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Filosofía
La comunidad ensoñada
Choronzon: Soy la antivida, la bestia del juicio. Soy la oscuridad al fin de todo.
Fin de universos, dioses, mundos... de todo. ¿Y qué serás tú, soñador?
Sueño: La Esperanza.
Neil Gaiman, Sandman
I
Sueño y revolución es una obra que debe leerse con todo el cuerpo. Se necesitan los ojos, la piel, las vísceras, el sexo, la lengua y la imaginación para atravesar su sinuosa materia. Es un texto escrito desde la carne, pleno de deseo y afirmación vital, un contrapunto liberador en medio de un contexto atrapado por el gris de la melancolía. También es un firme ejercicio de resistencia. Cuando el mundo conocido se quiebra e incluso la intimidad se tiñe de una atmósfera ominosa, en lo más insondable de la psique ―en los sueños― surgen fuerzas que reclaman al sujeto: una extraña multitud le invita a salir de la inercia y aventurarse por sendas desconocidas y peligrosas. Sendas de las que no se puede salir impune, pero que vuelven a vincularnos con la vida ―ya sea a través del vértigo, el placer o las heridas―. La voz que nos acompaña a lo largo de esta ensoñación pandémica no nos expone tanto a un discurso como a una experiencia ―carnal, filosófica―: una inmersión onírica que traza una tensión constante entre el inconsciente y la sociedad, entre el sueño y la vigilia. Entre un adentro y un afuera continuamente evocados por una palabra que los expone, los enhebra y finalmente los transfigura. El discurso se convierte así en un topos mestizo, abierto a que se manifieste algo que no pertenece ni a lo onírico ni a lo real, pero que insiste en irrumpir y convocarnos para ensayar sobre nosotros otras lógicas, otras máscaras, otras figuras. Y desde ellas, desde su consistencia filosófica, responder a un mundo azotado por la violencia, la muerte y el dolor.
La autora ―Carolina Meloni― nos hace transitar por paisajes oníricos que guardan resonancias entre sí, pero que no se dejan atrapar en una estructura fija. Ni siquiera cuando hayamos completado el recorrido del libro, podremos reconducir todo el itinerario al desarrollo de un relato estable y definido: descubriremos cadencias, floraciones, olores, humedades e imágenes ―falos de estrellas, coños de alquitrán, muertas agraviadas, nidos― que nos reenviarán de una escena a otra, brindándonos algunas claves para atravesar esta exuberante cartografía de ensoñaciones. Sin duda, el psicoanálisis tradicional fracasará a la hora de interpretar esta madeja de sueños entrelazados, no sólo porque parte de los mismos sean ficciones atravesadas de realidad, sino porque el inconsciente que vibra por debajo de todos ellos se resiste a ser reducido a una mera novela familiar. De hecho, si aparece el nombre del padre en el texto, este no se revela tanto como mot d’ordre sino más bien como ocasión de ruptura y apertura al horizonte de la ensoñación ―tal y como sucede en el capítulo de Casa tomada―. Allí la figura espectral paterna no marca un límite, sino el inicio de un viaje que abandona el repliegue individual, la triangulación edípica clásica, para fusionarse con una dimensión desubjetivadora y colectiva. El inconsciente se torna selvático, abundante y expresivo. Entonces quiebra los diques, invoca su propia mitología y la plasma a través de una oniropoiesis singular, forjada de fragmentos que involucran la historia, la poesía, la filosofía, la política, el chamanismo y la sexualidad. Toda una ontología bastarda que busca hacer hogar en un tiempo de incertidumbre.
Filosofía
Casa tomada: ¿y si nuestras pesadillas anuncian la revolución?
No obstante, y para ser justos, hay una dimensión de la interpretación psicoanalítica de los sueños que puede aproximarnos a las fuentes de Sueño y revolución. Y es aquella que remite al deseo. En la Interpretación de los sueños (1900), Freud afirma que los sueños son realizaciones de deseos; pone ejemplos muy diversos: algunos implican exigencias somáticas, soñar con beber agua cuando se tiene necesidad de ello, otros aluden a anhelos diurnos ―el niño que continúa con sus juegos y placeres mientras duerme― y también a represiones libidinales, objetos que no pudimos alcanzar durante la vigilia pero que el mundo onírico nos brinda. ¿Pero cómo abordar desde esta perspectiva una serie de ensoñaciones y ficciones que no encajan del todo en el “trabajo del sueño”? Para empezar, renunciando al inconsciente familiar (repliegue familiarista), al deseo como una polaridad individual (repliegue individualista) y carencial (repliegue fantasmal), ya que, como demuestran los escenarios de la obra, el sueño y el deseo son multitudinarios. La libido es productiva y busca su expresión de manera creativa ―siempre impulsada por los ritmos del ello (Das Es)―. Sin embargo, aunque el sueño solicite vehementemente al mundo de la praxis, su contenido difiere del mismo. Si bien, como revela la autora, puede albergar aspectos críticos respecto de las relaciones de poder que disciplinan la vigilia y también elementos prefiguradores: anticipaciones oníricas que conducen a estrategias de liberación. Y es esa encrucijada, esa tangente en la que deseo, sueño y vigilia se tocan, la que conviene interrogar desde lo que podríamos denominar como un psicoanálisis salvaje. Una lectura que no busca descifrar el deseo “oculto” tras la palabra, pues este se encuentra expuesto, sino navegar su intensidad y explorar sus implicaciones políticas: su pulsión utópica.
II
El viaje comienza con el asedio implacable de la pandemia. El confinamiento, las medidas de distanciamiento, el miedo, la muerte, la sensación de soledad y una melancolía creciente desbaratan el mundo. Ni siquiera el hogar, nuestra cartografía más íntima, parece seguro ante la violencia de la peste del siglo XXI. Mientras tanto, el cuerpo absorbe el impacto y la psique trata de descifrarlo a tientas. Es entonces cuando el inconsciente reacciona: poblado de espectros y abrazado por duelos, trata de fijar el campo onírico a figuras biográficas fantasmales ―el padre, el amante perdidos―, en una estasis depresiva y amenazadora. La huida ante la visión de los restos putrefactos del padre, descubre un armario desvencijado que, al abrirse, se desborda atestado de ratas ―símbolos clásicos de la muerte negra―. Se produce entonces una decisión ante esa puerta o umbral: ¿Volver a huir y quedar atrapada en la espiral del duelo o atreverse a franquear la sombra para arribar ―como dijo Valente una vez― al otro lado de la sombra del sueño? La segunda opción conlleva riesgos, pero el inconsciente se niega a quedar reducido a estructuras edípicas y románticas, asume una máscara zoomorfa y se fusiona con la manada de ratas: flujo de apertura a una dimensión deseante, creadora y colectiva. El anhelo de emancipación frente a la catástrofe biológica y social, resuena también en lo más profundo del sueño y se afirma como horda y multitud buscando sus propias vías de liberación.
La voz que nos acompaña a lo largo de esta ensoñación pandémica no nos expone tanto a un discurso como a una experiencia ―carnal, filosófica―: una inmersión onírica que traza una tensión constante entre el inconsciente y la sociedad, entre el sueño y la vigilia.
¿Pero qué genera la pandemia y su contexto político en nuestros inconscientes? ¿Cómo afectan el autoritarismo y la incertidumbre a nuestra vida psíquica? ¿Y cómo se traduce todo ello en nuestra forma de soñar? El sueño de una casa que se disuelve y se desarma entre nuestros dedos, evoca el trabajo de Charlotte Beradt sobre Los sueños en el Tercer Reich. El sueño se revela así como un enclave privilegiado que traduce y expresa en sus contenidos el peso de la maquinaria política del totalitarismo. Anuda lo macro y lo micro, mostrando cómo el fascismo se infiltra en la vida de la gente, colonizando su imaginación y su inconsciente. Brazos que se independizan de los cuerpos realizando el saludo fascista, cuerpos que se convierten en plomo para huir de la vigilancia nazi y una extraña sensación de transparencia afloran, instalándose en el mundo onírico de los subordinados. Se trata al final de habitar un mundo sin paredes: un panóptico del poder total.
A partir de esta micropolítica de la ensoñación, que bebe de Suely Rolnik y Félix Guattari, la autora se interroga por el presente y sus paradojas: si la figura onírica del Tercer Reich era la de la transparencia ante el poder, la nuestra es la del encierro y la compartimentalización. Siguiendo a María Galindo, la cuestión que se plantea la autora es la de cómo construir una comunidad que nos ampare cuando toda socialización se encuentra suspendida, todo encuentro proscrito y el eros ético y político encapsulado. ¿Qué significa aquí desobediencia y cómo se conjuga con una crisis biológica y social de tal magnitud como la actual? La cuestión queda abierta, del mismo modo que la interrogación colectiva por la comunidad ―un elemento recurrente en el catálogo de sueños y reflexiones del texto―. Pero en lugar de quedarse paralizada por las contradicciones o los problemas, la obra nos invita a seguir soñando. Sin miedo.
III
Si atravesar el umbral de un armario repleto de ratas asumía el vínculo de la soñadora con la animalidad, las Teriantropías que esboza suponen una transfiguración de ese devenir multitudinario en un vínculo monstruoso. Monstruosamente hermoso, monstruosamente vivo: lo teriantrópico expresa una política somática de las alianzas, invoca imágenes zoomorfas, vegetales y minerales desde el sueño y la fabulación ―a medio camino entre lo real y lo onírico―. Estamos ante cuatro relatos sobre agenciamientos simbióticos que se remontan sobre la peste contemporánea y los límites impuestos por la misma. Pero también, y sobre todo, ante cuatro refugios contra natura y a contracorriente, imaginados y enunciados desde la urgencia de la carne, el deseo, el placer y el juego. “Estos fragmentos, pues, deben leerse como un juego, especulativo, afectivo, imaginativo y erótico-político” ―nos recuerda Carolina Meloni―. La pulsión que atraviesa todas estas imágenes ―en las que tentáculos, jaguares, líquenes, nenúfares, gusanos y polillas cohabitan sin pudor― es la de la metamorfosis, una transformación subjetiva y existencial que sólo puede llegar de la mano del otro. Se trata, por tanto, de ensayar un movimiento que nos cuestiona como individuos y desafía el orden tradicional de los intercambios sexuales y afectivos en el capitalismo contemporáneo. En lugar de domesticar a la bestia (Therion) del Ello y retroceder ante su voracidad, debemos desatarla para que invente mundos posibles con otras bestias. Sin importar las transgresiones. O mejor, cuidando de las mismas y su fulgor singular.IV
Si las teriantropías de Sueño y revolución condensan lo que podríamos denominar como la “pulsión utópica” de la obra, Nidos y constelaciones canaliza la energía de esos cuatro enclaves onírico filosóficos en el presente. ¿Cómo mudar de piel y tejerle una trama alternativa al mundo a través de esas figuras? ¿Cómo hacer hogar a partir del sufrimiento y la melancolía que sacuden la sociedad? ¿Y cómo habitar y transformar una realidad sumergida en el encierro y el aislamiento? Todo comienza de nuevo con un sueño: María Galindo se adentra en una morgue de la Paz (Bolivia) y es recibida por innumerables mujeres muertas y desposeídas. Asesinadas por la pandemia, violentadas en vida por las opresiones raciales, por el machismo y la miseria, le cuentan sus agravios y testimonios a María. Sin embargo, estas mujeres rompen el anonimato para advertir, aconsejar y reclamar justicia, para señalar que la ausencia de comunidad es lo que ha terminado con ellas. Las lágrimas de las muertas ―lágrimas color turquesa― se convierten en el nexo simbólico de dolores y sufrimientos pasados, pero también evocan esperanzas y anhelos colectivos. De nuevo, aparece la transfiguración de la muerte en vida, de la memoria herida en futuro. Un intento de encontrar el humus que fertilice la acción y el cambio en un presente adverso.
En El virus de la vulnerabilidad, la autora reflexiona sobre el impacto provocado por la pandemia en el cuerpo: no sólo el virus anida en nuestras debilidades somáticas y las aprovecha para debilitarnos, sino que las medidas para protegernos de él fragilizan nuestros vínculos, despojándonos en buena medida de la posibilidad de ser con las otras y los otros. A una vulnerabilidad biológica se le suma una íntima y colectiva. El problema es que para cambiar las cosas ―esa terrible distribución del dolor y la miseria―, es preciso apelar a lo común. Y la comunidad sólo puede florecer en el entre, en la piel que roza otra piel, en la exposición mutua ante los demás. ¿Cómo puede superarse este obstáculo en tiempos de pandemia? ¿Cómo vincularse cuando la corporalidad del otro se encuentra bajo la sospecha del virus? El reto es difícil, ya que los espacios que habitamos y hasta nuestra propia piel se han convertido en algo siniestro (Unheimlich) y extraño (Fremd). La vida se torna hostil e interiorizamos esa hostilidad. Es necesario que desde la inmediatez de lo micropolítico se abra una grieta que invoque la exterioridad, las condiciones de la comunidad, para “reiniciar el sistema” y romper con su autoritarismo creciente.
En Esa constelación anímica de la revuelta, se abordan las consecuencias afectivas y existenciales generadas por la propia pandemia: la desrealización de los vínculos, la virtualidad de las comunicaciones y lo súbito de la experiencia confinada, convierten el pasado más reciente en algo irreal. Al descorporeizarse nuestras relaciones, se genera una pobreza de mundo vital y anímico, una indigencia sensorial y física directamente proporcionales a la hiperconexión en la red. El problema es que esta retirada de lo real y lo táctil, no deja de oscilar en torno a la fractura traumática de la antigua cotidianidad. Así, las subjetividades son asediadas y empobrecidas por el temor y la paranoia. El resultado no puede ser otro que la melancolía. Retomando la clásica distinción freudiana entre duelo y melancolía, la autora nos lleva a explorar pulsiones latentes en lo melancólico que pueden transfigurarse de manera crítica y rupturista. Politizar la melancolía pasa por hacer de ella un asunto público, por volcar esas energías hacia el exterior: se trata de preguntarse por el origen social del malestar y abordarlo en común. Pero la paradoja insiste en hacerse presente: ¿cómo hacer público ese malestar en medio del entumecimiento colectivo? Siguiendo a Derrida, la autora nos invita a hacer un para(ná)lisis (paralyse) de la situación: introducir el vértigo y la afirmación en la parálisis, no asumirla sin más, e intentar transformar los afectos melancólicos en armas para socavar los bloqueos del presente.
Filosofía
Coños de alquitrán
Coños de alquitrán revisa la textura del relato apocalíptico ―tan habitual en tiempos de pandemia― para darle un carácter transgresor. De nuevo los sueños irrumpen y violan toda distancia en medio de la catástrofe: el deseo de dos mujeres se encuentra en las sucias entrañas de la metrópolis, el horror pandémico se quiebra, el placer se anuda con el placer y navegamos la incertidumbre en compañía. La experiencia de un tiempo que aparece a las puertas del fin, de un abismo del que poco sabemos, incitan al sueño a deshacerse de la asepsia pandémica y sumergirse en el otro ―en su saliva, en sus pliegues y éxtasis―. La autora nos habla de construir comunidades erótico–políticas, pequeños momentos, refugios diminutos, enclaves deseantes, para atravesar un tiempo vestido con ropajes apocalípticos: una micropolítica del deseo y el encuentro. De nuevo, otra convocación a una comunidad desde sus elementos más básicos ―el eros fundamental―.
Casa, tierra, mundo buscar proyectar todos los elementos abordados en Sueño y revolución sobre una praxis posible, una práctica iluminada por la potencia onírica revelada hasta ahora. Pero ante todo es una crítica del individualismo y el capitalismo contemporáneos, apoyados en una visión del mundo antropocénica que todos los días nos muestra su desastre ―la pandemia es sólo un síntoma más de la decadencia de este sistema y esta mirada―. Se trata de pensar una praxis, una revolución, pero renunciando a los relatos revolucionarios conocidos: afirmar una autonomía e independencia colectivas que retan al capital y al Estado, generando una potencia cooperativa que se niega a plegarse a sus mandatos. Siguiendo a Raquel Gutiérrez Aguilar y John Holloway, la autora sitúa la transformación colectiva en un doble movimiento: por un lado, el trastocamiento de los fundamentos materiales y simbólicos del orden, por otro, la fuga y la creatividad respecto de lo instituido. No se trata, por tanto de tomar ningún poder, como en el siglo XIX y XX, sino de generar constelaciones políticas, comunitarias y afectivas autónomas, formas de producción y reproducción de la vida que cuestionan los fundamentos del capital y el Estado. La constelación y la casa (la tríada casa, tierra, mundo) nos habla de una nueva política de las alianzas lejos del capitalismo, el patriarcado, la violencia colonial y la mirada antropocénica. Construir hogares simbióticos desde la vulnerabilidad y la alegría, desde el duelo y la emancipación ―asumiendo todas las aristas que contienen la figura de la casa y la memoria―. Romper con cualquier ilusión individualista y reivindicar el cuidado como dimensión primordial de lo humano.
No se trata, por tanto de tomar ningún poder, como en el siglo XIX y XX, sino de generar constelaciones políticas, comunitarias y afectivas autónomas, formas de producción y reproducción de la vida que cuestionan los fundamentos del capital y el Estado.
V
Lo indomable, último sueño, regresa al principio como un ouroboros. Nos devuelve a la fusión de la soñadora con una manada de ratas, con la potencia animal e inconsciente que impulsa todos los viajes oníricos contenidos en Sueño y revolución. La negativa a quedar atrapada por los fantasmas de la melancolía, la subversión inicial y el paso hacia lo desconocido, desembocan en un exuberante magma de ensoñaciones que atraviesa el gris de la pandemia. A partir de este flujo irreal, Carolina Meloni se ha atrevido “a pensar en cómo atravesar el apocalipsis construyendo mundos conjuntos”, impulsándonos a “tejer colectivamente emplazamientos y habitáculos de amparo y abrigo” desde “el cuidado, el amor y la sexualidad”. La soñadora ha pasado por todo tipo de transformaciones, mutaciones, duelos y momentos extáticos, ha devenido bestias y forjado complicidades híbridas con seres fantásticos, emplazándonos a perder el miedo al inconsciente y a dejarnos llevar por sus pulsiones multitudinarias: aquellas que convocan a los otros y agitan sísmicamente la realidad psíquica. Y con ella nuestra comprensión del mundo en toda su amplitud. Los sueños rompen la estabilidad y homogeneidad de la racionalidad diurna, impulsan acontecimientos, socavan lógicas que incluso en la parálisis nos hablan de utopía. Pero no sólo. En una memorable escena de la obra maestra de Neil Gaiman, Sandman, Choronzon, capitán de la horda de Belcebú, se enfrenta en duelo con Morfeo, el señor del sueño. Cada duelista evoca una forma a la que el otro responde: el demonio se convierte en un lobo asesino, el soñador contesta transformándose en cazador, el demonio adopta la forma de una serpiente, el soñador la de un buey que la aplasta... y así sucesivamente. Al final Choronzon, en un arrebato de ingenio e ira, se convierte en el fin de todo, en la anti–vida, en el apocalipsis. Satisfecho con su artimaña, le pregunta a Morfeo ¿Y qué serás tú? Sin dudarlo, el señor del sueño le responde que la esperanza. En cierto sentido, Sueño y revolución cumple un papel similar ante la pandemia, ofrecer esperanza donde hay oscuridad, intentando replantear ―por todos los medios― una dimensión colectiva acogedora y transformadora. Un eros común. De hecho, podríamos decir que la comunidad, una comunidad constantemente ensoñada, constituye la pieza clave que fusiona las pulsiones utópicas de la obra con sus intentos de transfiguración del presente. ¿Pero cómo transferir toda la potencia onírica y la fuerza del inconsciente a la construcción de lo común? ¿Cómo obrar ese salto de la micropolítica hacia la construcción de entramados comunitarios y populares?
Lo cierto es que después de haber atravesado el umbral del sueño de la mano de Carolina, ya no podremos volver a mirar igual la realidad. Como vio una vez Roberto Juarroz, nos sucederá lo mismo que a aquellos que han puesto el pie del otro lado y sin embargo retornan. Entonces, comenzaremos a pisar “de este lado el otro lado” ―realidad, sueño―. Y es que “El otro lado es el mayor contagio. Hasta los mismos ojos cambian de color y adquieren el tono transparente de las fábulas”. Miraremos con ese tono transparente y fabulador nuestro presente, siendo más conscientes de la potencia de nuestro deseo y su sombra.
― Este texto es una versión reducida del epílogo escrito por el autor para el libro de Carolina Meloni, Sueño y revolución (Continta Me tienes, 2021) con ilustraciones de María Maquieira (algunas de las cuales acompañan el presente texto).