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Fútbol a este lado
Sol de invierno
Nos contaron eso de que el confinamiento fue igual para todos. Fue la versión pandémica del “estamos todos en el mismo barco”, esa frase que nunca da pie a preguntar quién tiene el timón y quién los callos de remar, pero, sobre todo, quién demonios esconde la ruta, el mapa y la brújula, si es que alguna vez han existido.
Hubo en aquel periodo quien amasó pan en la cocina y quien tuvo que fiarse a la fuerza de que tras las siglas de un ERTE estaba la manera de traerlo a casa. Se escribieron ensayos mientras algunos no tenían ánimo ni para verbalizar cómo se encontraban. Hubo quien necesitó un conteo de muertes actualizado en directo para saludar a limpiadoras, cajeras o camareros. Quien aprovechó para leer y quien perdió la concentración para procesar dos párrafos seguidos. A veces, simplemente deberíamos descargarnos de la culpa de dejar un libro a medias.
De mayores nos ponemos serios con las páginas entre las manos. Un halago a una novela o un ensayo puede ser que te atraviese, te queme por dentro, te hunda en el sofá. Aprendimos a leer con cuentos, palabra que, en cuanto sabemos caminar sin vigilancia, se convierte en una alerta. En un mundo con más números que narrativa, quizá es lógico que nadie quiera ser considerado un cuentista. Olvidamos que empezamos a descifrar palabras que subrayaban nuestros dedos en papel o cartón riendo, boquiabiertos, con la promesa de aventuras y nuevos mundos por probar y construir. Hay un viaje ahí que, valga el verbo, cuenta Sarah Babiker en sus libros Café Abismo y La nada fértil. En este último, la autora recuerda que hace años una marca de pañales comercializó unos rosas, catalogados como para “princesas”, y otros azules, estos para “campeones”. Prosigue: “No es casual que entre los mayores negocios que rigen el planeta, esté ver a hombres compitiendo en los deportes, que nos pasemos la vida viendo a hombres echando pulsos en la política internacional, en las películas de acción o en el ámbito de la empresa”. Fuera de los ámbitos productivos, la búsqueda de sentido de pertenencia masculino planea en chats de WhatsApp donde se concursa en vacile o en actividades de crossfit o partidillos en los que, como señala la escritora, no solo llama la atención el trasfondo competitivo, sino que uno no para nunca de moverse.
Dudar y parar es síntoma de debilidad, eso nos enseñan en un sistema que presenta la interdependencia y la vulnerabilidad como obstáculos en la carrera hacia no se sabe muy bien dónde
Siempre en movimiento, ya sea en círculos pero sin consultar un mapa bajo pena de parecer no tener respuestas para todo. Dudar y parar es síntoma de debilidad, eso nos enseñan en un sistema que presenta la interdependencia y la vulnerabilidad como obstáculos en la carrera hacia no se sabe muy bien dónde. Emerge aquello que podemos catalogar como industria de la ansiedad.
Uno llega a la estación de tren de una ciudad. Prácticamente lo primero que ve es un anuncio enorme. “Pide tu Cabify. Próximo destino: salir a darlo todo”. Lo que ansiamos, en realidad, es lo opuesto. Una vida que podamos vivir sin vaciarnos a cada poco. Calendarios de liga con altura de miras y cintura en la agenda como para respetar el duelo tras una catástrofe empeorada por el negacionismo climático. Retirarle la lealtad a un sistema que nos tendrá ocupados hasta el último segundo antes del fin del mundo. Escapar al empacho, cuidarnos los ojos. Acordarnos de los subcampeones y en particular de los eliminados. Pasear sin rumbo ni reloj, pagando como único precio las miradas de sospecha de quienes, al cruzarse con nosotros, intenten adivinar primero qué tramamos ociosos para después preguntarse qué les separa a ellos de llevar puesta una sonrisa idiota como la nuestra. Sentir más cargados los gemelos que la espalda. Alargar el café. Apagar el extractor. Escuchar música nueva, leer ficción, imaginar con banda sonora nuestro futuro. Levantar a los caídos en un pogo. Mirar durante horas por la ventanilla del tren en marcha. Olvidar la clave de la oficina y no un cumpleaños. Salir a fumar sin fumar. Volver a sentir el placer de no saber qué hacer y el sol de invierno en el cuello.