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“Trabajad, proletarios, para aumentar las fortunas de la sociedad y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, al acabar más pobres, tengáis más razones para trabajar y ser más miserables. Tal es la ley de la producción capitalista”.
Lo escribió Paul Lafargue en su encantador libro El derecho a la pereza, dado a la imprenta en 1883.
En aquel opúsculo, el yerno de Marx aseguraba que, en una sociedad futura, se podría llegar a las 3 horas de trabajo y a las 21 de descanso. Sin embargo, tras estos meses de alerta por la pandemia generada por el Covid-19, la utopía de Lafargue más bien se ha convertido en una distopía. De 24 que tiene el día, echamos más horas teletrabajando que descansando.
Lafargue (de quien siempre tendremos la duda acerca de si fue él o su esposa, Laura Marx, quien inspiró el socialismo en España) no llegó a conocer a esta nueva clase laboral y social que ha aparecido de repente y a la que ya podemos denominar “clase teletrabajadora”. Es la clase productora ideal del paraíso capitalista: sin horarios fijos, siempre disponible, proveedora por sí misma de los medios de producción, de los que asume costes y riesgos de uso, sin derechos recogidos en ninguna declaración, aislada de otros iguales, teleproductores todos ellos, con quienes no puede compartir las penurias de la explotación laboral, idear estrategias de emancipación, manifestarse frente al patrón. A lo más que aspira es a incendiar las redes sociales al grito de… ¡Tuiteros del mundo, uníos!
Es la clase productora ideal del paraíso capitalista: sin horarios fijos, siempre disponible, proveedora por sí misma de los medios de producción, de los que asume costes y riesgos de uso, sin derechos recogidos en ninguna declaración, aislada...
Quienes trabajamos en el sector de la educación pública sabemos qué es el “teletrabajo”. Somos autodidactas en la materia porque un viernes de marzo, cuando salimos de nuestro centro educativo aún éramos trabajadores y al llegar a casa, tras la declaración del Estado de Alarma, ya teníamos el prefijo tele delante de nuestro oficio.
A partir de entonces comenzó un experimento social y educativo: compaginábamos la teledocencia con poner lavadoras y otros asuntos familiares.
Ahora, tres meses después de este ensayo clínico, podemos decir bien alto y claro que el experimento ha resultado fallido y que, además, hemos perdido una excelente ocasión para aprender a enseñar de otro modo que no fuera el presencial.
Enviar ejercicios a través de plataformas y hacer videoconferencias no es enseñanza online, por mucho que nos lo queramos creer. La Educación como tal y con mayúsculas, en algunos tramos, está reñida con lo de “online”. La educación podrá ser presencial o peripatética, pero online sólo está destinada a unos grupos determinados, con cierto grado de madurez y disponibilidad para el uso de tecnologías, asunción de responsabilidades e interés claro. La motivación, llave del cofre donde se guarda el aprendizaje, es difícil de inculcar a través de un ordenador o una tablet, por no hablar de la dificultad que existe en algunas familias a la hora de ayudar a comprender a sus vástagos cómo hallar el apotema de un polígono regular del que se nos pide el cálculo del área.
Tres meses después de este ensayo clínico, podemos decir bien alto y claro que el experimento ha resultado fallido y que, además, hemos perdido una excelente ocasión para aprender a enseñar de otro modo que no fuera el presencial.
Durante estos tres meses las autoridades educativas (nuestros jefes y dueños de los medios de producción) nos dejaron a los pies de los caballos. Nos encomendaron, de viernes a lunes, inventarnos y construir un sistema educativo del que no existen referentes ni modelos claros para todas las etapas y sobre el que no teníamos experiencia ni conocimiento alguno. De paso, no dejar a nadie en el camino, salvaguardar aquello tan bonito de “la igualdad de oportunidades”.
Si bien es cierto que el trabajo como teledocente no es como para matarse a pico y pala, ha estado sujeto a los vaivenes de la jerarquía de una administración educativa que no ha hecho más que improvisar en todo momento, con correos que llegaban a las once y media de la noche de un día cualquiera o a las cuatro de la tarde de un sábado o un domingo, algo que roza el acoso laboral, apremiando para enviar datos o remitiendo instrucciones que se contradicen unas a otras y que se caracterizan por la ambigüedad de su contenido, dejando al arbitrio de los equipos directivos la toma de decisiones final y el riesgo que ello conlleva. A día de hoy pongo la mano en el fuego y no me quemo al afirmar que ningún centro educativo de la Comunidad Autónoma de Extremadura (ninguno) cumple al cien por cien los protocolos de seguridad, higiene y protección frente a riesgos laborales. Aún así, están abiertos y prestando un servicio público.
Un grupo cada vez más numeroso de alumnos y alumnas hace ya tiempo que navega sin rumbo, náufrago, perdido
Stefania Giannini, Subdirectora General de Educación de la UNESCO, manifestó en un artículo disponible en la página de esta institución, que “el aprendizaje en el hogar puede ser en sí mismo una fuente de estrés para las familias y los alumnos, con presión para asumir nuevas responsabilidades, a veces con tiempo o recursos limitados”. No creo que haya familia que no haya acusado ese estrés del que habla la representante de la UNESCO, un factor clave ignorado por el modelo de enseñanza a distancia que actualmente estamos desarrollando (o creemos desarrollar).
Según la UNESCO, casi 1.300 millones de estudiantes aún se ven afectados por el cierre de las escuelas en 186 países. Los informes de esta institución sugieren abrir cauces de consulta con los diferentes actores comunitarios (familias, asociaciones, alumnado, profesorado) con el fin de tomar decisiones en común. Hasta el momento las escasas y más que protocolarias preguntas hechas por la Consejería de Educación y Empleo (su jerarquía) no han derivado en un diagnóstico de la situación. Más bien continúa publicando instrucciones como quien hace chorizos, cada cual más enrevesada y contradictoria consigo misma.
La UNESCO recomienda también encarecidamente incrementar la financiación de los centros educativos. Ni qué decir tiene que hasta la fecha lo único que ha pagado la Consejería de Educación y Empleo en Extremadura para adecuar los centros son unas cuantas mascarillas que ha habido que ir a recoger personalmente a los Centros de Profesores y Recursos, más allá de los fondos destinados a los gastos de funcionamiento en tiempos sin Covid 19. Los recortes anunciados en plantilla, el aumento de horas lectivas y el continuado argumento de que son malos tiempos para la lírica, auguran un futuro sombrío. Mientras tanto seguimos teletrabajando, a todas horas, enviando y corrigiendo ejercicios, disfrutando de la inopia y la ilusión colectiva, mientras un grupo cada vez más numeroso de alumnos y alumnas hace ya tiempo que navega sin rumbo, náufrago, perdido.
¡Si Lafargue levantara la cabeza!
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También Bertrand Russell decia en su libro "elogio de la ociosidad" que en el futuro se trabajarian 4 horas al dia jajaja... Estamos cerca, cerca, cerca.
más nunca necesaria la ley para regular el teletrabajo que ha anuncia la MInistra de Trabajo