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Antiespecismo
Y sin embargo, asesinan
Hace prácticamente una semana, el Tribunal Constitucional nos prohibió llamar asesinos a los toreros. Es decir, nos prohibió considerar asesinato la tauromaquia. Nos prohibió opinar que torturar hasta la muerte a alguien, a cambio de una compensación económica, con ensañamiento y haciendo de ello un espectáculo es asesinar. O eso o nos prohibió opinar que el toro es alguien. Una de dos.
Y es que hace prácticamente una semana, el TC rechazó el recurso interpuesto contra una sentencia del Tribunal Supremo, según la cual prevalecía el derecho al honor de un torero recién fallecido frente a la libertad de expresión de una persona para referirse a él como asesino. La condena fue una multa de 7.000 euros. La magistrada doña María Luisa Balaguer Callejón mostró en un voto particular su posición discrepante con el fallo y con los razonamientos que lo sustentan. Una gran parte de la sociedad también ha mostrado su rechazo a la sentencia en las redes sociales. Sin embargo, ahora sólo queda recurrir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por si Europa vuelve a demostrar, una vez más, que en el estado español se vulneran los derechos más fundamentales.
Tenemos un Constitucional o una justicia, en general, que fija los términos que se pueden emplear en el debate a través de la censura y la autocensura. A golpe de sentencias y multas, consiguen que nos dé miedo no sólo expresarnos, sino también reivindicar esos términos que, consideramos, más se aproximan a la realidad. Para que sólo utilicemos los suyos. Para que el único escenario válido sea el suyo, mientras invisibilizan nuestra lucha por los derechos de todos los animales. Una lucha que utiliza el mismo lenguaje para referirse a todos los animales, sean humanos o no. Un tribunal político que pretende silenciar un lenguaje que no discrimina, pero altera el orden del sistema.
La excusa, esta vez, es el honor de una persona que ya ha muerto. La intermediaria para facilitar la excusa es una fundación que defiende los intereses de los empresarios taurinos y que utiliza a una familia y su dolor para hacer del victimismo su forma de resistencia agónica en un mundo en que determinadas prácticas tienden a desaparecer. Morir matando, vamos. Y esta resistencia ha encontrado su aliado: ciertos sectores reaccionarios que se empeñan en mantener a flote los decadentes recursos identitarios que apelan a sentimientos patrios y tradiciones obsoletas, como la caza, la tauromaquia, la monarquía o la Iglesia. Tienen su brazo armado, su comisión jurídica y su forma de autogestión.
Además, tenemos esta democracia que deja de serlo cuando nos amordazan al hablar de ciertos temas que algunos consideran intocables. Deja de serlo cada vez que señalamos a las personas e instituciones responsables de lo que creemos que es una injusticia. Deja de serlo, en definitiva, cuando reprime cualquier intento de nombrar y evidenciar el problema.
No nos dejan llamar asesinos a los asesinos. Pero estos asesinos que saltan al ruedo son a la vez víctimas. Su libertad les hace responsables, pero su necesidad les convierte en víctimas, kapos disfrazados, oprimidos y opresores, armados (y con una cuadrilla de cómplices), que saldrán a hombros del circo, del patíbulo en el que han hecho lo que se les ordena desde arriba frente a una “bestia” herbívora y drogada. Verdugos-víctimas que casi siempre ganan un partido amañado. Casi siempre. Y cuando pierden, es el momento de cuestionarse este negocio y que la opinión pública comprenda que un espectáculo que hace de la muerte su protagonista no puede ser bello. Es el momento de señalar a los responsables de tanto sufrimiento, de decir que si fuera por nosotras, por el colectivo antitaurino, esas víctimas humanas, igual que las otras, estarían vivas. Nosotras no matamos ni a toros ni a toreros. Ellos sí. Nos demandan por atentar contra el honor de los toreros quienes atentan contra su vida.
Pero claramente, cuando afirmamos que los toreros asesinan, no nos referimos a que cometen un delito tipificado en el código penal (ojalá fuera delito esta barbarie). No damos a entender que han hecho algo que, probablemente no han hecho o no podemos demostrar que han hecho. Cualquiera que lea el polémico texto lo entenderá y no verá ningún indicio de alegría o celebración, como alegaban ciertos medios. Alegría o celebración, por otro lado, no condenables. Pero así son los montajes. Sacar frases de contexto era poco, necesitaban modificarlas. Simplemente, nos querían condenar y nos han condenado. No infundimos sospechas sobre nadie, no decíamos que hay toreros que además son asesinos, sino que el hecho de ser toreros los convierte en asesinos. No son casos aislados, la tauromaquia también es violencia sistémica. Es asesinato, porque torturar hasta la muerte a un animal —humano o no— en medio de un macabro espectáculo que mantiene vivo, aunque en coma, un macabro negocio moribundo es asesinato.
Por eso, nos sabemos legitimadas para usar los términos adecuados para referirnos a estos actos, porque si no llamamos a las cosas por su nombre, sino con el que nos imponen, no estamos transmitiendo nuestro mensaje, sino el que nos imponen. Y esto ya no va sólo de defender al toro, sino de defendernos de las mordazas. Porque la libertad, por mucho que banalicen el tema, no es una pulsera con bandera ni una cerveza en una terraza. A base de repetirlo una y otra vez nos intentan hacer creer que es así. A base de prohibirnos denunciar el maltrato animal una y otra vez con los términos que mejor lo describen, intentan imponer los suyos para que no cambie la realidad, para que su discurso siga siendo el marco en el que nos movemos.
Sin embargo, la misma represión que afecta a la lucha contra el maltrato animal alcanza el resto de luchas que hacen que los cimientos del sistema se tambaleen. El sistema que nombra y da identidad a las cosas: los y las menores extranjeras son menas. El fascismo es nostalgia. El masculino es neutro. Las matanzas ahora son conflictos. Los toreros no son asesinos, son matadores. Y así controlan que ningún colectivo configure una realidad social ajena a sus normas. Y esas normas se traducen en leyes que ordenan en diferentes sentidos. Leyes que obedecen a ciertos intereses maquillados de valores, de orden natural e inevitable de las cosas. Leyes que son ideología.
Sólo queremos que esas leyes nos dejen opinar y expresarnos. Que podamos plantear públicamente si son válidos los criterios que nos llevan a defender la integridad física de los seres humanos y no la del resto de animales. ¿Qué tenemos como especie que no tengan las demás especies animales? ¿La inteligencia? Ser coherentes con este criterio nos traería consecuencias muy peligrosas.
Quizá deberíamos asumir que no tenemos un criterio racional y empezar a replantearnos ciertas convenciones. Quizá tampoco podríamos ser coherentes tratando de argumentar la legitimidad de torturar hasta la muerte a un toro, y no a un perro, o de comernos a un cordero, pero no a un chimpancé. Puede que simplemente no seamos capaces de salir de este paradigma de dominación sobre todo lo que podamos dominar. Un paradigma que nos lleva a esquilmar la naturaleza, a destrozar el clima y el planeta; y que nos llevó a inventar la esclavitud, el colonialismo, el machismo y la explotación laboral. Un paradigma para el que unos animales son más útiles vivos y otros muertos, pero que a todos, al final, los (nos) convierte en objetos. Nuestra manera de dominarlos (y dominarnos) da forma a las leyes.
Nuestra manera de defendernos y defenderlos da forma a una lucha colectiva que hace daño a las fuerzas privilegiadas de un sistema acostumbrado a que sus intereses estén por encima de nuestras libertades; por encima de las libertades de las personas, independientemente de su raza, género o especie. Reconquistarlas pasa por no aceptar sus reglas del juego, aun sabiendo que el poder de haber puesto las reglas implica el poder de poner las sanciones. Jugamos en su campo, con sus normas y sus árbitros. Y aun así tienen miedo, porque cada día somos más. Porque saben que sólo dejaremos de llamarlos asesinos cuando dejen de asesinar.