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En saco roto (textos de ficción)
Perfil muelle
Mientras trataba de no dormirse en una reunión en la que cada intervención competía en vacuidad con la anterior, Esther Medina, creadora de contenidos de la empresa, esbozó en un folio el perfil de un personaje con el que se había encontrado unas cuantas veces a lo largo de su vida laboral: “Viste un traje gastado de Nochevieja adolescente, imposta la voz como si quisiera escucharse por encima de su auditorio, agranda los ojos para dar a entender lo mucho que le interesa el asunto tratado, se coloca el puente de las gafas como quien apuntala el rictus de una máscara, se enreda en circunloquios, apenas escucha, mira sin ver nada, toma notas esquemáticas que nadie podrá entender, tiene una letra pequeña e inimitable, parece a punto de desvanecerse y, entonces, salta con un discurso afilado, unas palabras que dejan sin resuello a sus interlocutores. Ha acertado en su ataque y ahora recula. Pide disculpas y está a punto de irse”.
Ese perfil pegajoso no se evapora de la mente de Esther Medina, que cada vez tiene menos claro en qué consiste su puesto de creadora de contenidos de una empresa que está en empeñada en no crear nada. El objetivo que persiguen sus jefes se resume en pasar desapercibidos para seguir explotando el beneficio de un producto obsoleto que, nadie sabe muy bien por qué, aguanta en el mercado.
Esther escribe y publica. Pero es difícil escribir y publicar para no decir nada. Por eso cada vez dedica más tiempo a observar las andanzas del directivo al que todo el mundo teme, ese hombre al que cree que ya se ha encontrado muchas veces en otros lugares, con otros nombres. Analiza sus gestos y los describe. Por ejemplo, anota: “Perfil muelle. Ojos saltones, sonrisa dura, aprieta la mano demasiado al saludar, inclina el torso sobre la mesa de la sala de reuniones y apunta con el bolígrafo a un lugar imaginario donde está representada su idea de cómo deberían ser las cosas. Su presencia en la empresa quiere ser circunstancial —incluso accidental—. Está entre nosotros por un error del sistema, pues sus conocimientos y ambición deberían haberlo llevado a otro lugar si las cosas fueran como debieran. Nos hace un favor. Desciende al mundo de los mortales que miran el horario y sueñan con el viernes. Sus sueños de grandeza están teñidos con la negrura de un estudiante que copia y no deja que le copien, que susurra al oído del más bruto las maldades que espera que sucedan”.
Escribir y publicar. “Mejor no pensar”, se dice a sí misma Esther mientras encara la recopilación de fuentes para un nuevo texto. “Estudias para pensar y tener algo que decir. Y encuentras un trabajo en el que aprendes a no pensar y no tener nada que decir”, se dice, aunque no quiere oírse. Porque si dijera lo que piensa, si escribiera alguna vez lo que de verdad cree, todo saltaría por los aires. O no. Puede que todo siguiera igual.
Son las cuatro de la tarde de un jueves. Esther acaba de publicar un texto sobre los entornos digitales como oportunidades de desarrollo corporativo. Entonces, cuando está a punto de recoger para irse, recibe una llamada interna. Al otro lado, la voz del hombre con forma de muelle. Esther no entiende bien los detalles de la conversación, pero sí el día y la hora de la reunión a la que queda emplazada: será al día siguiente, viernes, a las 12 h en la sala de presentaciones.
La sala de presentaciones es un espacio amplio de unos diez metros de largo por seis de ancho. Los dos lados menores del rectángulo sirven para cometidos distintos: en uno está ubicada la silla presidencial y en el otro, una pantalla. Uno de los lados mayores tiene una cristalera con el logo de la empresa en tonos grises. Esa cristalera permite que los empleados de la planta puedan intuir lo que ocurre en la sala. En el otro lado mayor, la pared llega hasta media altura y en la parte superior se abre un ventanal (cerrado) desde el que se ve la colección de pequeños rascacielos de la ciudad. La moqueta es azul.
Ha llegado el mediodía del viernes. Esther camina hacia la sala de presentaciones y se siente observada. Cuando intenta abrir la puerta, se da cuenta de que está cerrada. Entonces se gira y ve que la puerta del despacho del hombre muelle está abierta y el despacho, vacío.