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En saco roto (textos de ficción)
La firma
Como había leído que el Premio Nobel no dedicaba libros, tratar de conseguir la firma del Premio Nobel se convirtió en una suerte de deporte que practiqué durante tres años. Estuve a punto de lograrlo en unos cursos de verano, pero un director —o alguien con un cargo parecido— se interpuso en el último momento. Lo intenté en varias presentaciones y conferencias, pero el enjambre de agentes literarios, periodistas y curiosos me alejó siempre del Nobel, que parecía caminar rodeado de un séquito compacto de gentes sonrientes que lo llamaban maestro. Una vez creí cruzármelo en la calle Mayor a primera hora de un sábado. Pero entonces me di cuenta de que no tenía un libro suyo y, según se acercaba, me di cuenta también de que no era él, sino un hombre de gran envergadura y porte elegante que sin duda se sabía un doble del escritor.
En algún momento de aquellos tres años de la segunda década del siglo XXI, renuncié. Me convencí de que no tenía sentido perseguir la firma del autor esquivo e incluso sentí una ligera compasión ante mi papel de perseguidor, de lector acechante con un bolígrafo presto para que, por fin, el Nobel estampara su firma. Todo empezó a parecerme una mala broma y una pérdida de tiempo. E incluso, llevado por el hábito de pasar de un extremo a otro, empezó a resultarme penosa esa costumbre fetichista de recopilar firmas y buenos deseos. Tanto me asenté en la nueva posición contra las firmas que me deshice de algunos libros firmados por autores que habían dejado de interesarme. Ahora me arrepiento.
De modo que, cuando ya casi terminaban los tres años de práctica deportiva —de buscar sin éxito la firma del Nobel—, en realidad era un deportista que había dimitido de sus funciones. Me dedicaba a convencerme de que era mejor leer que perseguir autógrafos. Trataba de huir de mi pasado, pero sin lograrlo. Entonces, un día recibí, aún no sé muy bien por qué, una invitación para un acto en el que el Nobel daría a conocer su visión sobre la reciente obra que un colega había dedicado al Inca Garcilaso de la Vega. Confirmé sin pensarlo. Y enseguida me confirmaron que habían recibido mi confirmación. El encuentro, más o menos privado, tendría lugar una tarde de junio en la sede de una fundación.
Y llegó el día. Y allí me planté con mi libro y el bolígrafo. La sesión, que fue una conversación preparada, duró una hora. El Nobel dio muestras de mantener una lucidez y unos reflejos casi intactos. Eso sí, al cabo de una hora se le notaba cansado, algo más espeso a la hora de elaborar su discurso. Cuando terminó el acto, comprendí que aquella era la ocasión idónea. Supe también que era muy improbable que se repitiera. El elegido grupo del auditorio lo componían hombres y mujeres que miraban de forma reverencial al Nobel, pero que, al mismo tiempo, intentaban tratarlo de colega. Era evidente que nadie le iba a pedir una firma. Habría parecido un gesto descortés y mundano. Así que a esa descortesía mundana me entregué y, cuando el Nobel abandonaba la sala con paso lento y empezaba a bajar las escaleras, me acerqué mucho a él, le expliqué lo mucho que lo admiraba y situé el libro abierto y el bolígrafo muy cerca de su mano derecha. No tuvo escapatoria. Alzó la vista para ver quién era el intruso y firmó en el libro como quien firma un recibí. Me pareció que algunos patronos de la fundación me observaban con envidia o con odio —tal vez con ambas cosas—. Estuve a punto de caerme por las escaleras. Solo lo evitó un bedel que pareció preocupado por mí y por el Nobel, al que casi atropellé en mi amago de caída.
Tengo el libro firmado. Lo he guardado siempre con cuidado y de vez en cuando lo miraba para recordar la escena. Aunque, mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que sería más oportuno cambiar el tiempo del verbo. Tenía el libro firmado. Sé que siempre lo cuidé. Sin embargo, en mi última e inesperada mudanza no he sido capaz de encontrarlo por ningún sitio. Sirva por tanto este cuento como llamamiento para recuperar el libro firmado. Si alguien lo encuentra, lo reconocerá porque la firma del Nobel tiene el trazo inseguro de quien ha sido sorprendido en unas escaleras y teme ser atropellado por un tipo que le dice lo mucho que lo admira.