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La violencia en nuestro país, en Euskadi y Navarra o, si se prefiere, Euskal Herria, ha marcado muchas vidas y existencias: primordialmente, la de quienes han sufrido en carne propia la sacudida de los diversos actos violentos y, por ende, la de las víctimas, esas personas que se quedaron aquí, en tierra, con un sufrimiento -y a menudo abandono- injusto. Más de mil personas bajo tierra, muertas violenta e injustamente. Lo de injusto va de suyo, porque no hay mayor violación de derechos humanos que arrebatar la vida a una persona indefensa. Para ilustrar el dolor y lo injusto del hecho, permitidme recordar a los cientos de viudas -muchas con hijos- que tuvieron que sorberse las lágrimas, hacer la mudanza y marchar, sin más apoyo que algunos compañeros, amigos y familiares. Ni los gobiernos de turno supieron arropar y acoger el desamparo de esa gente golpeada por el terrorismo. El Estado, indirectamente a través de sus diferentes cloacas, también asesinó, especialmente en los largos años de la Transición, y bandas parapoliciales contaron con una impunidad impropia de un Estado democrático. Todas estas víctimas merecen la tan manida tríada de verdad, reconocimiento y reparación.
Pero también se dieron muchos actos violentos que produjeron heridos graves, personas lisiadas, incapacidades laborales y psicológicas que permanecen durante décadas, por el trauma de un coche bomba, cuyos efectos secundarios se minimizan ante la gravedad de la muerte en sí. Pero están ahí, en silencio, sin asomar a la vida pública, sin estorbar mucho. Dolores sordos pero permanentes. Unas 4.800 personas, más o menos. También deberíamos sumar las vidas condicionadas por la persecución, las juventudes mal vividas y condicionadas por verse obligado a llevar escolta y tener una espada colgada encima del cráneo, rogando que no caiga. Los secuestros también fueron fuente de dolor para muchas personas cuyo único pecado fue no pagar una cantidad para que no lo asesinaran.
“No está de más denunciar y condenar todas las muertes provocadas por ETA, CCAA, GAL, BVE, Triple A y excesos policiales”
La violencia también nos dejó esa otra cara oscura, mal investigada y vergonzante: los malos tratos y las torturas padecidas por miles de ciudadanos vascos a manos de las diferentes policías del Estado. Los dolores son muchos y diversos, pero solo pertenecían a un mismo bando: el de quien no mereció morir, ni ser secuestrado, ni herido, ni desparecido, ni torturado, ni atormentado, ni huido. Tampoco olvidemos los miles de vascas y vascos que abandonaron el país por la amenaza directa de ETA. Nadie debió ser tratado de esa manera injusta y dañina, nadie. En estos tiempos en que para algunos la condena resulta un axioma infranqueable, no está de más denunciar y condenar todas las muertes provocadas por ETA, CCAA, GAL, BVE, Triple A y excesos policiales fuera de su atribución del uso de la fuerza legal. Somos muchas y muchos quienes no tenemos ningún pelo en la lengua en condenarlos y en pedir su justicia, reparación y conocimiento de la verdad. Y es en este punto donde todavía nos falta unanimidad social y política: reconocer que fue un error, que no debió producirse y que hubo responsables de esa violencia por acción y por instigación.
ETA
Maria Jauregi “Desde el cese de ETA vamos perdiendo el miedo a hablar”
Así que, como decíamos al principio, toda esa violencia ha marcado nuestras vidas, al menos la de quienes hemos estado en los primeros círculos concéntricos de la pedrada caída en el agua de la violencia. Es verdad que una parte muy considerable de la sociedad vasca ha vivido desentendida de la violencia de intencionalidad política y, mientras sus vidas y sus entornos no fueran sacudidos por algún acto violento, la implicación y compromiso por la paz no se escuchó más allá de los ámbitos privados de cada cual.
Han transcurrido ya 10 años desde que ETA anunciara su cese definitivo e incondicional. Varias decenas de miles de personas de nuestro país sintieron un inmenso alivio al alejarse definitivamente la amenaza de ser asesinadas. La paz echó a andar y, como si se tratase del campo de batalla tras el final de una guerra, un silencio indeterminado, plomizo, se apoderó de la sociedad vasca y desde algunas instancias se conminaba a pasar página, a crear futuro y a poner la mirada y el hombro en el porvenir de la construcción nacional, como si nada hubiera ocurrido. Otra bofetada más en la memoria de todas las víctimas y otro error en el devenir histórico del país. “Cuando lo peor es el olvido”, en frase de Arantxa Urretabizkaia, referida a las heridas sin suturar de los miles de desaparecidos tras el golpe fascista de Franco.
“Después de nuestros años de plomo y tentetieso, debemos recuperar los testimonios de los agravios padecidos, escuchar o leer las terribles consecuencias de que te asesinen al amor de tu vida y tener que abandonar tu tierra”
Precisamente de esa época hemos aprendido que en la Transición se cometió el gran error del olvido. Los horrores de la guerra y sus posteriores años de escarnio y venganza se aparcaron en las cunetas de nuevo. 80 años después seguimos reparando moralmente a quienes sufrieron desapariciones y vulneraciones. Es por ello que, ahora, después de nuestros años de plomo y tentetieso, debemos recuperar los testimonios de los agravios padecidos, escuchar o leer las terribles consecuencias de verte sin el amor de tu vida porque te lo han asesinado y, encima, tener que abandonar tu tierra para que el odio de otros convecinos no alcance a tus hijos. Porque, además, verbalmente también se apuntilló la dignidad de los muertos. Y así hasta más de mil historias.
Pero nuestras y nuestros jóvenes no conocen casi nada de lo acontecido. Lo vemos en las aulas de la universidad: los diferentes sondeos nos indican que un porcentaje muy elevado de las y los estudiantes ignoran por completo quién fue, por ejemplo, Ernest Lluch, por mencionar un nombre identificable para los adultos. Sin embargo, sí tienen algunos conocimientos de quienes fueron Lasa y Zabala, aun cuando fueron víctimas bastante tiempo atrás. Es decir, nuestros hijos e hijas acaban conociendo lo que se cuenta, lo que ven y leen, lo que se proyecta en una pantalla y se promociona, lo que sale en redes sociales, vamos. Esto demuestra que se ha hablado y tratado muy poco de víctimas como Ernest Lluch, aun siendo una víctima con peso político y arrope social.
Pero, seguramente, lo adecuado en las aulas sería ir hasta el inicio de aquella trascendente decisión de tomar las armas para combatir una dictadura que reprimía a todo el país, no solo a la libertad de la ciudadanía vasca. Este es un punto de inflexión en la discusión sobre el concurso de la violencia en la historia reciente del País Vasco y de España por extensión: la utilidad, la ética, la razón, la humanidad, la referencialidad de otros conflictos, el discurso legitimador, la épica de la clandestinidad, la heroicidad… y, como siempre, al final, las víctimas, las olvidadas y las recordables.
Sobre el papel de resistencia, oposición o, por el contrario, apoyo a la lucha violenta, se está hablando últimamente. Bien, es señal de que podemos debatir sin miedos –aunque con inercias inhibidoras- sobre estos temas tan apegados a los faldones de una mesa camilla tan doméstica e íntima, que nadie externo al hogar podía escuchar hasta hace bien poco.
La sociedad vasca reaccionó como ella es: con pluralidad de sensaciones y maneras. Hubo muchas personas que se mostraron decididamente contrarias a la violencia etarra. De hecho, seguramente se puede afirmar que la mayoría de la sociedad vasca rechazaba el uso del terror. Los años a caballo de 1980 fueron de un espanto violento que nos dejó una decepcionante (y empiezo por mí mismo) reacción social a la violencia. Se convocaron algunas manifestaciones de rechazo a actos concretos: vecinos/as que de forma muy digna pero circunscrita al barrio de la víctima, salían con una pancarta sencilla a decir que no, que ya bastaba de violencia. La izquierda abertzale sí organizó multitud de demostraciones de fuerza y arrope a “sus” víctimas, como ellos solían recriminarnos. La calle era de quien le ponía más testosterona y vehemencia. Era difícil manifestarse en contra de las atrocidades cometidas por ETA. Pero hubo grupos que lo hicieron y acabó conformándose un núcleo de protesta, con un discurso cada vez más elaborado en contra de todas las muertes y en favor de los derechos humanos de todas las personas. A finales de los 80 se funden en la Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria.
“Después de media docena de treguas, de tantas personas masacradas y más de 700 terroristas encarcelados, con el agua al cuello y con un apoyo social muy menguado, ETA decide bajar la persiana”
Los siguientes años hubo una respuesta organizada a los actos violentos, los secuestros, las persecuciones, los asesinatos y las muertes, los ataques a la libertad… y la sociedad vasca tuvo la oportunidad de demostrar ese rechazo en la calle. Cada cual cruzó el Rubicón del rechazo patente a la violencia cuando pudo, quiso, lo sintió o, sin más, pasó de todo, que fue la mayoría. Al final, después de media docena de treguas, de sinsabores y horrores, de tantas personas masacradas y más de 700 terroristas encarcelados, con el agua al cuello y con un apoyo social muy menguado, ETA decide echar la persiana. Lortu dugu, por fin lo consiguió la sociedad vasca.
Cada persona asesinada supuso una hemorragia alrededor, que afectó y afecta muy de cerca a decenas de personas cada vez. La mayoría de las y los ciudadanos vascos conocíamos a alguna persona a la cual le cayó el peso del terror o el castigo de la cárcel. Somos una sociedad, en efecto, pequeña y los sucesos nos afectan en mayor o menor grado, pero nos influyen porque han estado muy cerca, porque se ha matado en nuestro nombre, utilizando el nombre del pueblo vasco, como si alguien pudiera amalgamar en un solo párrafo los anhelos de toda la ciudadanía vasca. Afortunadamente, esta sociedad es tercamente plural, diversa, rica en matices y difícil de definir en una sola frase en lo que respecta a su sentimiento identitario. De esto habrá que hablar con el sosiego debido. Me parece que estamos en una fase curiosa, una especie de transición, practicando una suerte de derecho de indeterminación, como en un déjalo estar que ya tenemos bastante con las crisis y los virus; de hecho, los diferentes sociómetros indican que las identidades variadas, entreveradas y participadas son las más comunes, y que el Estatuto, a cambio de nada mejor, resulta un traje bastante arregladito para los tiempos actuales.
De todas maneras, lo más importante, con respecto a nuestro pasado reciente, es no perderlo de vista porque nos ofrece una serie de ventanas donde asomarnos. Desde ellas podremos observar con cierta distancia -solo cierta, para muchos de nosotros- los grandísimos errores cometidos. Así que bastantes colectivos, fundaciones y movimientos sociales llevamos ya un tiempo promoviendo ciertos anclajes desde los cuales tratamos de trabajar los retos actuales: la reconstrucción social, la reconciliación de quienes resquebrajaron la convivencia por el constante pisoteo de los derechos humanos de sus convecinos y convecinas; la reparación material y social de todas las víctimas (personas asesinadas y sus deudos), los mimbres de un espacio de respeto, convivencia y asentamiento de la paz como escenario incuestionable para establecer cuantas propuestas políticas se quieran hacer desde todas las instancias políticas y sociales; la educación para la paz; la situación de las personas presas para las cuales lo ideal sería promover, desde todas las esquinas de este tablero un camino de restauración y recuperación, con el objetivo de poder reconocer que el delito cometido fue injusto, que se hizo un daño inútil a muchas personas y que queda pendiente una deuda ética con la sociedad; la forma de relatar y transmitir a nuestra chavalería el mensaje de que el diálogo acerca y la violencia aleja y rompe; y otros.
ETA
Un mar de pequeños procesos de paz
Lo que resulta inadmisible es pedir el olvido de los delitos cometidos y la amnesia, es decir, la amnistía. Las y los presos etarras tienen una pena que cumplir. No hay atajos, pero sí recorridos personales muy deseables en aras a una normalidad convivencial. Hay experiencias, como los encuentros restaurativos de Nanclares, y hay reconstrucciones posibles. Cada preso puede dar los pasos que estime convenientes, pero exigir impunidad, amnistía o indultos -como ya lo llevamos oyendo años en nuestras calles- es el camino equivocado para una sociedad que necesita que su sistema legal y democrático garantice la igualdad ante la ley. Ya sabemos que el mismo Estado violó sus propias leyes con delincuentes que entraron y salieron de la cárcel por medio de ilegalidades y cambalaches coyunturales que adulteraron la calidad democrática del país. Un error no justifica otro.
Y ahora nos queda cumplir algunos compromisos necesarios como el de continuar cerca de las víctimas, cerca de cada una de ellas; como decíamos en Gesto, fueron el cuerpo que paró la bala arrojada contra toda la sociedad vasca. Y nunca hubo venganza. Les debemos mucho. Nos queda deslegitimar la violencia del pasado con perspectiva de futuro. Por eso, hay que reprobar los homenajes a los presos etarras al salir de prisión: ahora la izquierda abertzale argumenta que es un acto de resocialización, cuando siempre han sostenido que “sus” presos no necesitaban resocializarse porque nunca habían perdido el aliento del pueblo. Es tiempo también de redactarnos con múltiples testimonios y hechos reales y objetivos nuestra pequeña pero tremenda historia; habrá relatos múltiples y de diferentes orígenes, pero todos ellos deberán llegar a una conclusión compartida: aquello fue un error, fue profundamente injusto y provocó multitud de traumas y heridas. Nunca más. ¿Seremos capaces de confluir en ese relato compartido? Ni baietzean nago.