cargo que revalidó en las últimas elecciones, celebradas en 2020. Un hombre ambicioso, Brugnaro, y de ideas claras: “Son las empresas las que salvan al país”. El año pasado fundó, junto con un grupo de tránsfugas de Forza Italia, un micropartido que ha conseguido entrar como último de la fila en la actual coalición de gobierno liderada por Giorgia Meloni.
Especialmente en los últimos años, multitud de medios italianos y extranjeros se han hecho eco de diversas intervenciones públicas en las que Brugnaro declaraba su intención de regular el turismo de masas. Si bien es cierto que desde que iniciara su primer mandato no ha dejado de utilizar una cierta retórica contra el turismo mordi-e-fuggi (literalmente, muerde y huye), basta analizar superficialmente sus propuestas políticas para darse cuenta de que no pretende cambiar el actual modelo de ciudad para Venecia, basado en el monocultivo del turismo. Como mucho, su intención es parchearlo para reducir levemente la sangría y poder seguir extrayendo de la mina veneciana.
En los últimos meses ha cristalizado la propuesta estrella del alcalde Luigi Brugnaro, que teóricamente entrará en vigor el próximo 16 de enero: quien quiera visitar Venecia tendrá que reservar su entrada en la ciudad
Tras años de declaraciones vacías de contenido y debates públicos igualmente estériles, en los últimos meses ha cristalizado la propuesta estrella de Luigi Brugnaro, que teóricamente entrará en vigor el próximo 16 de enero: quien quiera visitar Venecia tendrá que reservar su entrada en la ciudad. A partir de un cierto número de reservas —aún por decidir—, habrá que pagar por reservar (en función del flujo turístico, con un máximo de 10 euros por persona). Quedarían exentos residentes, trabajadores y estudiantes, así como los turistas que hayan pagado la conocida como “ecotasa”. No obstante, en todos los casos será necesario demostrar la propia identidad, probablemente a través de un código QR que será leído por una app específica, de forma análoga al pasaporte covid.
El anuncio de la instauración inminente de la medida generó fuertes preocupaciones entre los habitantes de la ciudad. A mediados de septiembre, un mensaje llamando a una asamblea pública se difundió rápidamente: “En poco tiempo podríamos vernos obligados a demostrar, a los trabajadores de una empresa privada, que poseemos el permiso para circular por nuestra propia ciudad […] Podríamos vernos legalmente obligados a denunciar en una plataforma digital a los amigos que vengan a vernos. Podríamos tener que atravesar un torniquete enseñando un código QR para poder volver a casa por la noche. Podríamos, en resumen, encontrarnos en poco tiempo viviendo en un museo —donde para entrar hace falta un billete— y no en una ciudad”. Durante la asamblea emergió también una interpretación del porqué de esta medida: “Tras haber mercantilizado la historia, el arte y la belleza de la ciudad, se intenta ahora mercantilizar también el malestar [por el turismo de masas]”. Pocos se creen que “el objetivo de esta medida no [sea] hacer caja, sino desincentivar las visitas cuando habrá demasiada gente”, como declaraba recientemente el alcalde. Para quien ha seguido la política veneciana en los últimos años, la situación resultante es bastante clara: el billete de entrada no es sino un movimiento táctico para fingir que se hace algo contra una situación cada vez más problemática.
Que el gobierno municipal de Brugnaro no será el que salve Venecia como ciudad viva lo saben bien las vecinas y vecinos de San Piero y Sant'Anna. Esta área de la ciudad, situada en un barrio popular no lejos del Arsenale (antiguos astilleros que actualmente alojan parte de la Biennale), pertenece al Estado italiano, pero el ayuntamiento de Venecia está decidido a comprarlo. El objetivo declarado es cedérselo a la empresa francesa Artea para que construya apartamentos turísticos de lujo. Las protestas de las vecinas —que en muchos casos serían expulsadas forzosamente de casas en las que viven desde hace décadas— han surtido poco efecto hasta el momento. Tampoco la presencia de yacimientos arqueológicos bizantinos del siglo V y VI en la zona parece ser un impedimento para los negocios del alcalde y sus socios.
No se trata de errores o aciertos en la política ciudadana, sino de modelos de ciudad contrapuestos. Aquel del cual se ha erigido paladín Brugnaro es evidente: engrasar la ciudad para convertirla en una eficiente máquina de hacer dinero, en detrimento de la mayoría de la población y en beneficio de la industria turística. ¿De qué forma? Expulsando cuantos más habitantes mejor y facilitando el asentamiento de quienes superen un cierto umbral de renta, instaurando así, de facto, la riqueza como un requisito indispensable para residir en Venecia.
Si nadie hace nada para evitarlo
“La falta de viviendas, de puestos de trabajo dignos, los problemas ligados a la movilidad, la sostenibilidad ecológica y la salud son solo algunos de los problemas derivados del turismo de masas en Venecia”. Este extracto de la convocatoria para una manifestación contra el billete de entrada a la ciudad, que organizó el pasado 19 de noviembre el comité local contra los cruceros, señala algunos puntos clave por lo que se podría empezar a trabajar. Si desde las instituciones existiese en algún momento la voluntad real de resolver el problema, podrían escuchar también al Observatorio Cívico Independiente sobre Vivienda y Residencia, que ha recogido el testigo dejado por un proyecto similar que desde los años 90 se dedicó al análisis y denuncia de las problemáticas relativas a la vivienda en Venecia.
El futuro probable de Venecia es convertirse en un hermosísimo fósil de arte y agua, una exciudad transformada en museo, una mina de la que seguir extrayendo beneficios para llenar los bolsillos ya llenos de grandes propietarios e inversores
Sin duda, el tema de la vivienda es fundamental: sin habitantes no hay ciudad. Y si el gobierno municipal de Venecia quisiera, podría empezar ya mismo a dar una respuesta a esta cuestión. Sin necesidad de grandes revoluciones: una enmienda parlamentaria al “Decreto Ayudas” aprobada el pasado 14 de julio creó un marco legal en el cual un ayuntamiento italiano puede, unilateralmente, “favorecer el incremento de la oferta de viviendas en alquiler para uso residencial de larga duración”. Imaginación al poder. No obstante, nada hace pensar que este sea el camino que tomará el actual gobierno municipal. Todo lo contrario: “Escucharé a todos, asociaciones de propietarios, turoperadores y stakeholders”, declaraba recientemente el alcalde ante las preguntas de los periodistas sobre la regulación de los alquileres turísticos, una problemática ya abordada en otras ciudades europeas.
El futuro probable de Venecia es convertirse en un hermosísimo fósil de arte y agua, una exciudad transformada en museo, una mina de la que seguir extrayendo beneficios para llenar los bolsillos ya llenos de grandes propietarios e inversores. No obstante, el futuro no está escrito. Las posibilidades de cambio están ahí, a la espera de que una colectividad organizada decida luchar por ellas.