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A solas con tu nombre, contra el portal resplandeciente,
a solas con la herida del exilio desde tu nacimiento,
a solas con tu canción y tu bujía de sonámbula para alumbrar los rostros de los desenterrados;
porque ésa es la ley.
A solas con la luna que arrastra en las mareas del más alto jardín de la memoria
Olga Orozco, Sol en piscis
Caminábamos por la calle de Santa Isabel cuando escuchamos el eco de las voces. El ritual había comenzado. Apretamos el paso hasta llegar a la librería Mary Read, doblando la esquina. Allí, entre las calles de Marqués de Toca y San Ildefonso, cerca del corazón de Madrid, una multitud celebraba a Roberta Marrero, nuestra diosa travesti. El aquelarre desviado formaba un círculo, cortando la calle y ocupando las aceras. Mientras tanto, el micrófono abierto pasaba de mano en mano, de boca en boca, haciendo resonar los versos de Roberta. Como un bucle, como un mantra, las imágenes de sus libros iban poblando esa estrecha esquina de la ciudad. Hombres de barbas frondosas, chulos y divas, axilas que se transforman en flores, semen que se esparce como chucherías. Mitad humana mitad pez / Caigo presa de mi propio cántico. Toda una polifonía queer evocando su voz, única e inimitable –una pantera y un ciervo–. Además de conmovidas, en aquel momento estábamos poseídas: era como si ella estuviese presente, habitándonos por dentro, acariciando nuestras gargantas y prendiendo un fuego en medio de la tarde. Todo fuego debería arder para siempre.
Dentro de la librería, en La Bodega, libreras y amigues habían preparado un espacio más íntimo para la despedida, una capilla trans en la que se podía ver a la Marrero –proyectada sobre el muro– cantando en directo “Humano, demasiado humano” o “Acostumbrada”. Entre canción y canción nuestra amiga se prodigaba en guiños y flirteos, provocando al público de aquel concierto de 2008 con esa mirada y ese gesto tallados que desarmaban a cualquiera (Mi bolso es un arma, mi cuerpo es un látigo, soy la hija / de Afrodita, me maquillo los ojos con oro y con sangre / mi boca). Permanecimos allí un rato, compartiendo el silencio, los comentarios, las lágrimas y las risas. Cuando quisimos darnos cuenta, nos habíamos fusionado con el público de aquel vídeo que no dejaba de venerarla como la virgen gótica y trava que era. Santa Roberta de Lavapiés. Bañada con nuestras lágrimas, ungida en vino y afeites, elevada a los cielos y acariciada por tanta loca, tanta marica muerta. A más de une nos pareció que en cualquier momento bajaría por las escaleras para decirnos que todo era una broma. Pero no fue así. No.
Irse de todos los lugares. Eso es ser travesti, dice la gran Camila. Y tú le has tomado la palabra a pies juntillas. Fugándote, esta vez para siempre, dejándonos tan huérfanas y parias. Tan pequeñas a tu lado. Con tus versos como único refugio.
Santa Roberta de Lavapiés. Bañada con nuestras lágrimas, ungida en vino y afeites, elevada a los cielos y acariciada por tanta loca, tanta marica muerta.
La Santa compaña queer siguió con la lectura colectiva hasta el final de la tarde. Algunes de negro riguroso. Muches con los labios pintados de rojo, como marcaba el protocolo. La gente se arremolinaba tanto dentro como fuera, intentando también arrullar a sus bellos amores, Inés y Víctor, cuyas miradas estaban cargadas de cansancio y desconsuelo, de estupor ante lo sucedido, de esa ternura infinita que nos deja el duelo, manto silencioso que nos retorna a la infancia. Hubo momentos en que los coches no podían pasar y directamente tomaban otra calle para evitar nuestro tumulto de desviadas y lilas. Otras veces nos tocó apartarnos y observar su sorpresa ante nuestra celebración travesti –nadie les había advertido de que en aquella esquina y durante aquella tarde se conmemoraba a una diosa y vecina del barrio de Lavapiés–. Lo cierto es que, a lo largo de todo el homenaje, pareció que el tiempo de la ciudad se suspendiera por unas horas. Ese tiempo de barrio turistificado y gentrificado, de trolleys y consume-hasta-morir que devora el centro. La Marrero, su sombra de ojos y rojo infinito de labios nos sacaron del tiempo, nos desencajaron, propiciando un acontecimiento en el que toda una comunidad pudo abrazarse, quererse y restañar sus heridas –el tiempo queer de la vulnerabilidad y lo común frente al ritmo incesante e individualista del consumo–. She loved us all.
***
Estamos aquí para ser escritas. Para ser eternas.
Camila Sosa Villada, Las malas
La calle de Santa Isabel tiene una caída en cuesta que desemboca en los muros del antiguo Hospital, hoy sede de un conocido museo. Algunas fotos de comienzos de siglo XX nos muestran un abigarrado barullo de gente entre los puestos del mercado tomando la acera. Entre los adoquines y tiendas, las aves, cochinillos y baratijas se mezclaban sin pudor alguno. Esta transitada pequeña arteria del barrio madrileño ha ido cambiando de rostro en muy poco tiempo. Sabemos de sobra lo que suponen los procesos expropiadores de la gentrificación. Intuimos sus primeros síntomas. De repente, aparecen los primeros moradores extraños, algunas fachadas de tiendas inician la temida transformación. Y cuando queremos darnos cuenta, la plaga de langostas con acentos europeos y prepotencia blanca nos ha arrasado. Ya pocos lugares son reconocibles. Mientras nos agarramos como garrapatas a una memoria que se esfuma a la velocidad imparable y despiadada del capitalismo.
Fue en esta mítica calle donde vimos por última vez a Roberta. Ella vivía en uno de sus portales y formaba parte de nuestro tejido amoroso, vecinal y urbano. Y es que las ciudades son mucho más que ese vaivén anónimo de transeúntes dispuestos a consumir: también son urdimbres de afectos, de alianzas y encuentros, tramas diversas que se construyen desde la sencillez de lo cotidiano. Una librería LGTBIQ+, tu bar favorito y una pequeña plaza pueden formar toda una constelación de vínculos.
Hay personas que te atan a la vida, que te hacen sentir menos sola en el desierto de cemento que es una urbe ya sin rostro. La memoria es una bruma con luciérnagas, reza uno de sus versos más bellos. Y Roberta era esa suerte de luminosidad, de relampagueo, irradiante pelo blanco, pétrea amazona gótica, que siempre nos acogía con una sonrisa, enfundada en unos pantalones negros, camisa vaquera, haciendo gala de esos pómulos a lo Bowie. Era ella quien hacía habitables estas calles. Incluso, nos llevaba de la mano al interior de las iglesias del barrio y alrededores, retratando todo el arte sacro desde lo íntimo y lo voluptuoso. Se mezclaban en Roberta las imágenes de altares, retablos, columnas y santas: como las del maricón de San Sebastián atravesado por mil flechas, con ese cuerpo que a tantas y a tantos invitó al pecado, desde Wilde hasta Mishima. Tanta santa puta, tanto ángel con pluma. Como bien sabía Paco Vidarte, otra marica muerta del barrio, otra plebeya con sol en Piscis, ni los confesionarios aguantan la ley del deseo.
La calle se ha quedado muda desde su partida. Y ahora solo queremos rebautizarla. Dejar la impronta de su nombre: Santa Roberta Lucía.
***
Pensar la comunidad de los vivientes no es nunca algo distinto
a pensar lxs muertxs en común.
Vir Cano, Dar (el) duelo.
Hay meses que se visten de luto. Desde el otro lado del océano nos llegaba la terrible noticia del lesbicidio de Pamela Cobbas, Mercedes Roxana y Andrea Amarante en Barracas. El 17 de mayo, cuando íbamos en un taxi a la vigilia que se había organizado en la Embajada Argentina, la muerte se cruzaba de nuevo con nosotres. El taxista, un joven palestino oriundo de Ramallah, se fijó en la Kufiya de nuestra amiga Fefa y comenzamos a conversar sobre el genocidio de Israel en Palestina –solo pudimos escucharlo y brindarle todo nuestro apoyo–. En medio de la conversación nos sorprendió la noticia, partiéndonos la vida. La muerte siempre irrumpe imprevisible. Nuestra amiga y vecina Roberta se había ido. Todo se mezcló en nuestra mente. Como un vértigo. Nos sentíamos mareades entre las voces del interior del taxi, los ruidos del afuera y las luces de la ciudad. Un sentimiento irreversible de ausencia nos devoraba por dentro y nos masticaba poco a poco.
Al salir del taxi escuchamos el griterío de la vigilia. El aire pesaba más de lo habitual, como si estuviese poblado de ceniza y una fuerza de gravedad tirase de nosotres hacia abajo. Parte de esa energía tenía que ver con la indignación colectiva, con la denuncia del lesbicidio y la rabia ante el clima de odio que Milei ha instalado en la Argentina. Dentro de aquella atmósfera de dolor e ira, de tristeza y solidaridad, se coreaban los nombres de las asesinadas seguidos de un “¡Presente!”. Pero en la comunidad que se afirmaba a través de aquella vigilia, haciendo del duelo una protesta, de la protesta un abrazo y una proclama de resistencia, otro duelo se iniciaba. La ausencia de Roberta comenzaba a hacerse patente en las caras de varias amigas y conocidas congregadas frente a la embajada. Las lágrimas se hermanaban en el aire y sobre la piel con el recuerdo imborrable de nuestra travesti, la zorra de Jesucristo, la mujer escarlata, la Dietrich, la Garbo, la Crawford, nuestra Oscar Wilde y Aleister Crowley.
Hay muertas que hacen temblar el sistema. Hay políticas post-mortem que generan alianzas, que nos abrazan fantasmales y crean una comunidad de dolientes.
La filósofa Sayak Valencia habla de las alianzas post-mortem y nos propone una política trans-mortem. Supone esto una resignificación del espacio del duelo y una concepción del mismo que rompe con cualquier tipo de idea individualista de estos procesos. Se trata, además, de otorgar a lxs muertxs algo así como una agencia política. Valencia nos relata el caso de Paola Sánchez Romero, mujer trans y trabajadora sexual, asesinada impunemente en la Ciudad de México por un cliente que sería puesto en libertad apenas dos días después de los hechos. Ante la injusticia, sus compañeras y amigas, que llevaban el ataúd de Paola hacia el cementerio, decidieron sacar a la muerta como señal de protesta. “Esta comunidad trans de sexoservidoras decide manifestar el cuerpo muerto para llamar a la producción de una alianza, aunque sea instantánea, de una ontología social corporal”. También Lemebel nos describe algunas procesiones fúnebres de locas y travestis que irrumpen en las calles de un Santiago ya dictatorial, procesiones abigarradas, coloridas, destartaladas e hiperbólicas que desafían la grisura de los milicos. Porque hay muertas que plantan cara al poder y a sus lacayos. Hay muertas que hacen temblar el sistema. Hay políticas post-mortem que generan alianzas, que nos abrazan fantasmales y crean una comunidad de dolientes.
El pasado 17 de mayo, el duelo se hizo presente en esa calle de Madrid, que se llenó de velas, pancartas y proclamas. Se pobló de gritos y rabia. Se impregnó con nuestros cuerpos y afectos. Ese día que, según marca el calendario, se celebra el día internacional contra la homofobia, la transfobia y la bifobia, nuestras gargantas estaban quebradas, las lágrimas se compartían en los abrazos. Las muertas generaron una política afectiva, tomaron la calle, nos empujaron a politizar tanto dolor, a denunciar tanta injusticia. Una semana después volvimos a colectivizar la muerte, a tomar la calle, esta vez para poblarla de poemas y canciones, de afectos y amores. Porque bien lo dice uno de tus últimos versos, la herida estará abierta, pero solo para que beban los pájaros. Roberta, we all love you.