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Insólita Península
En la ría del Nautilus
Advertencia previa: si no ha leído Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) y tiene intención de leerlo, le aconsejo que no lea este artículo, pues revela algunos rincones de la obra. En ese caso, le sugiero la versión editada recientemente por Nórdica Libros, con traducción de Íñigo Jáuregui e ilustraciones de Agustín Comotto. Es la versión que citaré más adelante. Dicho queda. Continuemos.
Con frecuencia surge el deseo de adentrarse en el tiempo de la ficción, de sumergirse en los acontecimientos imaginados. Ese deseo puede ser una tentación muy apetecible si uno se encuentra en la playa de Cesantes del concello de Redondela (Pontevedra) una mañana brumosa de 2021. Llueve. Unas algas de un verde muy vivo se acumulan en la orilla. La playa describe dos curvas que coinciden en una punta que se adentra sobre la ría de Vigo. A pocos metros, la isla de San Simón se asemeja a un pequeño barco encallado. Y, ante la isla, se distingue una escultura que parece caminar sobre las aguas. Es una estatua del capitán Nemo, el personaje inagotable creado por la imaginación de Jules Verne.
Si uno decide adentrarse en la tentación apetecible, entonces hay que abrir Veinte mil leguas de viaje submarino por su primera página. El lector sabrá pronto que un acontecimiento insólito merecía la atención del mundo en 1866: un animal u objeto misterioso de gran tamaño poblaba los mares y había causado más de un accidente y numerosos debates. Si el lector se deja llevar, descubrirá que el profesor Aronnax, su criado Conseil y el arponero Ned Land se embarcaron en un navío estadounidense que se proponía desvelar el misterio. Pero el misterio terminó por absorberlos y los tres acabaron como huéspedes —y prisioneros— del Nautilus: el submarino guiado por el capitán Nemo que recorría los océanos observando las profundidades.
Durante buena parte de la novela, da gusto vivir en el Nautilus. Es un goce recorrer su biblioteca y su salón, admirar el interior del mar tras los cristales, subir a la plataforma para otear el horizonte y aventurarse en excursiones submarinas provisto de una escafandra. Acompañar a Aronnax, Conseil y Ned Land supone también compartir sus dudas. Son prisioneros en una nave increíble que les permite acceder a un mundo hasta entonces desconocido. Desean huir —sobre todo el arponero Ned Land—, pero quieren quedarse —sobre todo el profesor Aronnax—.
En la segunda parte de la novela, la posibilidad de la huida parece próxima. El Nautilus acaba de superar el estrecho de Gibraltar y está ascendiendo por la costa occidental de la península ibérica. Se encuentran ante el momento propicio para abandonar la nave. Los planes de los tres personajes son precisos. El instante ha llegado. Y entonces, en un giro casi mágico de la trama, aparece por sorpresa el capitán Nemo y le pregunta al profesor Aronnax: “¿Conoce la historia de España?”.
En las páginas que siguen, el capitán Nemo explica cómo en 1702 un convoy español de galeones, cargado de oro y plata procedentes de América, terminó hundido en la ría de Vigo para no caer en manos de la flota inglesa. El Nautilus se encuentra ahora ante los restos de ese naufragio. Veinte mil leguas de viaje submarino está escrita en primera persona y es la voz del profesor Aronnax la que habla: “Allí mismo se habían hundido los galeones encargados de ayudar al Gobierno español. Allí acudía el capitán Nemo para obtener, según sus necesidades, los millones que colmaban su Nautilus. Para él, y solo para él, América había encargado sus metales preciosos”.
Para recordar este acontecimiento de la ficción, en 2004 se inauguró un conjunto escultórico entre la isla de San Simón y la playa de Cesantes, que representa al capitán Nemo sobre un pedestal y a dos buzos indagando en las interioridades del mar. Los buzos solo son visibles con marea baja.
La marea de la mañana en que me acerqué permitía intuir con claridad la silueta del capitán Nemo. Los dos buzos se adivinaban con dificultad.
Advertencia final: si en algún lugar pueden fundirse el tiempo de la ficción y el tiempo de los hechos ocurridos, ese lugar es Galicia y sus rías sinuosas. En la playa de Cesantes, ante la estatua del capitán Nemo, un cartel del concello advierte del peligro de nadar en aquellas corrientes. Ahora que recuerdo esa advertencia, creo que no solo alerta sobre los riesgos del agua, sino sobre los riesgos de nadar —y de narrar— en el hermoso embrollo de la ficción y la realidad.