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Hemeroteca Diagonal
Swing: pasos para recuperar la ciudad
Las plazas se llenan de gente con ganas de bailar. Lo hacen de manera colectiva y cada vez son más.
¿Qué tiene que ver un baile nacido en las salas de Harlem (Nueva York) en los años 30 con un espacio ocupado en el madrileño barrio de Chamberí? ¿Qué relación puede haber entre el sonido que emitía la guitarra del gitano Django Reindhardt en París durante la II Guerra Mundial y un grupo de vecinos reunidos en una plaza de Albacete? La respuesta es el swing.
El swing es un estilo de jazz originario de Estados Unidos a finales de los años 20 y que se convirtió en el más popular en los años 30. Fue definido por el régimen nazi como una música de negros popularizada por judíos, y psiquiatras de todo el mundo alertaban por entonces sobre los perjuicios de este baile, la pérdida del sentido de la realidad que provocaba, y lo relacionaban directamente con los rituales africanos de tam-tam.
A su llegada a Europa, el swing y el jazz encuentran en la propaganda nazi la mejor ayuda para su expansión. “Todo el mundo sabía que a los nazis no les gustaba el jazz y deseaban suprimirlo. Aquello nos hizo amarlo aún más”, explicaba el músico alemán Otto Jung en el libro Swing frente al nazi (Es Pop, 2016), del músico y escritor Mike Zwerin. Artículos de la época reflejaban este rechazo tajante. “Después de diez siglos de cultura, hemos acabado con el tamborileo de los negros de la jungla. Nerviosos alterados, gritando, llorando […]. El swing somete al sujeto a una excitación constante. Causa pesadillas. Provoca adicción. Es como una droga. [...] El resultado último es una considerable merma de la inteligencia”, alertaban en un artículo publicado en Lille (Francia) en el verano de 1943.
Aunque parte de la historia del swing vinculada a la resistencia ante el nazismo en Europa pueda haber sido idealizada y dulcificada, especialmente por el cine, el potencial antiautoritario de esta música parecía evidente. “El jazz genera el tipo de actitud que podría poner en peligro su poder […]. Cuando uno improvisa se acostumbra a tomar decisiones por cuenta propia”, explica Zwerin en su libro. Y es ese potencial el que hoy se recupera en diversas ciudades del Estado para defender otra serie de libertades.
El espíritu de Olavide
Un grupo de personas bailan en una plaza. La gente pasa y gira la cabeza. Suena algo alegre, se escuchan un contrabajo, una trompeta, un clarinete… La escena parece arrancar una sonrisa a algunos y caras de extrañeza a otros. Niños saltan en una esquina, intentando imitar lo que ven, y un grupo de abuelas sentadas en un banco mueven el pie al ritmo de la música que sale de un pequeño altavoz. Los bailarines se agrupan en parejas de chicos, chicas, jóvenes, mayores, en todas las combinaciones posibles. Es swing, pero no es Estados Unidos en los años 30, sino un viernes por la noche en la plaza de Olavide en Madrid. Y tiene más de político de lo que se podría imaginar a simple vista.“Más allá de que se aprenda a bailar u otra actividad, ese proceso es socialmente muy potente”
Se trata del colectivo OkupaSwing, nacido dentro del Centro Social Okupado La Morada en 2012, como grupo asambleario organizado en torno al swing. “Parece que la cultura, sobre todo en periodos de crisis, es lo que menos importa. Y parece que cultura y política van desligadas. Nuestra actividad es arte y es cultura, es música jazz, es danza, es ocio libre de negocio, y es otro tipo de relaciones entre las personas”, explica Alejandra, integrante de este colectivo.
Ella misma reconoce que los comienzos no fueron sencillos: “Tuvimos algunos problemas, porque parecía que éramos un grupo que lo único que quería era hacer fiestas. Nos ha costado, pero a base de demostrar y estar ahí cuando hacía falta, quedó claro que nuestra lucha es parte de una lucha mucho más amplia”.
El centro social La Morada fue desalojado, y posteriormente derribado, hace unos meses. Desde entonces OkupaSwing sigue concentrándose para bailar en una plaza cercana. Reivindican el uso de espacios donde desarrollar actividades como la suya, o como cualquier otra, pero en los que la gente pueda decidir qué hacer y cómo hacerlo, y que participe activamente. “No se trata de ir, inscribirse y esperar a que me den, sino que vienes y vamos a ver qué hacemos”, señala Alejandra, que destaca que más allá de que se aprenda a bailar o cualquier otra actividad, ese proceso genera comunidad y es socialmente muy potente. “Estás haciendo un ocio que no requiere dinero, que no requiere pagar una entrada por recibir un servicio, sino que bailas, participas, aportas y recibes”.
“Empezamos a enseñar a bailar casi sin saber bailar nosotras”, reconoce esta activista. Dentro del colectivo se apuesta porque todas las personas hagan todas las funciones, y que todo el mundo enseñe a la vez que aprende. Para ello han puesto en marcha los llamados swingtercambios, “donde nos juntamos y quien sabe algo y quiere compartirlo lo enseña. O quien quiere aprender lo propone, por si hay alguien que pueda enseñarlo”, explica.
El trabajo que realizan también es muy importante en lo relativo al género. “Los bailes en pareja siempre se han asociado a roles muy marcados. El hombre dirige y la mujer sigue y obedece. A través del baile intentamos romper con estos estereotipos”, explica Alejandra, que reconoce que en la escena swing ha habido avances en los últimos años: “Aunque se sigue hablando de los líderes y las followers se acepta que haya parejas del mismo sexo bailando. No es falta de aceptación, es falta de integrarlo en nuestro día a día y normalizarlo más”.
La experiencia de Alejandra es similar a la de muchas mujeres que empiezan a bailar: “Cuando empecé lo hice en el rol de follower y me gustó mucho. Para mí era una novedad aprender a dejarme llevar, dejar que otro dirigiera el baile. He bailado siempre mucho y sola, y yo siempre dirigía mi cuerpo. Luego empecé a probar de líder, y me di cuenta de que llevaba un año bailando y no había bailado nunca con mis amigas”. Su valoración es clara: “Cuando aprendes a bailar con ambos roles, cuando intercambias, bailas con más gente y te diviertes más”. Aunque queda trabajo por hacer en este terreno, la apuesta de Alejandra es llevar al swing al siguiente paso: de aprender ambos roles a conseguir bailar sin ellos.
“El baile es una herramienta maravillosa para generar espacios, propuestas o apoyar proyectos”
Bailar para crear
El colectivo artístico Swing Disorder es otro proyecto nacido a partir de la experiencia de sus integrantes dentro de OkupaSwing. “El ocio que había en centros sociales eran conciertos y fiestas, y pensamos que había una serie de carencias: no existían mecanismos como el baile social que permitieran generar otro tipo de ambientes, de relaciones dentro de esos eventos, y ahí podíamos incidir”. En esencia, “queríamos organizar las fiestas y los eventos a los que nos gustaría asistir”, explica Hugo, integrante del colectivo.El elemento central en los espectáculos de Swing Disorder es el baile, para lo que combinan distintos estilos que van del swing clásico al electro-swing, la cumbia, el boogalú o el son cubano, pero siempre “ritmos y sonidos 100% bailables, originales y no sexistas”, afirman. “El baile es una herramienta maravillosa para generar espacios, propuestas, apoyar proyectos y recuperar el uso común de los espacios que supuestamente son públicos”, apunta Hugo. Su objetivo es “ampliar el concepto de fiesta más allá de las normas y prácticas que usualmente observamos, buscando la diversión desde la imaginación, el respeto y el cuidado”, explican en su web, y generar actividades accesibles a todos el mundo, “donde no se discrimine por razón de clase, capacidad económica, edad o género”.
Swing desde Albacete
Las experiencias autogestionadas en torno al swing no son exclusivas de las grandes ciudades. La pequeña comunidad de Albacete organizada alrededor del centro social La Casa Vieja ha conseguido poner en marcha en apenas un año de existencia unas jornadas de trabajo sobre roles de género en el baile e incluso su propio festival autogestionado. “Hicimos un pequeño flyer con todos los roles de género que hay en el swing y que se siguen manteniendo. El chico lleva, la chica es llevada. La chica tiene que ser vaporosa, sutil, y el chico tiene que saber dirigir con buena mano. Y lo que proponíamos era, en una noche de juego, que bailases con quien te diera la gana, que experimentásemos con los roles, independientemente del género con el que te sintieses identificado”, explica Lucas de las Heras, una de las personas detrás de la propuesta, concretada en el evento ‘Swing Queer’. Después de éste se propusieron organizar algo de mayor envergadura: “Queríamos un festival de música en la calle, que no costase dinero a la gente, y así lo hicimos”. Bajo el nombre ‘Swingea que no es poco’, este festival se celebró el pasado junio.
¿Moda pasajera?
Muchos de sus críticos acusan al swing de ser una moda pasajera, como tantas otras reactualizaciones de tendencias del pasado. “Es verdad que hay una moda, pero gracias a ella hay gente que se acercó a nuestro colectivo porque venía a bailar y ahora está participando haciendo pancartas y pidiendo que nos den las calles. Han descubierto una forma de hacer las cosas y se han enganchado”, responden desde OkupaSwing a esta crítica. En Swing Disorder coinciden con este diagnóstico: “El swing ha permitido que por un centro social okupado como La Morada hayan pasado miles de personas que de otra manera no hubieran entrado”.“Cuando planteas cosas que son realmente abiertas, donde puedes ir solo, donde puedes ir con cualquier colega o con tu madre o tu sobrino, se facilita que mucha gente pase. Y que la gente venga a bailar te permite establecer discusiones sobre otros temas como qué es el precio libre, los centros sociales okupados, o el derecho o no a bailar en el parque de tu barrio sin pedirle permiso al ayuntamiento, que son cosas que puedes trabajar”. Para Hugo, en una sociedad tan individualista, tener formas de socialización y ocio en común es una herramienta muy potente, “como potente es utilizar esta música, a través de la que puedes hablar de segregación racial, género, libertades”.
Desde Albacete, el colectivo swinguero llama la atención sobre la necesidad de evitar la instrumentalización de este movimiento dentro de procesos gentrificadores de las ciudades: “Nos gusta que esto se vaya también a los barrios, a los parques, a donde está la gente haciendo vida”, explica Lucas. “El derecho a quedar en la plaza para usarla, comer pipas, bailar o lo que se considere, dentro de unos márgenes de respeto, horarios y demás, absolutamente razonables, es un derecho que tenemos que reconquistar porque se ha perdido en los últimos años”, apuntan desde el colectivo madrileño Swing Disorder, y añaden que “el papel del nuevo ayuntamiento no debe ser gestionar esa represión y esa merma de derechos, sino conseguir que a nadie le moleste la policía municipal por poner un amplificador en mitad de la plaza y estar bailando, más aún cuando esa plaza está rodeada de terrazas totalmente legales con un ruido que sí está molestando al vecindario”.
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