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Fútbol a este lado
Cabeza frita, corazón helado, cultura del riesgo
Es curioso, ahora que se habla tanto de salud mental. Puede que la primera llamada en la puerta de la normalización de la atención psicológica llegase en un espacio y tiempo triplemente insospechado. Fue quizá en el fútbol. Si nos ponemos con las inútiles etiquetas generacionales, sucedió en pleno apogeo boomer. A primeros de los años 90. Cuando los padres de muchos millennials todavía se querían y los Z no eran todavía ni una mirada de tú y yo / toda la noche / bailando bailando / amigos adiós entre los suyos. Y casi podríamos decir que fue en la España vaciada. En una comunidad autónoma que además nunca había tenido un equipo en máxima categoría. Benito Floro introdujo la figura del psicólogo en el Albacete. El equipo, conocido como el Queso Mecánico, subió a primera y al aeródromo de la ciudad, base de las Brigadas Internacionales, volvieron los vuelos chárter. Floro había dejado al Alba a dos puntos de Europa cuando lo fichó el Madrid. Allí, este futbolista retirado a los 26 por unos vértigos implantó también un psicólogo, rol que ya probaron, aquel mismo verano, la selección olímpica de Vicente Miera y el Tenerife de Jorge Valdano.
En aquella España —hoy suspirada con conveniente amplificación mediática como un paraíso de hipotecas, rectitud moral y Comtessa en duralex—, lo del psicólogo todavía daba para risitas, cosa de locos. Hoy en día, la mayoría de clubes profesionales cuentan con un departamento del asunto, casi siempre camuflado de puertas hacia fuera con ejes de motivación, rendimiento o superación anímica de lesiones físicas. Como ocurre con la sociedad en general, pocas veces se habla a las claras de almas expoliadas o calcinadas. Y menos de las causas si están relacionadas con la competitividad extrema y la desconfianza en los demás que premia un capitalismo que siempre se cobra sus deudas. También las del coco.
Nuestras cabezas churrascadas y corazones ateridos son la manifestación física de un proyecto político
Nuestras cabezas churrascadas y corazones ateridos son la manifestación física de un proyecto político. Del mismo forma también parte una secuencia de incertidumbre, riesgo, fallo, culpa, repliegue y aislamiento que, en según qué situaciones, puede no tener vuelta atrás. No es ninguna oscura conspiración. Lo dijo en toda nuestra cara Margaret Thatcher: “La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma”.
Ya en vida, su hipotética inmortalidad fue una especie de meme. En la portada del single “Sanctuary” de Iron Maiden, la mascota del grupo, Eddie, aparecía como su homicida, pero cinco meses después la propia banda sacó otro donde la primera ministra lo esperaba para vengarse a la vuelta de la esquina. Su funeral sigue siendo un recurrente archivo de exorcismos populares, como el de esta mujer escocesa que necesitaba ajo y una estaca para quedarse tranquila. Los vampiros emocionales, igual que los económicos, tienen bastante más de real que los románticos transilvanos.
Todo tiene que servir para algo, todo puede ser rentable, monetizable, productivo en un mundo atomizado que nos dice que los anillos de Sonic no siempre están a la vista
Thatcher dijo también que no existe la sociedad, sino una suma de individualidades, millones de cálculos privados. Nos la imaginamos asintiendo al ver alguno de los anuncios de casas de apuestas de los que hablan Cristina Barrial y Pepe del Amo en su libro La apuesta perdida (Bellaterra/Tigre de Paper, 2021). Esos en los que se habla de “el mejor equipo del mundo”, no refiriéndose al que representa tu herencia sentimental o a tu ciudad, sino al grupo de personas con las que quedas el fin de semana para apostar. La afición por el fútbol, los hobbies y, lo que es peor, la amistad: todo tiene que servir para algo, todo puede ser rentable, monetizable, productivo en un mundo atomizado que nos dice que los anillos de Sonic no siempre están a la vista.
La industria del juego, como refiere el ensayo, está íntimamente ligada a la flexibilización de las condiciones laborales y las relaciones sociales. También a la irrupción de la imprevisibilidad como categoría mental, escenario que habitar. Es la cultura del riesgo, siguiendo al sociólogo Richard Sennett: “No moverse es sinónimo de fracaso y la estabilidad parece casi una muerte en vida”. Trabajamos como apostamos y viceversa, escriben Barrial y del Amo.
Con los años se me ha congelado la sonrisa que me provocaba la definición de un conocido sobre la vieja quiniela, a la que definía como “el currículum de los sin contactos”. Hoy la realidad para muchas personas es disponer de más información que ayude a hacer una previsión segura sobre un partido de fútbol que sobre su propia cotización en la seguridad social en los próximos meses. Y odiar el fútbol no te servirá de escudo. La nueva terminología cortoplacista contamina cualquier etapa vital: un alta laboral es un “proyecto”, un encargo un “reto”, algo para lo que llevas trabajando con incalculables horas extra son “cosas que se vienen” y un cambio de puesto o una salida justo antes de gripar del todo, una “apuesta”.
Las ciudades, escribió David Harvey, “se convierten en empresas que necesitan atraer inversores y turistas” con espacios públicos pacificados. Los habitantes pasamos a ser un poco como ese ideal que tienen las élites y los desclasados sobre camareros: que estén siempre, pero que no se note nunca su presencia. Haz girar la rueda y si no, quítate de en medio. Esa producción política del territorio tiene pocas imágenes más gráficas que un cartel de prohibido jugar a la pelota delante de un local de apuestas abierto y que a su vez es propiedad de un fondo buitre. Ningún juego fuera del circuito del capital. Estas empresas fingen tener relación con el fútbol, con el que en realidad tienen menos que ver que con las de reparto. Esas que configuran lo que podríamos llamar “industria del agotamiento y la ansiedad”. Iniciativas privadas que se benefician directamente del deterioro general de las condiciones laborales, la dictadura de la disponibilidad y un saqueo histórico de nuestro tiempo.
Las apuestas vampirizan nuestra humana necesidad de vivir una vida mejor. Una buena racha y te compro algo bonito, mamá
Las apuestas vampirizan nuestra humana necesidad de vivir una vida mejor. Una buena racha y te compro algo bonito, mamá. No vamos a concederles una grandeza que no merecen: esos locales tan feos no son más que síntomas. Además hay, como recuerdan Barrial y Del Amo, “vecinas y jóvenes cansadas de acostumbrarse a lo que venga”.